publicación No. 3

  ISSN 2218-0915
Entrevista a Miguel Littín (fragmentos)
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Entrevista a Octavio Getino (fragmentos)
María Elena Gutiérrez Delgado
De la crítica
Josep Torrel
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De la crítica
Josep Torrel
¿Cuál es la función del crítico de cine? ¿Cuál su tarea fundamental? ¿Cómo debe ser su actitud frente a una película? ¿Cómo saber qué se mira y cómo se mira? ¿Con qué se enfrenta la crítica en tanto que ejercicio de opinión? ¿Qué relación une al crítico con el autor criticado?


I

El crítico es tan sólo un espectador más.

El crítico raramente puede reclamar ni siquiera una mayor competencia sobre los demás  espectadores. El crítico es tan sólo un espectador que desvela públicamente su propio proceso de aprendizaje, endomingado con la indumentaria conceptual de que dispone, actuando como un interlocutor imaginario con el que los demás espectadores pueden contrastar su experiencia particular.

¿Cuáles son los requisitos mínimos que se le pueden pedir a este espectador que se convierte en interlocutor de los demás espectadores? André Bazin, en un artículo de 1943, planteaba unos mínimos, que son los que cabe esperar de toda crítica: “un mínimo de inteligencia, de cultura y de honradez”. En el mismo artículo sostenía que “un poco de perspectiva histórica” no le vendría nada mal a una crítica que ha perdido sus puntos de referencia.1 En la práctica, la inteligencia, la cultura, la honradez y la perspectiva histórica pueden ser escasas.

El crítico profesionalizado sólo difiere del espectador en la cantidad y la diversidad de las películas que ve. Las diferencias cuantitativas fueron objeto de una divertida y convincente caricatura por parte de Federico Fellini, a propósito de la altivez de algunos críticos:
“Alguna vez incluso me sorprendo pensando si por casualidad en el origen de la expeditiva y vagamente altiva seguridad de ciertos críticos no haya un fenómeno meramente cuantitativo, casi una inversión de orden matemático. Intentemos sacar cuentas: admitamos que un crítico vea un par de películas al día, una media razonable por los tours de force de los festivales, durante los cuales están obligados a ver incluso diez películas al día. Así pues, dos películas al día hacen 730 películas al año. Una película consta en general de casi dos mil setecientos metros, que multiplicados por 730 dan la cifra vertiginosa de un millón setecientos noventa y un mil metros de película. Pongamos que la militancia de un crítico cubra un arco de treinta años, ¡al final habrá visto cincuenta y nueve millones ciento treinta mil metros de película! Un fenómeno para mí absolutamente asombroso y exorbitante, casi inconcebible siquiera, que me produce una especie de incontrolable admiración como la que se siente ante algunas proezas casi embrujadas, no sé, el faquir que consigue ayunar durante un año, el submarinista que desciende doscientos metros sin respirar, el astronauta que flota a pocos centímetros del suelo lunar. ¡Sesenta millones de metros de imágenes! Me pregunto cómo es posible que un crítico de cine pueda continuar teniendo una densidad celular como cualquier otro hombre, la misma fisiología, el mismo sistema nervioso. ¡Quién sabe si un crítico cinematográfico está todavía en condiciones de soñar de noche! ¿Cómo puede reaccionar su inconsciente ante esa desbordante e inagotable competencia? ¿De qué modo se digiere esa ilimitada invasión de imágenes que casi siempre ya no se refieren a nada, ni a la vida en general, ni a la individual y personal del espectador de estas imágenes que, por lo tanto, deben acabar por desligarse de forma parecida a una interminable y vacía figuración, vagamente advertida como un rumor, un color perpetuo? Soy de la opinión de que un crítico de cine debería ser seguido, estudiado y analizado como el prototipo de una nueva criatura, de un nuevo ser. Pero quizás la televisión nos está homologando a todos en esta misma dirección, con ese mismo destino.”2

También hay una diferencia de tipo cualitativo. El crítico no sólo ve más películas que el espectador (salvo algunas franjas de enfermos de cinefilia), sino que también ve un tipo de películas diferentes, y ello suele influir en sus juicios. Para evocar esta diferencia, cabe recordar esta escena de Blade Runner, en lo alto del edificio, en la que el replicante interpretado por Rutger Hauer cuenta su experiencia, y dice la frase: “he visto mundos que vosotros ni siquiera podéis imaginar”. El crítico cinematográfico está en condiciones de repetir sinceramente a los demás espectadores esta frase: “he visto mundos que vosotros ni siquiera podéis imaginar”. Mundos peores y mundos mejores.

