CRÍTICA



  • Música salvadora
    Por Juan Antonio González


    Solveig Hoogesteijn es una convencida defensora del poder redentor del arte. Ella misma reconoce que durante su juventud, la posibilidad de estudiar escultura fue lo que más la ayudó a controlar y soportar los dilemas de la adolescencia. Ciertamente, cada vez que se comprueba como muchos de los integrantes del Sistema Nacional de Orquestas Juveniles e Infantiles de Venezuela han podido mantenerse a salvo del “influjo corruptor” de las zonas rojas en las que habitan (la afirmación no pretende erigirse en ley), historias como la de la niña que protagoniza la nueva película de Hoogesteijn, Maroa, y las de los muchachos que pueblan el documental de Alberto Arvelo, Tocar y luchar, resultan absolutamente conmovedoras, inspiradoras (sin atribuir a la palabra carga moral alguna).

    Y aunque el filme de uno y de la otra poseen formatos e intenciones distintas, pese al tronco común que los une, basta recordar que una de las líneas definitorias del cine de Hoogesteijn es la de la permanente presencia de los personajes femeninos enfrentados a difíciles circunstancias personales, familiares y sociales. Ese es el perenne objeto de estudio de la cineasta.

    En el caso que nos ocupa, Maroa (Yorlis Domínguez) es una niña de 11 años que vive en uno de los tantos barrios de Caracas donde la diferencia entre la vida y la muerte puede estar en una bala perdida, en un inesperado enfrentamiento de bandas rivales o en una no deseada redada emprendida por policías corruptos. Esta chica podría ser, pues, fácil víctima del entorno en que está comenzando a crecer: sin padres conocidos, criada y explotada por su abuela y rodeada de delincuentes, drogadictos y policías abusadores.

    Sin embargo, el oscuro destino avizorado para esta chica de fuerte carácter es torcido un inesperado día en el que ella acompaña a un amigo a robar reproductores de carros en el estacionamiento del Teatro Teresa Carreño. Mientras ella vigila que no aparezca nadie, escucha los acordes de una composición de Mozart en clarinete. Sin entender muy bien de que se trata, entre Maroa y la música surge un vínculo íntimo, secreto.

    Dicho vínculo coloca a la joven en el camino de un profesor de música español llamado Joaquín (Tristán Ulloa). Entre maestro y discípula se establece una relación de mutualismo en la que, por un lado, la niña descubre que en la música está la posibilidad de seguir un rumbo mucho más digno del que le ofrecía su barrio, y por el otro, el músico comprende que su vida puede ser mucho más productiva de lo que ya es.

    Muy bien actuada por Domínguez y Ulloa, además de por la admirada Elba Escobar como la joven abuela de la protagonista, con Maroa, Hoogesteijn vuelve a regalarle al público local esa visión absolutamente preciosista y tropical de los barrios caraqueños, aunque en momentos no se respete la lógica espacial de la ciudad (una misma secuencia fue filmada en locaciones relativamente distantes, lo cual causa cierto desconcierto en los conocedores de la geografía del valle).

    Pero el comentario anterior es una tontería al lado de una historia decididamente esperanzadora que, también, no ignora la sensualidad que nos distingue, porque en ocasiones Maroa se muestra como una especie de Lolita de cabello ensortijado cuya atracción por su maestro de música no pasa de ser, para su fortuna, una nueva expresión del amor platónico.


    (Fuente: mipunto.com)


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