publicación No. 7

  ISSN 2218-0915
De las cegueras coloniales a la revolución visual*
Ana Daniela Nahmad Rodríguez


La carrera por las imágenes cinematográficas comenzó en Bolivia, más o menos, a la par de la difusión del cinematógrafo en América Latina, el cual transformó a su paso la forma en que se percibiría el continente posteriormente. En el sur, las fechas de las exhibiciones se desplazaron como por efecto dominó: Río de Janeiro, 8 julio de 1896; Montevideo, 18 de julio; Buenos Aires, 28 de julio. En La Paz, la demostración del «admirable aparato eléctrico» se desarrollaría el 21 de julio de 1897.1 Durante los siguientes años se mostrarían «vistas» importadas y se iniciarían las representaciones fílmicas de la realidad boliviana enmarcada en el retrato de políticos, hombres ilustres, imágenes del impresionante paisaje andino, escenas de la vida cotidiana y hechos extraordinarios.

Durante los primeros tiempos de la atribulada carrera del cine boliviano tropezamos con las primeras imágenes de indígenas en la pantalla. Por ejemplo, el 29 de septiembre de 1905, dentro del primer programa de exhibición publicado íntegramente en la prensa paceña, los asistentes pudieron ver Novela de amor, drama seguido de las vistas cómicas Gato goloso, Un buen purgante, El estudiante, todas de factura francesa. Lo que más interesa a nuestro análisis es que en la segunda parte de la exhibición los espectadores bolivianos se acercaron a una de las primeras construcciones sobre indígenas en «el drama histórico» titulado Venganza india o Indios cow boys, curiosamente ambientado en México. La descripción de los cuadros permite intuir el argumento:

1. Indio merodeador será castigado,
2. Salida de la diligencia,
3. Asalto a la diligencia,
4. Perro mensajero,
5. Los raptores perseguidos,
6. El poder de los indios,
7. Liberación de los prisioneros.2

Con esta primera aparición triunfal en la pantalla iniciamos los recorridos de una imagen sobre los indios que permearía en América Latina. Desde luego que Venganza india o Indios cow boys es un filme precursor del género western, y sabemos que los buenos estarían representados por los blancos y que los grandes villanos estarían encarnados por los indios (mexicanos, norteamericanos, sudamericanos). Así surgen los estereotipos fundantes. Aunque los presentados en este programa no eran indígenas bolivianos compartirían con la imagen construida sobre los grupos originarios de toda América Latina el estereotipo, la apropiación, la degradación de las imágenes, pero fundamentalmente la invisibilidad de su cultura.

Cinematografías latinoamericanas y representaciones indígenas
En las primeras décadas del siglo XX se reformularon los principales parámetros sobre la representación indígena. Las imágenes cinematográficas sustentaban las ideologías que llevaban a cabo políticas sistemáticas hacia los indios. En ese sentido, el cine latinoamericano de los albores del siglo XX decía más de quien lo filmaba, ciertas elites generadoras de la representación, que de los indígenas convertidos en imágenes y excluidos de su propia construcción. En todo el continente poco a poco se fueron gestando visualidades hegemónicas que sustentaban simbólicamente la estructuración del paradigma unitario de la nación. Esa fue una de las grandes tareas de los intelectuales mestizos de comienzos del siglo XX. Según Eric Hobsbawm «los nuevos medios de comunicación permitieron estandarizar, homogeneizar y transformar las ideologías populares»; esto ocasionó que los símbolos nacionales pasaran a formar parte de la vida de todos los individuos.3 En siglo XX la ideología nacionalista salió de sus habituales trincheras y transformó sus argumentos para encontrar nuevos canales de expresión, principalmente en las nuevas tecnologías.4 El cine radicalizó la función que la imprenta había comenzado siglos atrás; exacerbando la noción de simultaneidad pudo propiciar la sensación de comunidad entre una multitud que nunca llegaría a conocerse.5 Desde entonces, las elites nacionalistas utilizaron las tecnologías de la industria cultural, entre las que se encontraban el cine, para legitimar su ideología, que reformuló con su manera particular de expresión los preceptos de la nacionalidad.

Heredero del lirismo decimonónico y de la construcción del imaginario nacionalista, el cine latinoamericano de los primeros tiempos no estuvo exento de la disputa por la edificación de la pretendida identidad nacional, y se afirmó en la construcción imaginaria de los indios.

Desde las emblemáticas, y también desaparecidas, imágenes de Manuel Gamio en Teotihuacan o las míticas construcciones sobre los llanos de Ápam y Tehuantepéc de Eisenstein en ¡Que viva México! (1929), pasando por las producciones caseras del ecuatoriano Miguel Ángel Álvarez (filmadas entre 1927-1935),6 hasta el primer documental etnográfico sobre los indígenas del oriente ecuatoriano titulado Los invencibles shuaras del Alto Amazonas (1927) dirigido por Carlos Crespi,7 encontramos la utilización del cine como herramienta nacionalista y como una forma de reconocer al otro. Las construcciones sobre lo indígena no se expresaron como algo exterior, sino que se integraron a la tradición histórica indigenista-nacionalista de muchos países de América Latina. Lo indígena no fue necesariamente lo externo o extraño (jugando con esa ambivalencia), sino que se inscribió en el nacionalismo dentro de un largo proceso ideológico. Las imágenes construidas sobre los indios durante las primeras décadas del siglo XX acuñaron una identidad estática, elaborada por los mestizos herederos de las sociedades coloniales.8