Mientras el espectador suele ver una película de estreno a la semana (dos como mucho), el crítico que trabaja en un periódico o una radio suele ver semanalmente ocho o diez. A veces al espectador le sorprende la benevolencia del crítico con una película mediocre. Este espectador desconoce la índole de las otras siete u ocho películas que ha visto el crítico esa semana. Del mismo modo, el crítico de festivales tiene la oportunidad de ver (que lo haga o no, es otra cuestión) otras películas procedentes de otros países, y a veces de otras culturas, que quizás nunca se estrenen, pero que le dan una visión del cine mundial que el espectador no puede tener. En uno u otro caso, mundos que ni siquiera puede imaginar.



II

¿Cuál es el corolario de la afirmación de que el crítico de cine es sólo un espectador más? La primera exigencia que esto plantea es que el crítico ha de ser, ante todo, espectador. Dicho de otro modo, que el crítico ha de haber visto la película que se dispone a comentar. Esto puede parecer una perogrullada, pero no lo es.

La casuística de críticos que escriben o se pronuncian sin haber visto la película es demasiado amplia para pasarla por alto. Hay incluso una película que trata colateralmente de este tema, obra por cierto de un antiguo crítico (Rien sur Robert, de Pascal Bonitzer). De la multitud de ejemplos posibles citaré uno de alguien a quien respeto, para no cargar excesivamente las tintas.

Glauber Rocha, que además de cineasta desempeñó también una labor paralela como crítico y polemista, en su intento de hacer tabla rasa del cine brasileño anterior a la aparición del cinema nôvo puso repetidamente a caer de un burro una película que la tradición crítica brasileña consideraba un clásico, Limite (1930) de Mario Peixoto. Rocha, sin embargo, no había visto esta película. Después de habérsela cargado, un día tuvo la oportunidad de verla y descubrió que realmente era una película no sólo muy interesante sino emparentada con la estética rompedora que el propio Rocha estaba defendiendo treinta años más tarde. Entonces Rocha, en un acto de honradez desusado, reconoció que había escrito sobre Limite sin haberla vista y proclamó que era una obra maestra y el más claro precedente del cinema nôvo.

El crítico no sólo ve más películas que el espectador, sino que también ve un tipo de películas diferentes, y ello suele influir en sus juicios.

Si se quiere otro ejemplo, cabría recordar que el texto más reputado del crítico francés Serge Daney es el comentario de Kapò de Gillo Pontecorvo, publicado en el número uno de Traffic (y luego como primer capítulo de su autobiografía), en el que admite no haber visto la película y en el que el cuerpo del texto no es más que una paráfrasis de un artículo de Rivette.

Una variante de este “no ver” las películas sería la de quienes ya saben qué van a escribir sobre una película antes de verla. Es evidente que todos los espectadores (y con ellos los críticos) tenemos determinadas expectativas positivas o negativas acerca de una película: por la trayectoria del cineasta, por la confianza que inspiran otros miembros del equipo, por las informaciones que se tienen acerca del tema, etc.). No me refiero a estas expectativas. No es un asunto de predisposición (que siempre existe), me refiero a saber ya de antemano las líneas generales del comentario sin haber visto todavía la película.

Esta actitud es propia de críticos de ocasión que se enfrentan a la película cuando ya hay abundante literatura sobre ella. Evidentemente esta actitud difícilmente puede encontrarse en el crítico de festival, que asiste a la primera visión de la película. Tampoco en el crítico de periódico que cubre los estrenos. De nuevo, este escribir prejuiciado se encastilla en las revistas mensuales (especializadas o no). Es en ellas donde se cobijan los plagios abiertos o encubiertos de revistas extranjeras. O más frecuentemente, de una sola revista extranjera: Cahiers du cinéma. En estos casos, el criterio valorativo es ajeno. Hay una de legación de la facultad de juicio. Alguien ha decidido si la película es buena o mala, y el crítico, sobre la base de ese criterio ajeno, compone una argumentación (que puede incurrir en todos los dislates que le apetezca en la medida en que el juicio ya está fuera de discusión).

