CRÍTICA



  • Central do Brasil
    Por J. J. M.


    Esta película se ha convertido en una de las grandes sorpresas de la temporada. Basta ver la cantidad de premios y candidaturas que ha recibido en los festivales y eventos más variados. Un envidiable palmarés que confirma la alta calidad formal y antropológica del film, punta de lanza del renacimiento del cine brasileño y una sugestiva aportación al nuevo cine social, género en auge desde hace ya varios años.

    El éxito en 1995 El cuarteto, de Fabio Barreto, y la candidatura al Oscar 1997 a la mejor película en habla no inglesa de Cuatro días de septiembre, de Bruno Barreto, ya anunciaron que algo se estaba moviendo en la cinematografía brasileña, que había decaído en la primera mitad de los noventa. Pero los hermanos Barreto han desarrollado en Hollywood parte de sus carreras. De modo que es más significativa la excelente acogida internacional de Estación Central de Brasil, dirigida por Walter Salles, un cineasta nacido en Río de Janeiro en 1956 y que ha desarrollado allí casi toda su producción.

    Hasta ahora, Salles era conocido sobre todo por sus documentales Socorro Nobre y Krajcberg, o poeta dos vestígios, que cosecharon numerosos premios. En 1995 codirigió con Daniela Thomas el también multigalardonado largometraje de ficción Terra estrangeira. Y el mismo dúo ha dirigido recientemente la película Minuit, para la cadena de televisión franco-alemana Arte.

    Quizá el mérito principal de Walter Salles en Estación Central de Brasil haya sido el de cambiar el rumbo de una cinematografía bastante estática, como la brasileña, abriéndola a los estilos fílmicos en boga, sobre todo en Europa, pero sin renunciar al rico sustrato estético y argumental que nutrió el Cinema Novo brasileño de los años 50 y 60. Un sustrato que dio al cine directores de la talla de Nelson Pereira dos Santos, Lima Barreto, Roberto Santos, Glauber Rocha o Ruy Guerra.

    Novo Cinema Novo
    En realidad, Salles ha revivido el espíritu de aquellos grandes creadores tomando como modelo el nuevo cine social europeo. En una mirada atenta de Estación Central de Brasil se pueden descubrir muchas de las claves estilísticas y éticas de directores como los británicos Mike Leigh (Secretos y mentiras), Ken Loach (Lloviendo piedras), Peter Cattaneo (The Full Monty) o Mark Herman (Tocando el viento); el francés Robert Guédiguian (Marius y Jeannette, De todo corazón); el italiano Gianni Amelio (Lamerica), el finlandés Aki Kaurismäki (Nubes pasajeras), o los españoles Miguel Albaladejo (La primera noche de mi vida), Juan Manuel Cotelo (El sudor de los ruiseñores) o Benito Zambrano (Solas). El propio Salles reconoce su deuda con muchos de ellos y también su fascinación por los cineastas chinos Chen Kaige (Adiós a mi concubina), Zhang Yimou (¡Vivir!) y Hou Hsiao Hsien (El maestro de marionetas).

    Estos excelentes puntos de referencia han facilitado a Salles un atractivo equilibrio estético y antropológico, que le permite purificar las deformaciones ideológicas —la mayoría, de raíz marxista— del cine político de hace décadas y, a la vez, distanciarse decididamente de las frívolas visiones hedonistas —carnavales, samba y demás— que ofrecen de Brasil otras películas recientes, como Tieta de Agreste, de Carlos Diegues. «Prefiero retratar la vida real de la gente —ha señalado el propio Salles—, no la imagen que nos quiere dar la Oficina Central de Turismo de Brasil; ni la opuesta, la de un país hundido en la miseria y la violencia, y en el que nada puede cambiar. Es mentira que no pueda cambiar».

    No es de extrañar que la prestigiosa revista francesa Cahiers du Cinéma haya inventado para él, y para otros directores brasileños de su generación —como Luiz Fernando Carvalho, Carla Canuratti, Cecilio Neto o José Araújo—, el término Novo Cinema Novo. Una expresión que podría tener equivalentes en otros países latinoamericanos, donde algunos jóvenes directores están llevando a cabo su particular proceso de purificación del marxismo, sin renunciar a un cierto rescate de los restos de su naufragio. Ahí estarían, por ejemplo, los argentinos Eduardo Mignogna (Sol de otoño) y Eduardo Milewicz (La vida según Muriel), o los chilenos Andrés Wood (Historias de fútbol) y Sergio Castilla (Gringuito).

    Una historia universal
    El interés de este nuevo neorrealismo lo confirma el hecho de que Estación Central de Brasil ha sido coproducida por la francesa Martine de Clermont-Tonnerre —productora de las últimas películas del cineasta serbio Goran Paskaljevic (La otra América y On the Powder Keg)— y por el suizo Arthur Cohn, ganador de cinco Oscar de Hollywood —tres a la mejor película en habla no inglesa y dos al mejor documental— y productor de varias películas de Vittorio De Sica: El jardín de los Finzi-Contini, Siete veces mujer, Los girasoles, Amargo despertar.