De imágenes indígenas o la invisibilización de el otro
Desde los primeros registros del cinematógrafo en Bolivia encontramos la representación indígena como tema recurrente, comenzando por los argumentos o imágenes de las vistas documentales, hasta los nombres de las compañías productoras. Estas imágenes constituyeron miradas estáticas sobre la identidad indígena; erigieron una especie de visión ciega marcada por los hitos coloniales, enunciada dentro de una apariencia, y al mismo tiempo un ocultamiento. Los orígenes de la cinematografía boliviana marcharon a la par de la configuración del indigenismo como una ideología emergente y de su correlato ideológico: el mestizaje. Para poder entender mejor los discursos visuales sobre los grupos indígenas es necesario dirigirnos a los procesos de relaciones interétnicas.

A comienzos del siglo XX Bolivia se recuperaba de la Guerra Federalista que había logrado trasladar la sede de gobierno a la ciudad de La Paz. El siglo XIX culminó con un enfrentamiento étnico, la famosa rebelión derrotada de Zárate Willka, que desembocaría en una serie levantamientos indígenas a lo largo de las primeras décadas del siguiente siglo, enmarcadas en el impulso del liberalismo como forma de gobierno que, de manera similar a otros países de América Latina, recrudecería el embate a los indios y comenzaría a teorizar su presencia como un lastre. Un elemento desgarrador para las comunidades indígenas fue la Ley de ex Vinculación de 1874, con lo que se declaró extinta la comunidad india, se prescribió la parcelación individualizada de tierras comunales y se reformó el sistema tributario, sustituyendo la contribución indigenal.9 Este golpe estaba determinado por las posiciones de la política criolla que veía en los indios los límites de la formulación de un discurso nacional. Frente a los procesos de «frustración de la experiencia republicana, la gerencia racial y las perspectivas futuras», el ideal nacional se basó en la entrada plena al capitalismo mediante la expansión de mercados, para lo que se requería de la expropiación de tierras comunales.10

El estado boliviano se debatía entre la urgencia de una soberanía nacional, que se cuestionaba constantemente, y la necesidad de un poder institucional centralizador y disciplinario; ante tal enfrentamiento se hizo impostergable la construcción de alternativas frente al «problema indígena» recientemente conceptuado. Esto dio lugar a la emergencia de un discurso protoindigenista, que reelaboró la representación de los indios en el ámbito nacional, que estuvo conformado por lo que Silvia Rivera llama el ideologema del mestizaje.11

Lo que estaba en juego era la construcción del Estado, su soberanía y los umbrales de un discurso unitario de nación. Este nuevo proyecto estatal surgió a partir de la derrota en la Guerra del Pacífico (la salida al mar, perdida décadas atrás en la guerra contra Chile), y se apoyó en la minería y en los despojos de las masas obreras.12 Las oligarquías buscaban la construcción y la comprobación fáctica de la modernidad boliviana, ya que se hallaban «imposibilitadas de construir una imagen coherente de sí mismas».13

En la delimitación de las identidades nacionales comenzaron a aparecer elementos estéticos a la par de políticas institucionales hacia los grupos indígenas. Los polos ideológicos de estos discursos se encontraron entre los planteamientos de Alcides Arguedas y los de Franz Tamayo. En las obras de ambos el indio apareció como elemento de reflexión y síntesis de los problemas nacionales, sin embargo, las ideas sobre la sociedad se desplazaron de las visiones pesimistas que veían en la mezcla la «degradación racial» para el caso de Arguedas, a las ideas de «regeneración indígena» por medio de la absorción, propuestas por Franz Tamayo.14 Para ambos (como para todos los precursores del indigenismo en América Latina) la gran pregunta fue ¿qué hacer con el indio? Ante las irrupciones en el imaginario criollo-mestizo de las rebeliones indias desde Willka, Jesús Machaca en 1921 y la rebelión de Cahayanta en 1927, las teorizaciones se desplazaron de la decadencia de los indios a las ideas de mejorar, preservar y aislar a la raza. Luego se tradujeron en un nuevo discurso nacionalista de reforma y redención del indio que evocaba la segregación y la protección de los indios ante los «peligros», «corrupciones» y «enfermedades» de la sociedad urbana moderna y mestiza.15

Estas conceptualizaciones pueden comprenderse dentro del horizonte histórico liberal.16 De acuerdo con esto, se reconoció la igualdad básica de los seres humanos en el contexto de la sociedad oligárquica, se impulsó el disciplinamiento social bajo la categoría ilustrada de ciudadano, y con ello fracturaron las pertenencias corporativas y comunales en aras de un proceso de individualización. Se comenzaron a sustentar las prácticas estatales bajo el darwinismo social y la oposición civilizado-salvaje; todo esto renovó la polarización social y las agresiones contra la territorialidad indígena.

