CRÍTICA



  • Hijos: el testimonio encuentra la ficción
    Por Lorena Cancela


    Como su título lo indica Hijos trata sobre la apropiación de niños durante la última dictadura militar en la Argentina. Su director, Marco Bechis, es el mismo que en 1999 realizó Garage Olimpo, película con la que Hijos guarda más de una relación. En principio porque actualiza lo que en aquella quedaba en el plano del fuera de campo imaginario. Luego, porque al hacer concreto lo imaginario, Hijos representa el horror de vivir siendo otro. Muy lejos de La historia oficial (1985), la película de Luis Puenzo que abordaba el mismo tema pero eligiendo una forma narrativa clásica, Bechis fragmenta la linealidad narrativa, tratando de articular las distintas capas de tiempo y los distintos acontecimientos en relato.

    Una película argentina: La fe del volcán, de Ana Poliak –ante la que el público local permaneció en gran medida indiferente, al igual que en su momento con Garage Olimpo y Vidas privadas– también abordaba el tema. Aunque partiendo de historias diferentes en la película de Poliak también se hablaba de los hijos, bastaba querer mirar.

    Unidos por la experimentación, la forma en la que Poliak y Bechis tratan de dar cuenta de la herida es buscando un punto de vista “otro” –un encuadre– profundo, cercano, desamparado con respecto a cualquier convención plástica, fotográfica o narrativa que responda a algún tipo de canon. El hecho concreto es que en ambas películas el narrador no está afuera de la historia, no ocupa ningún lugar privilegiado con respecto a lo que se cuenta: está adentro.

    Y el espectador también. Está adentro a pesar de que, como en este caso, la mayor parte de esta historia transcurra en Milán. Al igual que Irak, Milán también queda muy cerca. Es en este sentido que puede entenderse que, aunque Rosa, una joven argentina que va en busca de su hermano a Milán, no parezca argentina (por su modo de vestirse, por su poca preocupación por el dinero, etc.), esto importa poco. No hay verosímil porque no puede haber verosímil.

    El film comienza con un prólogo en el que un grupo de personas practica paracaidismo: allí veremos por primera vez a quien más tarde conoceremos como Javier. Seguidamente, conocemos también a la familia de Javier: mamá (Stefanía Sandrelli), papá (Enrique Piñeyro) y él (Carlos Echevarría). Los encuadres de la casa donde habitan, presumiblemente en las afueras de Milán, dan cuenta del encierro simbólico en el que viven los protagonistas.

    Es que a pesar de los saltos desde el avión, Javier está encerrado. Sus caídas son la continuación de una historia nefasta y la concreción de aquello que en los ’70 Pasolini denominó discurso indirecto libre a través de la pregunta: “¿quién mira en el cine?”. Pregunta que aquí se convierte en: ¿A quien corresponde el punto de vista luego de un salto? ¿A quién corresponde el plano que mira fijo la puerta del avión mientras cae?

    Cuando aparece Rosa, en principio vía e-mail, diciéndole que es su hermana gemela, Javier desconfía. Luego, poco a poco, irá escuchando lo que ella tiene para contarle y así empezarán un viaje que los trasladará a Barcelona donde, juntos, romperán la historia oficial, descubrirán la mentira que los “padres” de Javier armaron para él.

    Entonces, al primer espacio opresivo de la casa el film opone la posibilidad que tienen los personajes de circular: por trenes, por barcos, por mails. Poco a poco las “imágenes cristal” –para Deleuze, imágenes donde se funden el pasado y el futuro, aquí representado por los sonidos de los tambores que acompañan la mayor parte de la proyección– darán paso a una imagen presente y a una movilización concreta: Los actos de repudio, o “escraches”, que llevan adelante los hijos de desaparecidos. Imagen documental que permite al cine reencontrarse con su gesto inicial: ser memoria viva de la humanidad.


    (Fuente: Revista otrocampo)


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