CRÍTICA



  • Vigencia del subdesarrollo
    Por Edgar Soberón Torchia


    Una de las razones por las que Memorias del subdesarrollo (Tomás Gutiérrez Alea, 1968) despierta admiración, es la vigencia de su planteamiento inicial, no solo en el ámbito de Cuba, sino de toda América Latina y quizá de todo el denominado Tercer Mundo: «Aquí todo sigue igual» es la célebre frase que Sergio Carmona (Sergio Corrieri) profiere al observar la cuidad a través de un telescopio. Hoy la frase resuena en cada rincón y cada esquina, después de décadas convulsas en que las promesas de nuevas sociedades se desvanecieron, o en mucho se matizaron.

    La secuencia ambientada en el aeropuerto, que abre la cinta en 1961, cuando sus padres y su esposa Laura abandonan el país, aborda las contradicciones de la relación heterosexual (mujer mantenida-hombre proveedor), que siguen aún en vigor, como el «Me has desgraciado» que más tarde reclamará Elena (Daisy Granados), la adolescente de origen proletario que lleva a Sergio a corte, por seducirla con un vestido elegante. El matrimonio opresivo que Sergio sostuvo con Laura (Yolanda Far, en una composición de mujer vacua y neurótica), es el significativo preámbulo de la relación entre Sergio y Elena. Esta aventura erótica ocupa el mayor tiempo de proyección, y concluye con el proceso en que la corte dictamina el aún imperante veredicto en detrimento de la mujer. El egocéntrico y misógino Sergio, por supuesto, piensa que «Por una vez triunfó la justicia».

    Sergio es un verdadero parásito que vive al margen de la dinámica violenta y subdesarrollada de su entorno, como lo ilustra la admirable secuencia de créditos, ambientada en un baile popular amenizado por Pello el Afrokán. Esta secuencia funciona como unidad demostrativa de todo el filme: en el rostro congelado de la negra que baila después de un crimen, está resumido el sentimiento global de Memorias del subdesarrollo. Luego, al ser inserta en el transcurrir de la historia, con planos de Sergio en el baile que no fueron incluidos previamente, la secuencia confirma la otredad ideológica (y hasta biológica) del personaje en la sociedad.

    No es extraño, entonces, que afirme que encontró lo mejor que le sucedió en su vida, su mujer ideal, en Hannah, una extranjera rubia y aventurera, como sigue ocurriendo en nuestros días con tantos otros Sergios. Su posición de observador le permite escuchar una serie de frases que todavía son lugares comunes, mientras los incrédulos (como su familia y su amigo Pablo) sigan volviendo el rostro hacia el Norte, en búsqueda de algún Mesías rubio, extranjero y aventurero: «Los americanos saben hacer muy bien las cosas. Ellos saben hacer que las cosas funcionen», acompañada del clásico «Yo me voy de aquí», porque «Yo no soy como ellos» (la gente, que le parece «cada día más estúpida»).

    La definición del subdesarrollo, de acuerdo con Sergio, es motivada por las actitudes de Pablo, su mejor amigo, y de Elena. (Un tercer personaje, Noemí —joven bautista de la ciudad de Matanzas, interpretada por Eslinda Núñez—, es quizá uno de los elementos más inconexos del filme, y parece operar solamente como un factor que revela la represión sexual de la pequeña burguesía criolla.) En el contexto latinoamericano, los bienes superfluos de consumo quizá nos hagan creer que tenemos actitudes y pensamientos muy diferentes al cubano, pero las variables del subdesarrollo son similares. Pablo (Ornar Valdés) es el desarraigado y fanfarrón «cretino» que se imagina mejor en otro decorado que no sea la «Tegucigalpa del Caribe» (como Sergio bautiza a La Habana revolucionaria), y que representa lo que Sergio no quiere ser. Por su parte, de acuerdo con Sergio, Elena es la inconstancia ambulante: es inconsecuente, pura alteración e incapaz de «sostener un sentimiento, una idea, sin dispersión». Y añade: «Esa es una de las señales del subdesarrollo: la incapacidad para relacionar las cosas, para acumular experiencia y desarrollarse.»

    Nosotros, los espectadores, tenemos la ventaja de confirmar que nada parece acumularse en este escritor frustrado y ex propietario de una mueblería y un edificio de apartamentos, en este hombre de 38 años que siempre trata de «vivir como un europeo» (aunque Elena y la gente lo aterricen en el subdesarrollo), que decidió permanecer en Cuba para observar los efectos de la Revolución, que trata de transformar a una muchacha simple que canta boleros y baladas cursis, en connaisseuse del arte clásico. Y cree que no pasa nada. Sigue sin entender nada, aunque piense demasiado, aunque trate de substraerse como ente pensante que percibe críticamente a la gente que «necesita que alguien piense por ellos». Minimizado por el entorno (como lo ilustra un elocuente plano en el malecón, mientras camina y a sus espaldas se levantan grandes olas), cuando estalla la crisis de los misiles de octubre de 1962, Sergio se sumerge entre sus fantasmas en un elocuente montaje de interiores, contrapunteado por imágenes del pueblo cubano dispuesto a enfrentar otra invasión.