De esa manera, se desempolvaba una vieja estrategia de control social basada en la segregación, que Silvia Rivera ha llamado «mestizaje colonial andino». Bajo la máscara del ideologema del mestizaje (símbolo de unidad y mezcla), lo que en realidad se ponía en juego era una vieja táctica de segregación, de división de castas y jerarquización de una sociedad basada en la pigmentocracia, es decir, la valorización del color de la piel como medio de ascenso social. Los discursos «protoindigenistas» plantearon la bipolaridad indio/mestizo para elaborar una iconografía negativa de la mezcla racial como la degradación de la cultura y «las razas» bolivianas.17

En América latina la idea del mestizaje fue un discurso muy poderoso que se utilizó como herramienta de cohesión social dentro de sociedades heterogéneas, fue una forma de construir sociedades nacionales homogéneas. Sin embargo, en Bolivia «lo que parecía distinguir los discursos protoindigenistas era su poderosa reprobación alegórica del mestizaje (y más específicamente del cholaje) para determinar la pertenencia nacional».18

Estas estrategias discursivas permearon en todos los campos sociales y se expresaron en poderosos dispositivos visuales. Dentro de las discusiones nacionalistas, las construcciones indigenistas permitieron introducir la presencia india dentro del horizonte de visibilidad mestizo-criollo.19 A pesar de este logro, las imágenes no expresaron legítimamente el mundo indígena. Sobre la base de la lógica moderna, las operaciones clasificatorias impusieron un doblez epistemológico a las representaciones, es decir, expusieron una máscara visible, que al mismo tiempo invisibilizó a los indígenas.20 Fue singular el papel que cobraron las imágenes, en muchos casos (desde las vistas documentales hasta las ficciones) se utilizaron para conocer, acercarse y percibir a los indígenas, pero al estar permeadas de la mirada colonial terminaron por distorsionar, negar y, finalmente, exigir la desaparición de las sociedades indígenas.

En sus análisis sobre los recorridos del mestizaje en Bolivia, Javier Sanjinés encuentra que esta política se relacionó directamente con el «centrismo ocular», con el modelo de un «ojo racional» que sintetizó al poder y que ha funcionado para encubrir las contradicciones que se generan en el seno de la modernidad.21

El discurso letrado sobre los indígenas mantuvo una estrecha relación con lo visual y con las «políticas de la representación».22 De manera inversa, en el cine boliviano de los primero tiempos encontramos la estrecha relación de los dispositivos cinematográficos con lo letrado, por ejemplo con el discurso teatral y literario indigenista; otro elemento que le dio sentido a los filmes de los primeros tiempos fueron los poderosos dispositivos visuales establecidos desde la plástica.

Durante este periodo las imágenes y tramas indigenistas no se formularon desde la cotidianidad de las condiciones indígenas, a pesar de su alta presencia social, sino a través de los dramas históricos o de las vistas documentales de los lugares de importancia arqueológica, es decir, desde el pasado indígena. Están, por ejemplo, los registros del profesor Müller, un alemán que filmó sobre su viaje a Tihuanaco (1916); o la película La vestal del sol inca (1920), cuyo argumento estaba basado en la época prehispánica.23 Los filmes indigenistas fueron de suma importancia y abarcaron gran parte de la producción argumental y documental de la época. No es gratuito que los primeros largometrajes nacionales, Corazón aymara (1925) de Pedro Sambarino y La profecía del lago (1925) de José María Velasco Maidana, tuvieran entre sus protagónicos a los indios.

Corazón Aymara
fue el título de un drama de la época, realizado por Pedro Sambarino, basado en las construcciones sobre lo autóctono. El productor de la cinta fue Erns Rivera y, según Gumucio Dagrón, es muy probable que la idea original fuera suya «ya que deseaba cumplir con un compromiso contraído en Alemania, de llevar una película que mostrara la vida de los ‘indios’ bolivianos, que no era tan salvaje como podía creerse en Europa».24 En el primer anuncio sobre la cinta se le presentó como «una contribución del Arte Nativo al primer Centenario de la Independencia y que estudia las costumbres actuales de los autóctonos».25

Los promotores del filme resumieron así el argumento:

Lurpila es la encarnación fatalista de la raza aymara. Sobre ella pesan desconfianzas de su padre Colke Chuíma; los recelos de su madrastra Summa Pankara; los recuerdos amorosos de Kilko; los deseos del mayordomo, y el rencor de su esposo Khana Aru, que la sospecha culpable […] Lurpila lucha con todo y contra todos haciendo brillar su inocencia. Señalada por su madrastra como infiel, contagia sus desconfianzas a Khentuara, indio inflexible como los romanos que castigaban con mano férrea las acciones indígenas, sacrificando sus sentimientos en las personas de los seres más queridos […] Tal es el argumento de Corazón aymara, que mostrará la sobriedad, la docilidad y el espíritu de trabajo de la raza más laboriosa de Bolivia, presentando a la vez su vida a pleno campo y a la sombra de las montañas más elevadas, el Illimani y el Illampu.26

Corazón aymara se estrenó el 14 de julio de 1925, estuvo basada en la pieza teatral de Ángel Salas La huerta y según la prensa de la época todas las funciones fueron acompañadas de «interpretaciones musicales indígenas».27 Ante este acontecimiento fílmico, una nota periodística revela las cegueras visuales de esa época (a pesar de la alta presencia indígena en Bolivia); en el diario La República se reseñó lo siguiente: «A la finalidad educativa y artística de la película hay que añadir otra de más profundo alcance: la de conocer a una raza que cerca de nosotros pasa inadvertida, como un ser ajeno a nosotros y a nuestra civilización».28