    El caso es que el espléndido guión de Joao Emanuel Carneiro y Marcos Bernstein logra despertar un interés universal, primera condición básica de cualquier buena película. Su argumento aprovecha la idea clave del documental Socorro Nobre, del propio Walter Salles. En él describe la singular relación epistolar entre una presidiaria iletrada y un anciano y culto escultor, que hace preciosas esculturas a partir de troncos quemados. Esa correspondencia sirvió a la mujer para encontrar un nuevo sentido a su trágica vida.

    En Estación Central de Brasil, esa capacidad redentora de las relaciones humanas, incluso en forma epistolar, late a lo largo de toda la azarosa odisea del protagonista, un chaval de nueve años llamado Josué. Al morir su madre, Josué es rescatado de la calle por Dora, antigua maestra, pícara y encantadora, que se gana la vida escribiendo cartas a las personas analfabetas en la principal estación ferroviaria de Río de Janeiro. A ella acuden obreros, campesinos y sirvientas con la esperanza de encontrar a familiares desaparecidos, de hacer revivir amores marchitos o, simplemente, de ser escuchados.

    Con el tiempo, Dora se ha endurecido, hasta el punto de que ha olvidado la trascendencia de su trabajo y lo considera como una simple fuente de ingresos. Así que ahora selecciona con indiferencia las cartas que deben ser enviadas y las que no. Pero su encuentro con Josué le va a cambiar la vida. Primero intenta sacar partido económico al chaval, vendiéndolo a una turbia organización de adopciones ilegales y tráfico de órganos humanos. Pero su balbuceante conciencia la obliga a rectificar y a enfrentarse con esa violenta mafia. De modo que a Dora sólo le queda una salida: ayudar a Josué a encontrar a su padre, desaparecido desde hace años. Ambos emprenden así un largo viaje hacia el noreste de Brasil, que les unirá el uno al otro y les enfrentará con estilos de vida mucho más humanos que los de la gran ciudad, que les devolverán la ilusión de vivir.

    Cine de búsqueda
    El propio Salles ha definido Estación Central de Brasil como una película de búsqueda —«Un niño que busca a su padre, una mujer que busca su corazón y una nación que busca sus raíces»—, que trasciende su apariencia intimista jugando con el recurso de que, en portugués, padre (pai) y país (país) son casi la misma palabra. Y ha logrado recrear esa búsqueda de una identidad perdida —personal y nacional— con optimismo y apertura de miras, pero sin rebajar su alto contenido dramático, social y moral. «Se puede decir —ha señalado el propio Salles— que Estación Central de Brasil ha sido el resultado de una exhaustiva preparación de muchas semanas y de una aceptación del choque con lo real, que modifica profundamente la textura de la película.»

    Este enfoque aprovecha al máximo la sugestiva concepción que tiene Salles del hecho de viajar, en cuanto posibilidad de conocer nuevas concepciones de la vida, aceptar la diferencia y ganar en tolerancia. De modo que la película consigue un equilibrado fresco humano, siempre entrañable y a ratos bastante divertido, que da muchas luces sobre las consecuencias del individualismo materialista, a la vez que exalta la poderosa capacidad transformadora del afecto familiar, la amistad, la solidaridad y el amor; en definitiva, de la apertura a los demás.

    El propio director describe estas ideas en los siguientes términos: «Desde el principio, mi idea era que Dora representara esa cierta cultura de la indiferencia, del individualismo, del cinismo, característica de los años 70 y 80 en Brasil y en todo el mundo neoliberal. Dora representa un orden que, para mí, es necesario cambiar. El niño representa la posibilidad del cambio. Cuando muere la madre, el niño recusa su destino de "niño de la calle" y reescribe su propia historia a través de la acción, en concreto, a través de su afán por encontrar a su padre. Al hacer este movimiento en dirección al padre, el niño se "rebautiza" y se le abre la posibilidad de una segunda oportunidad. Así, la película evoluciona de un país de la indiferencia y la impunidad hasta un país de la solidaridad, del descubrimiento del afecto, del encuentro con los demás. Ésta es la trayectoria que la película intenta ofrecer».

    De nuevo, la familia
    Como se ve, Salles nada contracorriente de muchos valores dominantes. Y, al igual que han ido haciendo muchos de los "directores sociales" europeos antes citados —la mayoría de ellos, de izquierdas, como Salles—, recupera la familia como una fuente de solidaridad y progreso moral.