Pier Paolo Pasolini escribía lo siguiente en 1974:
“A menudo se dice que el único juicio crítico posible es un juicio de valor expresado ingenuamente: un sí o un no, un bien o un mal. En lo sustancial, esto es así. Todo lo demás es pretexto. Pero en este pretexto el ensayismo encuentra su autonomía: se convierte en ‘género literario’, inventa su jerga, su función social.
La pretextualidad de la crítica se suele presentar como necesaria –o al menos como noble– cuando el juicio de valor es positivo (y mejor si es muy positivo). Entonces los argumentos del crítico parecen servir para algo: exégesis o clave interpretativa, colocación histórico-filosófica, o incluso anecdótica. Pero si el juicio sobre la obra es negativo, todo lo que la crítica puede decir resulta irremediablemente falso, y su condición de pretexto surge implacablemente.
En otras palabras: la pretextualidad de la crítica, cuando se basa en un juicio positivo es un contenido (válido como cualquier otro) para una nueva obra, crítica precisamente. En cambio, si el pretexto de la crítica se basa en un juicio negativo, se queda en mero pretexto y basta, y como tal humilla y degrada al crítico. Por más que trate de forzar mi memoria no consigo recordar ningún ensayo crítico de alto nivel intelectual que sea ‘destrozador’.”3

Si he reproducido íntegramente este razonamiento es porque lo suscribo en su totalidad. Es muy difícil hacer bien una mala crítica. Quizás sea lo más difícil, porque implica saber respetar lo que uno detesta. Pero lo que me interesa aquí es fundamentalmente una frase que aparece al comienzo de la cita: el único juicio crítico posible es un juicio de valor expresado ingenuamente: un sí o un no, un bueno o un malo. En lo sustancial, esto es así. Todo lo demás es pretexto.

Volvamos a ese sector de la crítica que se quiere más culto, pero que deja el verdadero juicio crítico en manos del santo sanedrín de las conciencias justas –como diría Balzac– y se concentra en el pretexto: este tipo de “crítico” se convierte así en mero apóstol de lo evidente. Me refiero al presunto crítico que ensalza los valores consagrados (sean David Lynch o Jean-Marie Straub, Eastwood o Godard) pero no siente ninguna curiosidad por los nuevos cineastas… hasta que otros los consagran.

El único juicio crítico posible es un juicio de valor expresado ingenuamente: un sí o un no, un bueno o un malo. En lo sustancial, esto es así. Todo lo demás es pretexto.
(Pier Paolo Pasolini).


Esta proliferación de críticos que no son espectadores de lo que critican y de apóstoles del juicio ajeno forma parte de un fenómeno más general, como es el de la impunidad intelectual, que es uno de los rasgos más llamativos de la sociedad actual.


III

Mirar una película es contemplar una mirada ajena. Entender esa mirada es el trabajo del espectador (y del crítico), saber ver qué mira y cómo lo mira, entender el sentido de esa mirada que es la película. La experiencia del espectador (y del crítico) se enriquece o embrutece según lo que decide mirar. Decía Walter Benjamin que “la mirada es el poso del hombre”. Y eso vale tanto para el autor como para quienes con templan su mirada, el crítico y el espectador. Pero la índole de las miradas que miramos es muy dispar y contradictoria.

En la actividad crítica no puede haber unanimidad, porque la propia producción cinematográfica está dividida por una fractura interna insalvable. Hay una clara dicotomía entre un cine que se concibe como medio de entretenimiento y un cine que se concibe como forma de conocimiento (como decía hace años José Enrique Monterde). Estas dos concepciones del cine son antitéticas. A las películas que pertenecen al primer tipo, las películas concebidas como espectáculo, se les po dría aplicar la sentencia de Roberto Benigni cuando afirmaba con una paráfrasis de Marx que “el cine es la camomila del pueblo”. Son películas concebidas como analgésicos, como anestésicos o como camomila. En mi opinión, estas películas son detestables.

Las películas que me interesan son las que aspiran a ser una forma de conocimiento, las que coinciden con Serguei Mijaílovich Eisenstein cuando decía que “la tarea del arte consiste en desvelar las contradicciones del ser”.4 Si tuviera que adscribir mi trabajo a una idea fuerza, me remitiría a esta frase de Eisenstein.

Al rendir cuentas de su trabajo como espectador, el crítico asume tácitamente la tarea de iniciar un diálogo en el que va a desempeñar tres funciones principales, comúnmente aceptadas, que son las de informar, evaluar y promover. La premisa de este ejercicio razonado del juicio debería consistir, ante todo, en discriminar entre aquellas dos ideas del cine, en saber ver a cuál de ellas pertenece una película, y en explicar porqué no son comparables.