En la actualidad la cinta se encuentra perdida y solo hay testimonios de ella a través de la prensa. La recepción da pautas sobre como fue acogida y como representaba a los indígenas bolivianos:

Corazón aymara es uno de los innumerables gritos de aquel clamor de protesta contra la efectiva esclavitud de los indios, esclavitud que se manifiesta con las servidumbres feudales a que siguen obligados, con la indefensión, con la incultura que se han visto circunscriptos deliberadamente, la extorción por parte patrones, corregidores, párrocos y otros elementos más que medran en las aldeas con el beneficio del esfuerzo indígena.29
Los comentarios también sintetizan el ambiente cultural de la época, de marcada influencia arguediana: se exalta un profundo desprecio hacia los mestizos, que eran calificados como «los verdugos de la raza aymara, tan sobria como trabajadora, tenaz en la laucha contra la naturaleza, y laboriosa, altivamente laboriosa, como se ve es la única que sustenta la vida de las ciudades bolivianas».30 Estas estrategias de significación confinaban al indio al campo, lo resguardaban ahí, funcionaban como correlatos para mantener la mano de obra campesina y evitar el cholaje o la urbanidad india, antepuesta a la bondad y pureza indígena ligada a la naturaleza. La finalidad de la segregación y del conservacionismo de la «raza» era alejar al indio del mundo letrado y de los ejercicios de la autorrepresentación, estrategias que habían emprendido los cholos y que habían causado muchos problemas a las elites en el poder.

Más adelante se realizarían La gloria de la raza (1926), de Arturo Posnansky, uno de los precursores de la investigación del pasado precolombino en el país. La cinta estaba compuesta de cuatro actos, entre los cuales el propio realizador, envestido bajo el título de arqueólogo, recorría las huellas indígenas de los urus a Tihuanaco:

Un arqueólogo cruza en una lancha a motor el lago Titicaca en viaje de investigación. Casi como un punto imperceptible en el horizonte divisa con su larga vista una balsa rústica de junco, con la que de tiempo inmemorial navegan los indios, y dirige su embarcación hacia ella. A medida que se acerca divisa que va sobre la balsa un anciano pescador, pero de aspecto venerable y majestoso, no pareciéndose en nada a un hombre de esa condición. Lleva el vestido largo característico de los urus. Variando el rumbo de su balsa, procura desviarse de la lancha que se le acerca con rapidez. El investigador nota que aquel anciano de cabello níveo es, en efecto, un uru, es decir, un miembro de una raza de ese nombre, cuyo último resto vive aún en el Desaguadero, como poster vestigio de la América pre-histórica.31
Estas representaciones estaban ligadas a la monumentalidad del pasado indígena, y gracias a ello acercaron la imagen de los indios a la historia de bronce, a la grandiosidad extinta, pero también a la inmovilidad. Retornamos el tema de la mirada hierática mestiza, que fundó una representación tan inmóvil como las ruinas de Tihuanaco, como un pasado inerte que no volverá, sin contradicciones, sin posible retorno, marcando una línea recta con la degradación de su condición en el tiempo presente. Con esta imagen exterior se construyó: 1) una idea del pasado que minimizó a los indígenas del presente y les impidió verse reflejados en él, y 2) un presente donde los mestizos no reconocían a sus contemporáneos. Estas representaciones de un indio «venerable y majestoso, no pareciéndose en nada a un hombre de esa condición» allanaron el camino que va de la pauperización de la imagen indígena al miserabilismo como dispositivo visual. ¿Qué podían ser los indios del presente frente a la majestuosidad de su pasado?

La censura también intervino en los filmes de temática indigenista, como en la cinta La profecía del lago, que se trataba de una historia sobre el amor prohibido entre un indio y una mujer blanca, relación que la sociedad de la época no toleró. Este tópico del amor interétnico frustrado fue un tema recurrente en los primeros tiempos de la cinematografía silente.

Wara-Wara (1929-30), el filme más importante del cine silente en Bolivia, la primera «superproducción», reconstruía el tema de la conquista española entrelazando otra historia de amor entre las culturas de un español y una indígena. El argumento estaba basado en la obra teatral La voz de la quena, de Díaz Villamil y se desarrollaba durante la conquista española en el área andina, formaba parte de una trágica historia de amor entre un español, el capitán Tristán y una ñusta llamada Wara-Wara, que quiere decir «estrella» en aymara. El padre de la princesa muere en manos de los españoles y ésta permanece escondida varios años hasta que un día de inti raiymi (año nuevo) se encuentra con el capitán español, que hacía un viaje de exploración. Ahí comienza el tormentoso romance. La cinta se estrenó el 9 de enero de 1930 en el Teatro Princesa y fue uno de los primeros largometrajes bolivianos de cine silente que, sin embargo, tuvo que enfrentarse con los inicios de la sonorización, lo que frustró su exhibición en el extranjero.32

