CRÍTICA



  • La falta que me hace, se construye alrededor de la añoranza
    Por Alberto Ramos


    Como el propio título anticipa, A falta que me faz (Marília Rocha, 2009) se construye alrededor de la añoranza, de algo o de alguien, sea el amor o el amante aquello cuya “falta” se acusa con vehemencia. Llama la atención, en primer lugar, la singularidad del contexto y de la mirada: Curralinho, una localidad perdida en la sierra del Espinazo, Minas Gerais, donde la directora descubrió a las protagonistas cuando investigaba acerca de la cosecha de flores con miras a un documental. Como resultado, el proyecto cambió de dirección y se enfocó en las vidas de cinco jóvenes afrobrasileñas: Alessandra, Valdênia, Priscila, Shirlene y Paloma, unidas por intereses que se refieren a su condición femenina, más allá de lazos familiares, obligaciones domésticas o la carga de pobreza y aislamiento que gravita por defecto sobre su existencia. Una condición en trance —escindida entre las ensoñaciones amorosas de la adolescencia y la inminencia de una vida adulta erizada de dudas y desafíos—, que la cámara va descubriendo gradualmente mientras las sigue en sus rutinas hogareñas, las noches de fiesta en el bar del pueblo o las escapadas al macizo montañoso, donde rumian sus penas frente al paisaje. Penas de amor, claro está.

    Sus confesiones giran alrededor de novios, maridos, padres, hijos..., cuyas figuras (reales o simplemente evocadas) atraviesan discretamente la escena, reducidas a un anonimato que tiene algo de iconográfico, pura utilería de un discurso que en otros momentos se vuelve hacia las miserias del grupo, a las inevitables rencillas y traiciones, olvidadas al final en nombre de la amistad. Sus historias, tomadas en conjunto, barren el espectro de realidades y expectativas propias del momento en que viven. Paloma, la menor, disfruta despreocupadamente el fin de la adolescencia y se inicia en el vocabulario de los rituales adultos (véase la escena en que lee un poema y otras frases sueltas, pura “escuela de la vida”, pegados en la pared por Alessandra). Valdênia y Shirlene se sienten cómodas con la idea del matrimonio y la maternidad. La primera espera un hijo hacia el final, y la otra termina por marcharse con el novio; es la única, por lo demás, que decide probar fortuna más allá del pueblo. Priscila y Alessandra, en cambio, no se hacen ilusiones y defienden orgullosas su libertad. Son los personajes más trabajados, sin dudas por ser los más complejos; la suya es una mezcla de candor y lucidez en que el metarrelato romántico vendido por la cultura masiva coexiste en pie de igualdad con la conciencia de la compañía masculina como eterno vector de agresiones, incertidumbre y desamor. De ahí que ambas se muestren inseguras ante el futuro, como deja ver la extensa conversación con Alessandra, una curtida madre soltera, que da cierre al documental.

    Buena parte de las entrevistas, que poco a poco adquieren un tono más íntimo e informal (al punto de trastocar los roles de entrevistador y entrevistado en algún momento), transcurren en exteriores, los de una sierra cuya impresionante geografía se identifica simbólicamente con la figura humana, en una inteligente incorporación del entorno, de las pistas descubiertas y los paralelismos que avizora la mirada del cineasta. En la lógica del encuadre que las enfrenta al grandioso espectáculo de la cordillera, los cuerpos estatuarios y renegridos de las jóvenes se asimilan al áspero relieve montañoso, al tiempo que su vibrante sensualidad evoca las corrientes de agua que se abren paso entre los farallones. El título en inglés Like Water Through Stone, cuya traducción literal sería “como agua a través de la piedra”, resume esa doble, contradictoria naturaleza del cuerpo que dialoga metafóricamente con el paisaje hasta convertirse en una extensión del mismo. En uno y otro quedan inscritas las marcas de la pasión amorosa, caligrafía del deseo que se inmortaliza en nombres, versos y dibujos toscamente garabateados sobre la superficie desnuda de la roca, el tronco de los árboles, las paredes de un cuarto o la carne misma del amante. Tatuajes que ya asoman en el collage fotográfico del prólogo, un rompecabezas de piernas, torsos y rostros al que se suman poemas emborronados en un papel amarillento y flores artísticamente colocadas al borde de una ventana, junto a un nombre tallado en la madera, mientras al fondo alguien musita una canción; toda una puesta, en fin, que sienta el tono decididamente romántico de la escena.

    Otra significativa aportación al discurso proviene de la música popular. En Cena de um filme, la canción cuyas primeras estrofas se escuchan al comienzo (dichas en off por una de las muchachas), el argumento gira en torno a la pérdida de la amada. El círculo se cierra en el epílogo, donde la añoranza se convierte en alucinación, el sueño acariciado del reencuentro, cuando la cámara abandone a Shirlene para enfrentarse súbitamente al paisaje vacío e irrumpa la voz desgarrada de Arthur H., interpretando Je rêve de toi. El timing es perfecto porque la melodía entra justo cuando la mirada se desplaza de los rostros al brazo de Shirlene aferrándose al torso del joven, de manera que la sutura no opera solo en el plano sonoro, sino también visual, asociándose a la fragmentación de la figura humana en el comienzo. Aquí, sin embargo, se trata de una pareja escapando a toda velocidad hacia el futuro, en contraste con la desolación del cuerpo femenino detenido en el tiempo (el de la foto fija) y el fetichismo del tatuaje como única compañía. Por último, y aunque con toda probabilidad se trata de una mera coincidencia, valdría la pena consignar que A falta que me faz es el título de una pieza musical, interpretada por la banda brasileña de rock Udora, en que el amor vuelve a ser la presencia elusiva que motiva la queja del amado: “pienso en todo lo que nunca tuve / y siento la falta que me hace”.

    La obra de Rocha se ubica en una de las zonas más fértiles del género en Latinoamérica. Desentendiéndose del documento social a ultranza, A falta que me faz inquiere en otras dimensiones de la experiencia humana, más íntimas, aunque no menos problemáticas. Ni testimonio ni retrato psicológico, aunque de alguna manera los incluya. Tampoco un interés manifiesto en narrativizar (si bien la historia transcurre a lo largo del invierno, es difícil establecer una cronología, dada la escasez e imprecisión de las marcas temporales). ¿Qué queda entonces, como no sea el proceso (en este caso, un ritual de paso visto desde la pluralidad del grupo)? Secuestrados del contexto original (ver la escena del comienzo que refiere el encuentro con las recolectoras, construida desde una serie de tomas fijas que se cierran sobre la figura humana hasta “apropiársela”), los personajes reaparecen en escenarios domésticos como la casa o la taberna, relegadas a simples abstracciones en virtud de la intensa fijación de la cámara sobre aquellos. El resultado es altamente teatral, mero juego de escena supeditado a la voz humana y a la intensidad de la vivencia subjetiva que esta incorpora. Voces que desde la sensibilidad de Marília Rocha reivindican, así sea oblicuamente, una alteridad paradigmática (mujer, negra, pobre, aislada) que nos sorprende y estremece en su cercanía.


    (Fuente: Reseñado en el Festival de Rotterdam 2010)


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