CRÍTICA



  • Un heróe de apariencia ordinaria
    Por Jorge Esponda


    Dentro del panorama más reciente del cine peruano, Días de Santiago  (ópera prima de su realizador), es sin duda la más interesante realización. El seguimiento al itinerario existencial de un heróe de apariencia ordinaria adquiere niveles insólitos dentro de lo que se había visto anteriormente. La lucha interior del ex combatiente por sobrevivir en la ciudad y bajo sus reglas no se desarrolla aquí como un alegato social sino hacia un más allá, hacia un nivel mucho más profundo e indistinguible. Es la enfermedad del hombre y su conflicto con los peores adversarios: su propia mente y espíritu.

    Santiago (potente actuación de Pietro Sibille) es un ex combatiente de la Marina de Guerra del Perú acostumbrado a imponer una forma de orden lejos de la civilización. Allá donde los ojos acusadores de cualquier ente pasivo y pensante no se atreven a mentar la ley. Allá donde se viven los restos de lo que fue una cruenta lucha contra el terrorismo en su peor época y una fracasada y corta bronca con un país vecino, que puso en evidencia el abandono de esas zonas producto del patológico centralismo. Como él mismo se define, allá era alguien. Un hombre de acción que como león enjaulado debía someterse a otras reglas de regreso a la gran capital. El conflicto entre su particular ideología con la de la polisémica y caótica Lima (y de cualquier seña de vida y convivencia) es el centro mismo de la película.
    Conflicto que se desenvuelve en los diversos episodios que se suceden alrededor del ex héroe convertido en expresión de tantos otros jóvenes de otras ficciones nacionales cuyos problemas tangibles (desempleo, desarraigos familiares) son los elementos reguladores de insatisfacciones más profundas. El caso de Santiago es insólito pues carga consigo el recuerdo poderoso de cuanto acto realizó como parte de su formación de joven pero que paralelamente le otorgó una especie de estatus, casi como dueño de su propio destino. Por ello se imagina con la invariable y terca consigna de dar la última palabra. Su obsesión por el control de todo apenas si se resume en una frase parca pero precisa: “sin orden nada existe”. Casi recuerda al reyezuelo Kurtz de Apocalypse Now pero como si hubiera regresado a la lustrosa Norteamérica solo para lamentar la pérdida de su precioso trono allá en la jungla.

    Pero el caso de Santiago es el de una tragedia personal, mínima, intrínseca, la de un joven tratando de reinsertarse a un sistema que no entiende. Un sistema cuya defensa fue motivo de su lejano viaje a una realidad paralela de la cual ha regresado convertido en otro (tal vez en otro iluminado). Así lo vemos tentando todas las vías posibles: la de un trabajo, la de los estudios, la del amor y la amistad. Pero en todas ellas habrá de fracasar por algo incomprensible para los demás salvo para él y los espectadores que lo seguimos y escuchamos. Lejos está de afectarse por su disfuncional y humilde familia, ni mucho menos curarse (así su mujer sea enfermera). Sus sorpresivos arrebatos son apenas la explosión de su peculiar percepción cuando choca con la realidad de la convivencia con otro ser humano (contaminante) al cual no permitirá acercarse demasiado como para perturbar sus escapes en blanco y negro. El color de la variada y bullente vida alrededor es demasiado contraste para su línea vital y mental.

    Y la película crea su interés en base a la contrastada y conflictiva mirada hacia esa trayectoria errática casi en círculos (como la de cualquiera pateando latas). La ruidosa realidad de cláxones y combis, de pitos y griteríos, de caminatas y tropezones de la informal Lima solo puede ser evitada si crea alrededor de él una barrera que lo aísle, una barrera mental que como siempre no tardará en lindar con la locura. Más bien los únicos momentos de paz serán los vividos allá en algún simulacro de misión en la punta del cerro o en la extensa playa donde el horizonte parece ser lo único armónico en el mundo. Tal trayectoria lo acerca a un ser fantasmal al cual distinguimos nosotros pero nadie más a su lado.

    La puesta en escena hace de estas luchas y contradicciones su forma narrativa misma. Ese conflicto entre el blanco y negro y el color es total y expresivo como pocos intentos similares en nuestro cine. Luce como el encendido y apagado de esa furia y dolor, como la de ese león deambulando de un lado a otro de la jaula. Lejos está de una representación realista a secas, va mucho más allá. Ni siquiera las míseras y bizarras apariencias de algunas partes del paisaje limeño habrán de darle gran peso como retrato realista a pesar de lo llamativos que resultan (habría que citar el empeño de la dirección de arte en algunos momentos). El contexto apenas si sirve para expresar todo el alterado mundo interior del protagonista y aún así consigue paradójicamente el mejor retrato de la juventud peruana actual, crecida en medio de una sociedad que apenas cicatriza heridas pasadas. Heridas que como las de Santiago no se distinguen a simple vista.


    (Fuente: www.cinencuentro.com )


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