Según una publicidad de la época, este amor frustrado por la guerra de conquista «es tiernamente mecido por el legendario lago Titikaka. Pero la realidad los despierta crudamente: ¿logrará Wara Wara ahogar su infeliz pasión y odiar como debe a los que han hecho la desgracia y la ruina de su imperio? Y Tristán ¿podrá matar su amor para abroquelarse fríamente dentro de su corazón de fiero conquistador?»33

Estas relaciones tormentosas, donde se metaforiza el acto de conquista como un evento amoroso, no son nuevas dentro de las narrativas sobre el área andina y el Nuevo Mundo. La representación de la diferencia exótica y del otro mediante la simbolización de las mujeres ha sido un tópico de las representaciones coloniales. En estas primeras formas del cine silente se desempolvó una matriz cultural y un dispositivo de representación de viejo raigambre: la operática inca. Se trababa de construcciones operísticas, románticas y sensuales que abordaban el tema de los incas, su imperio y sobre todo sus mujeres.34 Deborah Poole en su libro Visón, raza y modernidad. Una economía visual del mundo andino descubre que las óperas del siglo XVIII, en las que se imaginó la conquista, constituyeron «el lugar donde deberíamos situar los orígenes tanto del pensamiento racial moderno como de la economía visual de la modernidad».35 Tras realizar un análisis de las óperas clásicas del viejo mundo, Poole, encontró que las mujeres indígenas «figuran no solo como ejemplos de razón, sino como las encarnaciones de los tipos de encuentros perceptivos o sensoriales a través de los cuales se descubría la propia diferencia».36 Dentro de estas obras se revelaron los elementos sensoriales del encuentro con el otro. Tales elementos quedaron soterrados en el discurso moderno de los tipos y la clasificación racial, que tomaron fuerza durante en el siglo XIX y sustentaron las teorías cientificistas sobre la raza y sus diferencias. No obstante, antes de la marca racial y de la clasificación social por medio de razas superiores e inferiores, se formuló el encuentro con el otro como un elemento primigeniamente sensorial. En el plano visual y estético las representaciones de la operática inca imprimieron la razón y la moralidad al cuerpo virginal de la mujer inca.37 En las tramas, el mensaje político se dejó ver como un discurso estético o sensual de placer y deseo. Inscrito en interior de los cuerpos de las mujeres indígenas estaba la bárbara conquista de España.38

El discurso colonial de estética sensual se mantuvo como núcleo duro en la narrativa latinoamericana o andina y fue desempolvado por el indigenismo en las novelas, y sería reconstruido en el discurso crítico de la izquierda militante que reformuló los tópicos de los cuerpos indígenas como espacios de confrontación y luchas por la emancipación. Esto es claro en los primeros discursos del grupo Ukamau, pero no podemos olvidar las reactualizaciones de la operática inca en las primeras ficciones cinematográficas desarrolladas en Bolivia, como punto de partida de las primeras representaciones indígenas asociadas a la corporalidad y a la lucha de dominación inscrita en los cuerpos. Por otra parte, la marca del mestizaje colonial andino está en la frustración amorosa, en el lastre de la imposibilidad y la condena de la mezcla, donde se muestran las profundidades de la colonialidad y la segregación como acta de nacimiento de la América Latina.

El paradigma del indigenismo como dispositivo visual no se desplegó plenamente en el cine, y para comprenderlo se debe analizar su correlato estético impulsado desde la plástica, fundamentalmente en las obras de Cecilio Guzmán de Rojas, donde encontramos en forma visual los tópicos del hieratismo, el disciplinamiento del cuerpo y el sacrificio de los grupos indígenas.

En estás imágenes estáticas la rigidez corporal del indio es lo más sobresaliente, representa, a la luz de nuestro análisis, la suma del incipiente proyecto indigenista de la época basado en el disciplinamiento corporal y moral de las comunidades autóctonas. La rigidez que sintetizó la inmovilidad de la pretendida modernidad de las elites bolivianas y de los regímenes visuales que se impusieron en la Bolivia de inicios del siglo XX. Se exaltó la abnegación como modelo de los grupos indígenas, se les vinculó con la figura sacrificial de Cristo, así como con su cercanía a la muerte, como imposición del triunfo de la naturaleza. Estas miradas estáticas eliminaron el movimiento de la vida y de las identidades, presentaron la imagen indígena sin contradicciones y reedificaron su identidad al utilizarla como soporte de una pretendida identidad nacional.

Frente a esas miradas que pretendieron nombrar para dominar, para controlar y enumerar, la resistencia no se dejó esperar y operó de diversas formas, desde el empleo de la violencia, pasando por la práctica intelectual y la utilización de las herramientas legales, como lo hicieron los tinterillos y abogados cholos, hasta el manejo político de poderosos dispositivos visuales entre los que se encontraron la fiesta y la indumentaria chola.

