CRÍTICA



  • Nazareno Cruz y el lobo, una fábula de Leonardo Favio
    Por Francisco Bardales


    Cuestionar la importancia de Leonardo Favio para la cultura popular latinoamericana de todos los tiempos a estas alturas del partido resulta casi un despropósito. No hay duda alguna de su enorme talento, expresado no solo en la actuación, sino también en la música.

    Es el cine, sin embargo, quien nos ha develado al Favio inspirado, visceral -como siempre- pero lúcido en su planteamiento. Un autor de primera, referente ineludible de una época experimental, cercano a las tradiciones del pueblo, pero sobre todo un retratista apasionado y tierno de fábulas cósmicas, en las que la humanidad es puesta a prueba a través de personajes que se convierten en arquetipos de conductas cotidianas, embarcados en épicas bizarras y rocambolescas, en las que el mito y la realidad se unen de acuerdo a la propia estructura narrativa del cineasta.

    Nazareno Cruz y el lobo (también conocida como “Maldición”), estrenada en 1975, resulta una de las cumbres de una carrera cinematográfica que incluye entrañables títulos como Crónica de un niño sólo (1964), El romance del Aniceto y la Francisca (1966) y Juan Moreira (1973), entre otras. En su momento Nazareno consiguió más de 3 millones de espectadores y la categoría de una de las películas más taquilleras de la historia del cine argentino, no superada hasta el momento.

    Favio se basa en la leyenda popular de la maldición que cae sobre el séptimo hijo varón, condenado a convertirse en lobo en noches de luna llena y desatar el caos y el temor entre los habitantes de los campos. La advertencia que cae sobre el pequeño Nazareno Cruz (interpretado en su versión adulta por el recordado actor Juan Camero), hecha por una bruja es fulminante: logra mantener su humanidad siempre y cuando no se enamore, nunca, bajo ninguna circunstancia.

    A partir de este argumento aparentemente sencillo, Favio construye una genealogía dominada por el exceso, por la imaginación, por el realismo mágico y por la religiosidad vista desde un lado pagano y festivo, pero trágico al mismo tiempo. Nazareno encuentra el amor, de casualidad, en las manos de una dulce chica de cabellos rubios y piel blanca llamada Griselda, sin saber que va camino a su infortunio. Aparece en escena el mismo Diablo que le hace una oferta: aceptar toda la riqueza del mundo a cambio de dejar atrás su naciente e invencible amor, o rechazarlo y quedarse vagando en el mundo como un animal salvaje y nocturno.

    Hay un estilo bien marcado que enmarca el desarrollo onírico de la trama. Esas voces en off (una locución digna de radioteatro), ese planteamiento teatral –no teatrero– de los espacios, la maravillosa banda sonora, plagada de referentes muy cercanos a la generación de los setenta.

    En medio del planteamiento estructural, se lucen los personajes, inolvidables. El Diablo o Satán (interpretado por Alfredo Alcón), por ejemplo, es una metáfora propia del Mal, que se ha resignado a su condición, y busca tentar a Nazareno con un fin más bien de redención que de interés. También el de la Bruja Lechiguana, que predice el futuro de Nazareno o el de la niña Fidelia, que nunca crece, cercana a Nazareno, pero también siniestra en medio de su aparente ternura o carácter inocuo.

    Nazareno ama a Griselda y sabe que tendrá que convertirse en lobo. Lo ineluctable del amor y el destino funcionan como una pieza de relojería, que abre canales hacia caminos alucinados.

    El pueblo teme que la maldición se concrete, teme al niño, ahora adulto, ya animalizado. Pero también, en el fondo, se conduele de los hechos. No hay más que matar para sobrevivir. Se coloca entonces la disyuntiva de la lucha mitológica entre el hombre y la bestia.

    Leonardo Favio se nutre del folclore de su pueblo y ese es precisamente su mayor triunfo. Hace una obra muy personal, compleja, pero con un tema que le es cercano a todo el mundo, aquello que también lo nutre de atemporalidad y de interés, más allá del tiempo.

    Resulta admirable el estilo narrativo de Nazareno Cruz y el lobo precisamente porque nos evoca mitos, leyendas, escenarios que ya hemos transitado. Aquellos que nutrieron nuestra cosmovisión personal. Aquellos que nos transmitieron, de generación tras generación, de modo oral. Aquello que fue como el soundtrack de nuestra infancia. Lo que nos conecta con nuestros abuelos y padres, con nuestra historia viva.

    Esta película nos retorna a los orígenes, usando para ello fantasía, romanticismo y dosis de maldad. Conecta al ciudadano ejemplar con su lado silvestre, con su esencia erótica y cercana al caos. Pero, al igual que todos los grandes cineastas, muestra a un autor preocupado no solo en transgredir, sino en maravillarnos con su lenguaje, con su poesía de lo cotidiano, con su búsqueda del realismo mágico, con su particular punto de vista sobre el amor y la tragedia.

    Nazareno Cruz y el lobo es épico, en suma, al estilo de las historias que nos contaron de chiquillos, un símbolo que navega en nuestra memoria y un filme de visión imprescindible.


    (Fuente: Cinencuentro.com)


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