Ocurre, sin embargo, que la implantación de nuevas modalidades de explotación intensiva de las películas, muy concentrada en el tiempo, complica el desempeño de las funciones críticas. Hace apenas veinte años, la vida comercial de una película en las salas era de unos cinco años. El vídeo y la televisión han producido una aceleración enorme del ciclo de rotación de una película. Una película norteamericana puede permanecer todavía medio año en cartel, pero una película europea se juega su permanencia en cartel durante el primer fin de semana. La mayoría de películas europeas (y casi todas las del tercer mundo entran en este grupo porque tienen financiación europea) no supera el tope mínimo de los quince días.

Estas películas –donde se concentra la práctica totalidad del cine que se concibe como forma de conocimiento– raramente permanecen en cartel más de quince días. Ahora ya no quedan cines de repertorio y tampoco hay cine clubes que puedan darle una segunda oportunidad a la película. Al salir del circuito de estreno (y en un número reducido de ciudades), la película desaparece casi definitivamente de las pantallas. Sólo unas pocas saldrán al mercado del vídeo y DVD y las demás quedarán confinadas a un posible pase televisivo de madrugada, años después de su estreno en salas.

En estas condiciones, el crítico de periódico se ve obligado a convertirse en un propagandista más que en crítico. Muchas de las críticas de periódico son mera propaganda. Es lamentable, pero es justo que sea así. O se hace propaganda militante de ciertas películas (las mejores, las menos comerciales, las más arriesgadas) o estas películas no tienen ninguna posibilidad de sobrevivir.


IV

Hay otros factores que contribuyen a la desnaturalización de la crítica.

En la prensa diaria, el peso de la información y la promoción se ha transferido a la publicidad comercial, más o menos encubierta.

Las fronteras entre publicidad, información y opinión (no hay que olvidar que la crítica es una sección de opinión) son cada vez más borrosas, y se produce un desplazamiento hacia el predominio de la publicidad sobre la información y de ésta sobre la opinión.

Las páginas de opinión de los periódicos tienden a perder peso en general (y con ello, también la parte dedicada a la crítica).

La opinión evaluadora compite además con una renovada teología de la recaudación. La recaudación se ha convertido en un criterio axiológico que dirime la bondad o maldad de una película. (Y las cifras de espectadores que da la publicidad son falsas: son la consecuencia de esa teología de la recaudación.)

Incluso el último refugio del crítico, las publicaciones especializadas, en las que el espectador solía hallar ese otro punto de vista con el que contrastar su propia opinión, parece confinadas hoy en un narcisismo sin criterio. Hace treinta años, la prensa estaba en manos de unos gacetilleros sin criterio (salvo excepciones, como Telexpress), y la verdadera crítica se refugió en las revistas de cine especializadas (Nuestro Cine, más tarde Dirigido), pero también en semanarios de información general (Triunfo, Cuadernos para el Diálogo). Hoy la situación es la inversa: los críticos más competentes están en la prensa diaria, mientras que las revistas mensuales cobijan a los críticos con menos profesionalidad, más altanería, menos curiosidad y menos criterio. Es impensable ver a un crítico de Dirigido o de Fotogramas en la filmoteca o en una muestra de cine que se haga en la ciudad.

Lo nuevo y valioso muy a menudo se encuentra entre lo intangible y lo inaprensible, entre lo difuminado y lo no dicho, entre lo aún no enteramente formado o lo apenas visto.

El problema de esta situación es que al eliminar cualquier función crítica, las propias películas quedan reducidas a meros objetos de consumo, desatendiendo u ocultando su entidad como artefactos dotados de sentido. El análisis de “la manera de cine ser de cada obra” queda aplazado y se efectúa a destiempo, como cometido no ya de la crítica sino de una nueva historia de las formas de hacer cine, esa necesaria “historia de las escrituras fílmicas” propuesta por Santos Zunzunegui. Pero esta nueva historia, como la vieja, ya no tiene influencia en la relación de la película con un público amplio.

Dicho de otro modo, la crítica está siendo desposeída de sus funciones analíticas y reducida a la necesaria promoción a contracorriente de algunos títulos.


V

La tarea del cine (y del arte en general) no es dar respuestas. Pero quizás sí lo sea plantear preguntas. El cine del conocimiento no es un cine que pretenda convencer al espectador, ni aleccionarle, sino interpelarle, sacudirle, transformar sus percepciones. En definitiva, intenta remover algo en su interior.