La historia boliviana se desarrolla en el enfrentamiento y la lucha por los espacios de la representación y las interpretaciones legítimas. Como ha consignado Zavaleta Mercado: «los siglos enteros del país están marcados por los levantamientos o alzamientos», esto lo demuestra el tránsito a lo largo de los ciclos rebeldes «como si Bolivia entera no fuera sino lo que se construyó intramuros de las defensas levantadas contra un territorio poblado por la indiada».39 La violencia ejercida por los grupos indígenas fue y ha sido una forma de incrustarse en los campos de visión establecidos que los pretendieron marginar a lo largo de todo el siglo XX, y a causa de la cerrazón se ha convertido en «el lenguaje fundamental a través del cual el indio formula sus demandas a la sociedad», no podemos olvidar que esa forma de ingreso violento a los campos de visión se realiza dentro del «ciclo rebelde» de 1910 a 1930, que se caracteriza por el resurgimiento de brotes de insubordinación en el Altiplano, desde la rebelión de Pajaques en 1914, la sublevación de Caquiaviri en 1918, la insurrección de Jesús Machaca en 1921 y los movimientos endémicos e intermitentes en Achacachi entre 1920 y 1931.40

En el ámbito urbano, los grupos sindicales anarquistas realizaron también eficaces actos de visibilización; además, fue en el orden de la lucha femenina se enfrentaron a los regímenes hegemónicos de visión. Las organizaciones de la Federación Obrera Femenina tuvieron una movilización activa donde pugnaron por la ciudadanización plena y por demandas específicamente femeninas y cholas como el uso del transporte por parte de las trabajadoras domésticas, la apertura de mercados seguros e higiénicos y la lucha por la construcción de un mercado de flores. En un fuerte proceso de lucha por la inserción en la política y en la negociación de sus demandas, el activismo de las mujeres planteó «una ciudadanía multicultural encarnada en la chola o mujer de pollera».41 Pero lo fundamental para este análisis de las pugnas por el poder interpretativo, fue el cuestionamiento del orden de lo visible donde se subvirtieron los paradigmas hegemónicos sobre «lo indígena», cuando las dirigentes de estas movilizaciones exhibían en público sus «costos faluchos y topos (joyas indígenas) de oro» que cimbraban los estereotipos de pobreza construidos sobre el mundo indígena.

Resultados bifurcados de la Revolución de 1952

Desde ese mismo momento, construimos un nuevo arte,
 elaboramos una nueva concepción artística…
[e] hicimos del arte un instrumento de liberación.

Alfredo Franco Guachalla42

de alguna manera cuando nosotros comenzamos a hacer cine veníamos, éramos hijos de la Revolución del 52 y creíamos en esa revolución, creíamos en la urgencia de la transformación estructural de la sociedad boliviana. No nos interesó la participación política directa,
 el partidismo, pero vimos que nuestro cine podría ser utilizado
como un instrumento que complementa,
que coadyuve a ese proceso liberador político y social.

Jorge Sanjinés43


La Revolución de 1952 fue un acto fundante para el cine boliviano y para toda la estética a partir de este acontecimiento, tanto por su impacto en cuestiones materiales, como por la apertura al surgimiento de los exponentes más importantes del siglo XX; además, en este periodo social se trazaron los temas y las formas que marcarían las producciones estéticas posteriores.

Seis días después de la insurrección popular del 9 de abril de 1952, arribó al país Víctor Paz Estenssoro, a quien se le delegó el poder político institucional; en el avión del caudillo llegaron dos camarógrafos argentinos, Juan Carlos Levaggi y Nicolás Smolij, encargados de hacer la propaganda estatal del nuevo régimen por medio de imágenes. Lo importante es el papel y la significación que cobraron sus imágenes para la fundación del imaginario de una revolución nacional que construía su ideología desde el gobierno. Con la llegada del Movimiento Nacionalista Revolucionario al poder institucional se inauguró el despliegue de la ideología del nacionalismo revolucionario, acompañada de su compleja intersección discursiva expresada en una variedad de ideologemas,44 que sirvieron para gestar visualidades hegemónicas.

En esos años, la producción cinematográfica se renovó, primero con la formalización del Departamento Cinematográfico del Ministerio de Propaganda e Informaciones; y segundo, la creación del Instituto Cinematográfico Boliviano (ICB), fundado por decreto supremo el 20 de marzo de 1953.45 Este instituto sería el primer organismo de producción cinematográfica, al que pronto se adscribirían los mejores cineastas nacionales. Jorge Ruiz y Jorge Sanjinés han reconocido la marca que les imprimió la revolución nacional y su participación en la gesta de esa nueva concepción artística cuya principal encomienda fue la de comunicar la emancipación y el nacionalismo. Además de la creación del ICB, se formuló todo un plan de consolidación de instituciones que apuntalaron este proceso, tales como la reforma a la educación o la creación de la Secretaría de Prensa.

Con el ICB se contribuyó a la cimentación de un imaginario de la revolución. En el cine se condensó «la posibilidad de acabar con la desarticulación» del país, como parte de un paradigma social que creía que la tecnología cumplía la tarea de comunicar y desarrollar el territorio nacional; sin embargo, este proceso se postergo durante muchos años.46 Desde sus primeros meses, el Estado revolucionario comenzó a apuntalar la singularidad de este nuevo régimen de visión mostrando los beneficios del nuevo gobierno. En palabras del ministro de Prensa e Informaciones, lo que se intentaba era:

