Rompecabezas, presentada previamente en San Sebastián 2009, y la Berlinale y el BAFICI del 2010, es un ejemplo de opera prima acertadamente austera, que evita correr grandes riesgos y es consciente de lo que puede lograr con escasos elementos bien explotados. La directora y guionista Natalia Smirnoff desarrolla una estructura básica y muy clara: elige un personaje hermético, lo ubica en un entorno citadino, capta un instante de cambio, lo sustrae de su hábitat y lo escolta rumbo a una aventura que le ayuda a reinventarse. Parece sencillo, pero no siempre el resultado es satisfactorio, como sí lo es en este caso.
Un hecho fortuito, la rotura de un plato en una reunión familiar, que está filmado con paciencia y detalle, empuja a una diligente ama de casa a descubrir el talento que no esperaba poseer en una actividad recreativa que anima el trabajo mental, precisamente las ocupaciones que no realizaba por dedicarse, casi por instinto, a las labores domésticas. La habilidad de armar rompecabezas es el hilo que la lleva fuera del hogar, a entablar una relación temblorosa, primero competitiva y luego romántica, con un experimentado jugador que se asombra por su estilo singular y plena efectividad. Es que María del Carmen (la extraordinaria María Onetto, tan inspirada como en La mujer sin cabeza de Lucrecia Martel), más que la cabeza, rompe sus ataduras, sin estrépito, con la dulzura de una repostería.
Smirnoff no apura el paso, se toma su tiempo, edita relajada, hace las sinopsis necesarias. Contempla la tensión de la protagonista y sus vacilantes pasos en planos dilatados, la acompaña con la cámara en mano, bamboleante, encuadra cómo coge delicadamente las piezas y casi conversa con ellas, sus dedos las acarician como lo haría con sus seres queridos. El relato marca, entonces, un camino de desalienación, o quizás de una alienación mayor, en la que la dimensión lúdica se convierte en ejercicio vital y la rutina familiar se observa de reojo desde otro ángulo, físico y mental, en medio del nuevo emprendimiento que encuentra su abnegación. Ciertamente, intérpretes como Arturo Goetz y Gabriel Goity facilitan el trabajo a una autora novel, pero Onetto es un diamante pulido, capaz de echarse al hombro una película entera, con ese semblante que a la vez proyecta desamparo y atrevimiento, y que la está haciendo una actriz de culto en su país y fuera de él.