Conociendo quién distribuye en América Ciudad de Dios, el segundo filme de Fernando Meirelles, no resultan del todo sorprendentes muchos de sus aspectos más ostensibles: violencia tarantiniano-scorsesiana, narración guiada por la voz over (a veces un poco engañosa) de uno de los personajes, puesta en escena del tiempo y el destino a través de un tratamiento ingenioso del azar y las coincidencias, circularidades y simetrías varias, procedimientos que recuerdan por momentos ya el discurso publicitario, ya el video-clip, etc. Hay que decir sin embargo que tales notas supuestamente previsibles se convierten a la larga en elecciones respetables cuando se advierte la presencia de un rigor, un vuelo narrativo y un respeto por lo que se narra poco comunes.
Pero, sin ir más lejos, uno y otro costado ya estaban presentes en Domésticas, el filme anterior de Meirelles y, por lo que sabemos, su ópera prima. No de modo idéntico, claro está: el costumbrismo más o menos amable de esta se contrapone con el salvajismo de bajos fondos de su último filme; ambos tienen sin embargo una impecable factura cinematográfica; ambos terminan finalmente, contra lo que podría suponerse conociendo las premisas, dando mucho que pensar en torno a los temas que tratan.
Ciudad de Dios comienza con una serie de planos brevísimos, rítmicos, que muestran los preparativos de un almuerzo colectivo y que acompañan a los créditos: entre planos detalle de veloces cuchillos, de volátiles en vías de despellejamiento, de preparación de alimentos con fondo musical de video-clip, aparece un primer plano de la víctima, una gallina que recuerda quizás por semejanza o contraste el avestruz final de El fantasma de la libertad, sobre todo teniendo en cuenta –la reminiscencia no sería tan gratuita después de todo– que la secuencia presagia una fuga zigzagueante por los callejones de una favela. La fuga da lugar al primer encuentro: la gallina perseguida por una banda de narcotraficantes se topa con el protagonista, Buscape ("Petardo" para los a menudo lamentables subtítulos castellanos, voz que hubiera sido conveniente reemplazar por "Buscapié"), situación especular, suspendida en el absurdo, donde se produce la intervención de la voz narradora, rememorante, que –casi al borde de la muerte, se podría pensar– recapitulará largamente las décadas del 60 y del 70 en la ciudad del título.
La Cidade de Deus es una favela enorme, especie de ciudad satélite de Río de Janeiro, en la que el gobierno comenzó a apiñar en los 60 —nos dice el narrador— multitud de familias sin techo del interior del país. Rara vez saldremos de este lugar, reconstruido por la memoria del protagonista, trajinado de modo muchas veces criminal por parientes, amigos y conocidos. Este omnipresente trabajo de la memoria en el que se adentra el filme, da pie para la exclusión espacial y social que al parecer fue una de las objeciones principales de la crítica en su país de origen, si atendemos a las notas en sentido contrario publicadas en Criticos.com.br, excelente sitio brasileño de crítica cinematográfica en la red: la falta de un contexto totalizador, al parecer —se dice— convertiría a la violencia de los narcotraficantes en un espectáculo más, desvinculado de la órbita de sus condiciones de posibilidad políticas, sociales y económicas. Aquí entra sin embargo en juego el rigor narrativo al que aludíamos: el narrador es alguien de la favela, las contadas salidas de esta que realizamos son a él debidas, a medida que su mundo se va abriendo a la "otra" ciudad, no de modo tranquilizadoramente didáctico o turístico como querría la condescendencia de una corrección cualquiera, sino en concordancia con sus verosímiles limitaciones e ideas preconcebidas.
Uno de los méritos del filme radica en que el contexto totalizador no viene dado de antemano –o desde afuera– por una didáctica desdeñosa o, incluso, de modo más culposo si cabe, por el consabido despliegue estelar (a diferencia de lo que suele ser el caso en muchos films estadounidenses que pretenden retratar submundos varios, los actores de la obra de Meirelles son en su inmensa mayoría maravillosamente amateurs, sino que dicho contexto asoma al final como mera posibilidad entrevista en función de la profesión a la que tendía conscientemente y que termina abrazando un poco al azar el protagonista: un medio, individual y ambiguo en última instancia, de salir de la favela. Esta salida de la favela, siempre postergada, incluso imposible como parecen insinuar los destinos trágicos de tres personajes, la realiza el filme en última instancia de un modo esencialmente simbólico, a través de un ser zigzagueante y afortunado, que anda sin rumbo fijo por no saber muy bien lo que quiere, y asimismo por la entrada y sobrevuelo constante hacia el final de los medios de comunicación, con su apoteosis en los créditos de cierre, cuando vemos los rostros verdaderos de muchos de los personajes en material de archivo que reproduce puntualmente escenas del filme.
Especie de recordatorio de que quizás solo el cine puede (todavía) permitirnos ver de otra manera (de alguna manera) las indiscernibles "historias reales" de la televisión. El periplo y los mundos de Fernando Meirelles, ¿se asemejarán quizás con el tiempo a los de Walter Salles, en términos de un inicio promisorio, aparentemente lúcido, y de una posterior creciente asimilación a ciertos cánones "internacionales"? Es de esperar que no.