demostrar al pueblo boliviano en forma fehaciente los beneficios que obtendrá con la nacionalización de las minas […] en tal sentido los distintos departamentos del ministerio de prensa se encuentran abocados a la tarea de redactar folletos ilustrados, informaciones y programas radiales, afiches, en fin, todos los medios posibles de conocimiento, que al llegar hasta las grandes masas obreras del país, afiancen la revolución y sus postulados.47
La nueva forma de este régimen visual estuvo marcada sobre todo por la creación de los noticiarios fílmicos, la edición masiva de folletos, la publicación de panfletos que hablaban del cambio revolucionario, la difusión de material gráfico y el desarrollo del muralismo. Toda esta estética se instauró para comunicar y crear otra conciencia nacional, cuyo contenido principal era marcar la diferencia y el antagonismo con el antiguo régimen. Los noticiarios fílmicos jugaron un papel informativo y homogeneizador; el cine fue un medio de propaganda para mostrar «las obras y el espíritu revolucionario del gobierno nacionalista».48 A través de miles de fotogramas se difundió el soplo populista mediante las imágenes de grandes movimientos de masas, donde se exaltaban los nuevos valores nacionales; también se incluyó en los noticiarios y documentales «bailes y canciones folklóricas de las diversas regiones del país [poniendo] el énfasis de la grandeza de Tihuanacu y los incas como símbolo de una raza que recobraba sus tierras y se hacía poder como un brazo armado de la revolución».49 El espíritu propagandístico se valió de todos los medios posibles para difundir la ideología del MNR, uno de ellos fue el empleo de exhibiciones cinematográficas fuera del ámbito de las salas de cine, el ICB contaba con equipos móviles que mostraban en el área rural cintas habladas en quechua y aymara.50

Por otro lado, el muralismo se dio a la tarea de crear la «síntesis simbólica de la historia del país»,51 construyó la épica del pueblo boliviano en busca de su liberación. En los murales de Alandia Pantoja, por ejemplo, la opresión de los indios se universalizó, «en tanto resultado catastrófico del sistema capitalista, pero también en tanto posibilidad de confrontación liberadora de la nación».52 Esta construcción épica se retomaría en las imágenes en movimiento, ante todo en la cinta El coraje del pueblo.

Quedaron atrás las imágenes mudas del cine de los primero tiempos; sin embargo, la herencia de la estética protoindigenista se mantuvo en las producciones del ICB. Durante el primer periodo de este organismo (1952-1956), como departamento y después como instituto, se produjeron 136 noticiarios, 17 documentales breves y un cortometraje de ficción, bajo la administración de Waldo Cerruto. De esa producción destaca el documental Amanecer indio (1952), donde se reconstruyó el mundo indígena prehispánico para exaltar su grandeza y legitimar su presencia en el territorio boliviano; se le vinculó también con los festejos del día del indio y con el anuncio del derecho al voto universal. El esfuerzo era claro, afianzar al «campesinado» como base social del MNR e integrar a los grupos originarios a la nación. Un año después se realizó La leyenda de la cantuta, un ensayo de ficción, estructurado mediante una narración en off al estilo de los noticiarios, que retomaba el lirismo de «los tiempos fundacionales del cine silente». En este filme se exaltó el pasado «escenificado en sus ruinas y la presencia oportuna del lago Titicaca como locus mítico de la cultura y la historia».53

La temática indígena se trasladó vertiginosamente a los debates actuales sobre la indianidad por medio del género documental. Las representaciones indígenas estuvieron marcadas por la «episteme ideológica» del nacionalismo revolucionario, ese campo discursivo donde se organizaron, definieron y clasificaron los objetos sociales y políticos, donde se pusieron en operación sus respectivos ideologemas.

Notas
* El texto pertenece al capítulo 2 de la tesis para obtener el grado de Maestra en Estudios Latinoamericanos, bajo el título: La insurrección de las imágenes. Cine, video y representación indígena en Bolivia. Este trabajo de diploma fue presentado en la Universidad Nacional Autónoma de México.

1 Carlos D. Mesa Gisbert, La aventura del cine boliviano (1952-1985), p. 20.

2 Alfonso Gumucio Dagrón, Historia del cine en Bolivia, p. 34.

3 Eric Hobsbawm, Naciones y nacionalismo desde 1780, p. 151.

4 Ibidem.

5 Véase Benedict Anderson, Comunidades imaginadas. Reflexiones sobre el origen y difusión del nacionalismo.

6 En especial dos rollos, numerados 9 y 15, que presentan la imagen de varios indígenas. El primero muestra una serie filmaciones realizadas según algunos informantes entrevistados en el proceso de catalogación del Fondo en Latacunga, región central de la sierra ecuatoriana, que muestran a los danzantes de Saquisilí. El segundo presenta varios retratos de lavanderas indígenas probablemente filmadas a orillas del lago San Pablo, en la Sierra Norte. En Christian León, «Racismo, políticas de la identidad y construcción de ‘otredades’ en el cine ecuatoriano», Revista Chilena de Antropología Visual, núm. 5, Santiago, Chile, julio 2005, pp. 91-100, en esp. p. 94.

7 La película se inscribe dentro una serie de iniciativas promovidas en los años veinte desde la sociedad civil y el Estado para la colonización del oriente ecuatoriano y la incorporación de los grupos subalternos. Ibidem.

8 Ibidem.

9 Silvia Rivera Cusicanqui, Oprimidos pero no vencidos. Luchas del campesinado aymara y qhechwa, 1900-1980, p. 71.

10 Brooke Larson, «Indios redimidos, cholos barbarizados. Imaginando la modernidad neocolonial boliviana (1900-1910)», en Magdalena Cajías et al. (comps.), Visiones de fin de siglo. Bolivia y América Latina en el siglo XX, pp. 27-48, en esp. p. 27.