El cine del conocimiento no aspira a transmitir ningún conocimiento ya aprendido, sino a convertirse en experiencia. ¿Qué es lo que nos interpela? ¿Qué es lo que nos inquieta y nos conmueve? No lo que ya sabemos, sino lo que desconocemos, lo que no llegamos a comprender. Aquello que nos enfrenta a experiencias nuevas y nos confronta con aspectos de nosotros mismos y de nuestro mundo que desconocemos (o que preferimos desconocer).

Es ese algo que suscita nuestra inquietud, esta imagen que ha quedado clavada en un rincón del cerebro, o ese algo que sencillamente nos perturba. Por ello, el crítico ha de atender tanto a su saber sobre lo conocido como a su sorpresa frente a lo desconocido. Aunque, probablemente, más a su sorpresa que a su saber. Porque lo nuevo y valioso muy a menudo se encuentra entre lo intangible y lo inaprensible, entre lo difuminado y lo no dicho, entre lo aún no enteramente formado o lo apenas visto.

En el cine, a menudo, lo que nos produce esta sensación de extrañeza no es el tema, sino la forma. No el qué, sino el cómo. No el tema sino cómo se nos presenta. Y no hay contenido ajeno a la forma en que se representa. Por ello, Michelangelo Antonioni dijo una vez que “quería contar historias diferentes con medios diferentes”.5 No puede haber contenidos nuevos con formas viejas. No tiene sentido apostar por un cine de entretenimiento “político”. Como decía Godard, hay que hacer políticamente películas políticas. Una temática progresista necesita una forma innovadora, decía Theo Angelopoulos.

Un cine nuevo ha de producir un espectador nuevo, algo que Brecht sabía muy bien. Decía, acerca del teatro: “Hay que modificar la actitud del espectador. Ya no ha de ser un mero consumidor, sino que también ha de producir”. La idea de un espectador activo, del trabajo del espectador, está en el centro de las ideas estéticas de los pensadores comunistas del siglo XX, de Eisenstein a Brecht. Un nuevo cine ha de producir un espectador nuevo.


VI

No es el crítico sino la obra la que forma a su público. Primero aparece la obra innovadora y luego viene el crítico que trata de entenderla y construye las argumentaciones que permiten explicarla. El crítico si alguna influencia tiene es entre sus semejantes: entre los espectadores. Si mantiene un criterio coherente y logra establecer un contacto real con sus lectores (o sus oyentes), puede promover cierta cultura cinematográfica que facilite la recepción de algunas obras.

A mediados los años sesenta, el filósofo Theodor W. Adorno sostenía, en relación con la música, que “la crítica legítima tiene que adelantarse a las obras que critica: tiene que inventar prácticamente las obras que sea capaz de criticar. Y si es lo suficientemente productiva, a buen seguro habrá compositores que escriban tales obras”.

El traslado de esta función anticipadora al campo cinematográfico resulta problemática porque el cine es, ante todo, una industria cultural, en la que el proceso de producción de las películas no suele depender de quienes idean sus componentes intelectuales. Hasta el punto que en 1988 Paulino Viota –un cineasta que no pudo seguir siéndolo– señalaba que una historia completa del cine español debería destinar muchas de sus páginas “a los cineastas que no han sido y a las películas que no se han llegado a hacer”. El diálogo entre el autor y el crítico es por ello bastante más complejo. Es un diálogo indirecto, que concierne a la discusión de las políticas institucionales que pueden garantizar la realización de las obras más arriesgadas e innovadoras.

Si el crítico cinematográfico quiere influir en las obras futuras, ha de producir una conciencia colectiva, una opinión pública, sobre las condiciones de la producción cinematográfica, sobre las restricciones industriales y comerciales que impiden la libre creación cinematográfica.


Contar historias diferentes con medios diferentes.
(Michelangelo Antonioni).


La posibilidad de otra estética cinematográfica no pasa por la discusión en términos artísticos sino por la intervención directa en las políticas de apoyo a la cinematografía y en los criterios de esta ayuda. En un mercado dominado en más de un ochenta por ciento por las empresas multinacionales –que son propietarias incluso de las salas– no puede haber cines nacionales (ni otras formas de entender el cine) si no es el estado el que cine asume la financiación de un cine que por sí sólo no puede competir en un mercado cautivo. El anarquismo, con todos los respetos, es una trampa que el cine no se puede permitir de ninguna manera porque en ello le va la vida.

La intervención en la política cinematográfica debería ser un ámbito fundamental en la actividad del crítico, si realmente quiere “adelantarse a las obras que critica” (como decía Adorno).