    «Yo procedo de una clase totalmente privilegiada de Río de Janeiro —ha señalado el propio director—. Cuando procedes de esa clase social acomodada tienes dos posibilidades: o no mirar a nadie o participar en una posible transformación de la realidad. En mi caso, aunque sea mínimamente, a través de una película. Respecto al tema familiar, tengo la impresión de que las familias disfuncionales, en estado de disgregación se han convertido en un cliché cinematográfico. Hasta el punto de que mostrar ahora una familia normal, unida, es casi una novedad. Me pareció mucho más interesante resolver la cuestión de la identidad del niño con un encuentro familiar normal pero que resultara explosivo. Además, así tenía la posibilidad de tratar a fondo la cuestión del afecto familiar y de la solidaridad.

    »En la reunión final, Dora comete por primera vez el pecadillo de la generosidad, que es para ella transformador y libertario, porque le permite mirar a la vida de otra forma. Sin generosidad, uno se condena a una soledad terrible, que es lo que se muestra al inicio de la película. Uno puede tener mucho dinero, pero, si no tiene en cuenta a los demás, debe pagar el alto precio del abandono y de la muerte del deseo. Al principio, Dora no tiene deseo de nada, ni siquiera sexual; y a medida que descubre el mundo, va ampliando el horizonte de sus objetivos, lo que en la película se remarca visualmente con una mayor profundidad de foco y con un cambio en el color; el monocromatismo inicial va cambiando, hasta que invade la pantalla una paleta de colores azules, verdes y rojos, mucho más vivos.»

    La religión como fuente de solidaridad
    Sorprende también el sugerente tratamiento que se da a la religión. Desde las primeras secuencias en la estación, con su singular capilla pública, hasta la populosa procesión del Niño Jesús, Salles mira a la religión con respeto, como una indudable fuente de solidaridad y de ganas de mejorar para mucha gente. En boca de un divertido camionero evangelista pone el guión una auténtica declaración de principios: «Todo es cuestión de voluntad; sólo Dios tiene el poder». Y es también muy significativo que Salles eligiera para la promoción internacional de la película un fotograma en el que aparece Josué en lo alto de la cabina del camión de ese personaje, justo encima de la leyenda «Com Deus sigo o meu destino» («Con Dios sigo mi destino»).

    No renuncia Salles a hacer una cierta distinción crítica entre el sentimentalismo un tanto vacío y puritano de las sectas protestantes, y el vitalismo, más realista y pegado al terreno —aun en su versión folclórica—, del catolicismo. Sin embargo, casi siempre mantiene una mirada comprensiva y cariñosa a ambas realidades. Al fin y al cabo, a él le interesa más la eficacia emocional que le permite el rico mestizaje cultural característico de la sociedad brasileña, elemento clave de esa identidad perdida que la película propugna recuperar tras varias décadas de perniciosos movimientos migratorios, dentro del propio Brasil y hacia el extranjero. El riesgo de esta visión es que la religión quede reducida a un simple dato ambiental. Pero, en Estación Central de Brasil, el distanciamiento inicial se convierte, por misteriosos mecanismos, en una clara implicación final, de modo que las convicciones religiosas acaban por empapar también a los personajes principales.

    Una vez más, se aprecia el exquisito respeto por la realidad del que ha partido el director brasileño. «Creo que la posición del cineasta ha de ser como la del documentalista, que debe tener un gran respeto hacia lo que ve —ha señalado Salles—. Yo no soy muy religioso —soy ateo y todo eso...—; pero durante un año hice pesquisas en la región central de Brasil, y allí comencé a percibir una relación muy directa entre religiosidad y necesidad. En la medida en que los poderes terrestres no te ofrecen educación suficiente, seguridad social, servicios de salud básicos..., los hombres sienten la necesidad de pedir a otra instancia superior, que pasa a ser de orden religioso. Esto no explica todo el espectro de la relación de la gente con la religión, pero esclarece una buena parte. Cuando vi el respeto hacia la religión que tenía esa gente de la calle, resolví incluirlo en la narrativa de la película. Al fin y al cabo, esa gente era el objeto de la película. Mi posición fue la de respetar el respeto que ellos tenían; no intentar hacer un juicio dogmático sobre esa realidad, sino mirarla con una cierta inocencia y dejar que el espectador juzgara por sí mismo».

    Rica iconografía
    Todo lo dicho enriquece enormemente la ágil y esmerada puesta en escena. La clave quizá esté en que Salles ha puesto la rica iconografía externa al pleno servicio de los personajes, a los que llenan de humanidad un excelente elenco de actores. En sus trabajos se aprecia especialmente esa atractiva combinación de madurez y frescura que caracteriza al conjunto de Estación Central de Brasil, y sobre todo en las soberbias interpretaciones de la veterana Fernanda Montenegro y del niño Vinícius de Oliveira, que debuta en esta película.

    El caso es que la ternura, la piedad, el dolor, las ganas de luchar del argumento tienen su correspondiente reflejo visual en una realización llena de lirismo y credibilidad, que logra plenamente esa «integración orgánica de idea y forma» que, según el gran cineasta ruso Andrei Tarkovski, define a las verdaderas obras de arte.



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