11 Silvia Rivera Cusicanqui, «El mito de la pertenencia de Bolivia al ‘mundo occidental’. Réquiem para un nacionalismo», Temas Sociales, núm. 24, La Paz, Bolivia, 2003, pp. 64-100, en esp. p. 64.

12 Silvia Rivera Cusicanqui, Oprimidos pero no vencidos. Luchas del campesinado aymara y qhechwa, 1900-1980, p. 73.

13 Ibidem, p. 65.

14 Cecilia Salazar de la Torre, «Identidad nacional y conciencia reflexiva. La figura del indio en la plástica boliviana del siglo XX», p. 52.

15 Brooke Larson, op. cit, p. 28.

16 Rivera explica la existencia del abigarramiento social como resultado de contradicciones no coetáneas en la sociedad boliviana «ancladas en tres horizontes históricos de diversa profundidad»: el horizonte colonial, el horizonte liberal y el horizonte populista. lvia Rivera Cusicanqui, «La raíz. Colonizadores y colonizados», en Xavier Albó y Raúl Barrios (coords.), Violencias encubiertas en Bolivia, pp. 33-35.

17 Ibidem, p. 29.

18 Ibidem.

19 Javier Sanjinés, El espejismo del mestizaje, p. 37.

20 Ibidem, p. 78.

21 Ibidem, p. 10.

22 Ibidem, p. 40.

23 Cronología del cine boliviano (1897-1997), p. 4.

24 Alfonso Gumucio Dagrón, Historia del cine en Bolivia, p. 69.

25 Ibidem, p. 70.

26 Ibidem, p. 71.

27 Ibidem, p. 70.

28 Ibidem, p. 73.

29 Ibidem, p. 71.

30 Ibidem, p. 72.

31 Ibidem, p. 87 [Las negritas son mías].

32 Ibidem, p. 127-128.

33 Verónica Córdova, «Cine boliviano. Del indigenismo a la globalización (primera parte)», Fotogenia, primer suplemento especializado en cinematografía, año I, núm. 1, La Paz, Bolivia, septiembre de 2006, pp. 3-4, en esp. p. 3.

34 Deborah Poole, op. cit., p. 52.

35 Ibidem, p. 263.

36 Ibidem, p. 52.

37 Ibidem, p. 67.

38 Ibidem, p. 72.

39 René Zavaleta Mercado, «Consideraciones generales sobre la historia de Bolivia», en Pablo González Casanova (coord.), América Latina. Historia de medio siglo, vol. 1, América del Sur, 13a ed., México, Siglo XXI, 2003, pp. 74-128, en esp. p. 107.

40 Silvia Rivera Cusicanqui, Oprimidos pero no vencidos. Luchas del campesinado aymara y qhechwa, 1900-1980, pp. 65 y 79.

41 Silvia Rivera Cusicanqui, «Construcción de imágenes de indios y mujeres en la iconografía post 52: el miserabilismo en el Álbum de la Revolución», Tinkasos. Revista Boliviana de Ciencias Sociales, La Paz, Bolivia, noviembre de 2005, pp. 133-156, en esp. pp. 135-136.

44 Luis H. Antezana, «Sistema y proceso ideológico en Bolivia (1935-1979)», en René Zavaleta Mercado, (comp.), Bolivia hoy, p. 60.

45 Alfonso Gumucio Dagrón, op. cit, p. 189.

46 Mikel Luis Rodríguez, «ICB. El primer organismo cinematográfico institucional en Bolivia (1952-1967)», Secuencia. Revista de Historia del Cine, segunda época, núm. 10, Madrid, julio de 1999, pp. 23-37, en esp. p. 27.

47 Iris Villegas y Pablo Quisbert, op. cit., p. 722.

48 Alfonso Gumucio Dagron, op. cit., p. 190.

49 Carlos D. Mesa Gisbert, La aventura del cine boliviano (1952-1985), p. 53.

50 Iris Villegas y Pablo Quisbert, op. cit., p. 725.

51 Fernando Calderón, «Memoria de un olvido: el muralismo boliviano», p. 20.

52 Cecilia Salazar de la Torre, «Identidad nacional y conciencia reflexiva. La figura del indio en la plástica boliviana del siglo XX», p. 89.

53 Mike Luis Rodríguez, op.cit., p. 28.


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Ana Daniela Nahmad Rodríguez (México, D.F, 1981). Licenciada en Historia por la Facultad de Filosofía y Letras de la UNAM. Grado obtenido con mención honorífica por la defensa de la tesina El indio imaginario. Representaciones indígenas en el cine y la cultura. De Eisenstein a Raíces. Maestra en Estudios Latinoamericanos por la UNAM aprobada con mención honorífica con la defensa de la tesis La insurrección de las imágenes. Cine, video y representación indígena en Bolivia, México, 2009. Actualmente es candidata a doctora por el Posgrado de Estudios Latinoamericanos con la investigación Estéticas en resistencia. La imagen de los oprimidos en el cine de intervención política latinoamericano. Años 60-80.

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