Algunas bestias se abre con un plano cenital de una isla a la que llega la familia protagonista. Como si alguien observara desde las alturas a ese grupo de personas compuesto por los abuelos, la madre, el padre y sus dos hijos. Desde la distancia, pero viéndolo todo. El film es el resultado de esa observación desde lo que empieza como una isla paradisiaca y luminosa y finaliza en un infierno familiar casi tenebroso.
Todos hemos estado en alguna reunión familiar que empieza de forma alegre y bienintencionada y que finaliza como el rosario de la aurora. En este caso, el motivo del viaje familiar es la presentación a los abuelos del proyecto de su hija y su marido de montar un hotel con encanto en un paraje paradisiaco para que les ayuden a financiarlo.
Pero como es esperable en toda reunión familiar cinematográfica, las cosas se tuercen. Poco a poco van aflorando las viejas rencillas, los reproches cruzados más o menos leves y el mar de fondo familiar en un crescendo agravado por la situación de encierro de los personajes. Las relaciones de poder entre las distintas generaciones y las tensiones que generan asoman. La brecha generacional convertida en diferencia de clases sociales. Y la película se va volviendo más oscura. La fotografía, el sonido o la puesta en escena pasan de un tono luminoso y ligero a uno más tenebroso e incluso terrorífico. El bosque que parecía un lugar de esparcimiento se convierte en un lugar amenazante, inseguro y hasta vetado.
Pero como en toda familia que se precie, el peligro está dentro. No está ahí fuera. Y llega la secuencia de la polémica. Pocos reproches se le pueden hacer a la forma en la que está interpretada y rodada. La cámara de Riquelme se mantiene fija y alejada y sólo un actor con la capacidad y el talento de Alfredo Castro es capaz de hacer digerible la atrocidad que presenta. Lo que es más cuestionable si era necesario llegar a tanto para transmitir el mensaje de la película al espectador.