VII

El cambio en las estrategias de comercialización tiene que ver con una centralización extrema de los canales de distribución cinematográficos (a escala planetaria) que, paradójicamente, coexiste con una relativa variedad de formas de producción y consumo (dentro y fuera de la industria). La pluralidad de la producción mundial se ve reducida al consumo de cine estadounidense y algunos títulos de la producción del propio país. El peor cine es el más visto.

Sin embargo, más allá de los productos comercializados por las grandes empresas de distribución estadounidenses hay una amplia gama de películas que encuentran sus espectadores a través de un laberinto de circuitos de exhibición secundarios y, a menudo, circunstanciales. La producción del resto el mundo (de Europa, de Asia, de América Latina y de África) es prácticamente desconocida, o conocida de forma muy parcial y desigual.

Atender a esta pluralidad convierte, a veces, al crítico cinematográfico en emisario de lo invisible, le obliga a hablar de películas no estrenadas, de películas que circulan por canales paralelos. Pero el mero acto de señalar la existencia de estas películas que no se suelen ver en salas comerciales constituye un recordatorio de los límites de esa industria que simplifica en el vértice de la distribución una realidad productiva más compleja. Mostrar que hay otros modos de hacer cine contribuye a redefinir el concepto mismo de cine, como expresión cultural que trasciende la condición de mero entretenimiento.

Hablar de las películas procedentes de otras culturas significa en gran medida hablar de ellas de otra manera. Estas películas no sólo remiten a culturas que no son la nuestra, sino que la misma forma de realizar esa remisión es distinta. El espectador occidental a menudo no sólo desconoce los referentes sino que ni siquiera es capaz de entender las formas en que se alude a ellos.

Promover el cine de otras culturas implica dar un mayor peso a la información que a la valoración, supone dar a conocer todas las claves culturales que permiten entender una película.

Pero no basta con ser emisarios de lo invisible (que sería la figura que contrapondría no tanto al crítico de oficio sino a los apóstoles de lo evidente a que me refería antes). La constatación de que a menudo el crítico militante está condenado a ser emisario de lo invisible, implica de suyo que el solo ejercicio de la crítica resulta insuficiente.

Surge así la necesidad de pasar a la acción. La consecuencia lógica de una crítica militante es hacer que esas películas que no se ven puedan llegar a verse de algún modo. Ello equivale a implicarse de alguna manera en la programación de películas. Sea colaborando con instituciones culturales (filmotecas, museos, entidades, bibliotecas, cine clubes), sea participando en la programación y animación de festivales locales, sea interviniendo en el ámbito de la distribución y exhibición. En este sentido, tenemos dos experiencias que me parece importante mencionar aquí, que son la del Cine Truffaut de Gerona y la Asociación Cine Baix de Sant Feliu de Llobregat. En ambos casos, se trata de una experiencia de implicación importante, en el camino de tener una red de cines financiados por dinero público. Pero es sólo un ejemplo. Otro ejemplo, sería la inversión pública en DVD’s de interés cultural que hoy el mercado rechaza por minoritarios.




Notas:

1. André Bazin: “Pour une critique cinématographique”, en A. Bazin: Le cinéma français de la Libération à la Nouvelle Vague, Cahiers du Cinéma, París, 2ª, 1998, págs. 291 y 290.
2. Federico Fellini: Hacer una película, Paidós, Barcelona, 1999, págs. 223-224.
3. Pier Paolo Pasolini: Descrizioni di descrizioni, Einaudi, Turín, 1979, pág. 256.
4. S. M. Esenstein : “Stuttgart oder Dramaturgie der Film-forme”, en François Alberà : Eisenstein et le costructivisme russe, L’Age d’Homme, Losana, 1990, pág. 32: «Aufgabe der Kunst ist–die Widerprüche des Existierenden zu offenbaren».
5. Michelangelo Antonioni: Para mí hacer una película es vivir, Paidós, Barcelona, 2001, pág. 332.




*Este texto fue publicado originalmente en la revista El viejo topo, No. 264, enero 2010, Pp. 63-69. Ha sido reproducido en la Revista Digital de la Fundación del Nuevo Cine Latinoamericano con permiso de su autor.

- www.cinecic.com.ar/
- www.cinematecadistrital.gov.co/servicios.htm
- www.cinecubano.com/persona/escuela.htm
- www.cubacine.cu/directorio/icaic.htm
- www.filmotecadeandalucia.com/
- cuib.unam.mx/mapabiblio/datosbiblio.pl?biblio=416
- www.documentalcolombia.org/index.html
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