    En este sentido, Memorias del subdesarrollo es también un filme de espacios, abiertos y cerrados, que evocan imágenes de fragmentos de tiempos que subsisten solo en la memoria: la casa de su amigo rico de la infancia, Francisco de la Cuesta; el prostíbulo, la escuela de Hannah, la casa de Ernest Hemingway, la tienda por departamentos «El Encanto», su propio apartamento.

    La segunda razón por la que Memorias del subdesarrollo —a 31 años de su estreno— sigue siendo relevante, es su condición paradigmática de los discursos cultural y político de la década de los años 60 y, en particular, de 1968, año emblemático de rupturas, confrontaciones y posturas radicales. Como otros monumentos del cine latinoamericano, estrenados ese mismo año (La hora de los hornos, Lucía, LBJ), Memorias del subdesarrollo es ejemplo contundente de la confluencia madura de las vanguardias estética e ideológica de su momento, de la experimentación del lenguaje audiovisual y el proyecto político. Si para algunos críticos, 1968 es fecha clave para la elaboración de un discurso audiovisual posmoderno, y 2001: una odisea del espacio, su concreción, al título británico de Stanley Kubrick habría que añadir estos filmes latinoamericanos.

    El primer indicio lo encontramos en la secuencia de la mesa redonda a la que asiste Sergio, «Literatura y subdesarrollo», en la que participan el autor de la novela que inspira el filme, Edmundo Desnoes (y de quien se mofa la voz en off de Sergio), Rene Depestre, Gianni Toti, David Viñas y Salvador Bueno. A estos se suma Jack Gilbert, un norteamericano en la audiencia que confronta el anticuado sistema de mesa redonda en una sociedad revolucionaria. Ante la controversia, Sergio reitera que no entiende nada y añade: «Las palabras devoran las palabras.»

    De esta manera, la película se anticipa, como si el debate fuera el preámbulo de la crisis del lenguaje que caracterizará a las siguientes décadas. El cuestionamiento del lenguaje oral, de textos e imágenes (al que se sumarán la caída de los metalenguajes, los universos de Freud, Marx, Nietzsche, Sartre, Fanón, y otros tantos), influye sobre el discurso estético de la película, y han moldeado el fin de siglo y sus productos de consumo cultural. Memorias del subdesarrollo es un buen ejemplo de esa fragmentación discursiva. Para que no quede duda, el mismo Alea, en una aparición especial como sí mismo, le explica a Sergio que utilizará los fragmentos de filmes cortados por la censura batistiana, en una película de «esas que son como un collage, donde se puede meter de todo».

    La película es, por supuesto, Memorias del subdesarrollo. En ella hay la característica apropiación posmoderna de diversas fuentes para elaborar el producto: elementos de ficción junto a recursos del documental, melodrama juntó al cine directo; carteles y titulares de periódicos, además de ubicarnos en tiempo, sirven a veces de comentarios irónicos; fotos, tanto de la vida de Sergio como del bautismo de Noemí, adquieren dimensión y connotación diversas en el encierro del protagonista; grabados de negros esclavos e imágenes de niños, ilustran una especie de minirreportaje sobre los índices de muerte infantil en América Latina, semejante a una cápsula televisiva; una gira turística por la casa de Hemingway, narrada por su antiguo criado, marca la separación entre Sergio y Elena; un extenso montaje sobre los invasores prisioneros de Playa Girón, reforzado por fragmentos de Moral burguesa y Revolución, sirve para ilustrar el carácter de Pablo, quien desea enmendar su pasividad durante la lucha contra Batista, e intervenir en la labor contrarrevolucionaria, para poder «funcionar cuando esto se caiga». Algunos fragmentos de noticieros y reportajes, y un discurso de Fidel Castro, coexisten en la ficción con otros recursos elaborados directamente para la película, como la grabación de la discusión con Laura, que dispara dos momentos dramáticos de la cinta.

    El resultado es impactante, debido a una búsqueda intensa en la expresión fílmica. Como señala el crítico estadounidense Robert Stam, la alianza de las dos vanguardias no es natural, debe ser forjada. Las dos vanguardias, unidas por un impulso de rebelión común, se necesitan concretamente una a la otra. Mientras que la estética revolucionaria sin política revolucionaria es a menudo fútil, la política revolucionaria sin la estética revolucionaria es retrógrada, como si se vertiera el nuevo vino de la revolución en viejas botellas de formas convencionales, y se redujera el arte a crudo instrumento al servicio de mensajes prefabricados.

    Aunque Alea ya había dado al cine algunas obras de ficción meritorias (sobre todo, dos en el género de la comedia, Las doce sillas y La muerte de un burócrata), su quinto largometraje es verdaderamente un hito en la evolución del cine cubano, del cine latinoamericano y del drama vanguardista. Memorias del subdesarrollo bien merece su sitial en esta lista, y, a pesar de que el filme endosa las transformaciones, el cambio y la no-permanencia de ciertos credos y modos de ver el mundo, las razones que le otorgan su valor imperecedero quedan como referencia y legado para futuros cineastas del mundo entero.

    Tomado de Cien años sin soledad. Las mejores películas latinoamericanas de todos los tiempos. Carlos Galiano y Rufo Caballero (compiladores), Editorial Letras Cubanas, La Habana, 1999.



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