CRÍTICA



  • Gasolina, violencia rociada con Gasolina
    Por Raciel del Toro


    Julio Hernández Cordón no le interesan las elipsis, porque la vida real no es como usualmente vemos en las películas; en la vida real no hay elipsis. En el primer plano de la cinta lo deja planteado: un personaje va a robar gasolina, chupando una manguera que ha introducido en el tanque del carro, ¡pero en la vida real hay que chupar seis veces, no una ni dos, seis!, y escupir, como hiel indeseable, el hidrocarburo que caprichosamente se introduce en la boca antes de llenar el garrafón. 

    Gasolina (2008), primer largometraje de ficción de Julio Hernández Cordón, es un veraz reflejo de la realidad que aqueja a Guatemala; un fragmento de esa realidad, enfocada desde la enajenación y la simpleza que proyectan tres jóvenes, cuya existencia está determinada por el flirteo con una violencia que siempre está latente, a flor de piel.

    Gerardo, Nano y Raymundo son muchachos que aún no han llegado a la mayoría de edad. Son personajes de clase media, enclaustrados en el aislamiento del condominio; chicos arrogantes que no han encontrado un sentido para con sus vidas y que todavía dependen de la dadivosidad de mamá. Con la pretensión de llenar el vacío de las noches, los tres amigos roban gasolina de los carros de sus vecinos y la utilizan para deambular en el automóvil de uno de ellos. Pero el paseo nocturno se convierte en un recorrido donde cada situación es un debate entre las contradicciones propias de la pubertad, los sueños y la inercia, y un cuestionamiento de la amistad entre adolescentes que, si normalmente suelen ser crueles, estos tres ponen a prueba constante la relación que existe entre ellos, asentada de manera endeble en la camaradería provisional y circunstancial.

    Temas trascendentes y álgidos de la realidad —el embarazo precoz y no deseado, la incomunicación entre padres e hijos, la violencia (sobre todo la violencia)— son afrontados por Julio Hernández en un tono de tragicomedia. Que uno de los chicos recorra la ciudad con una risible capa sobre la espalda a modo de súper héroe; que un hombre, agachado de forma ridícula, quiera sacar a golpes al joven escondido bajo el chasis de un auto porque ha embarazado a su hija; que los muchachos intenten vender un artefacto de sonido descompuesto y que, al probarlo, provoquen la ira de una decena de adolescentes porque le quitan la corriente eléctrica a la sala de videojuegos; esos detalles son los que descontinúan la delgada línea divisoria que existe entre lo cómico y lo serio, lo frívolo y lo profundo.

    Gerardo, Nano y Raymundo son protagonistas errantes en una Ciudad Guatemala oscura, de calles desoladas, que pareciera deshabitada, como alegoría que consigna que cada uno debe enfrentarse a la realidad por sí solo, sin ayuda. Un auto choca contra otro estrepitosamente, suena la alarma estridente de una camioneta, los jóvenes se gritan entre sí en medio de la calle, pero nadie asoma la cabeza, reina la apatía (¿o el miedo?) total. Solo acompañan a los personajes los ladridos de los perros y el cantar de los grillos en la quietud de la noche.

    Gasolina es una película que fundamentalmente discurre acerca de la violencia que sufre Guatemala en todos los órdenes y ambientes, en todas las clases sociales. Muestra otro tipo de violencia urbana que también asola la sociedad guatemalteca. No la de los narcotraficantes, los ajustes de cuentas, los asaltos o las balaceras, sino la que se adhiere al espíritu como rémora al tiburón, la que se va inoculando como aguja hipodérmica en el subconsciente de la juventud y que, a porrazos, se ha vuelto tan habitual como respirar, cuando se vuelve cotidiano que un padre pegue a su hijo y este le devuelva el golpe —tal cual si fueran caricias—, que los amigos se maltraten unos a los otros, o que se deje morir a un accidentado al lado de la carretera.

    La cinta habla de una violencia sutil, como si estuviera rociada con gasolina y, aunque es solo una humedecida, siempre está a punto de arder y transformarse en cenizas, pues coquetea constantemente con los fronteras entre la burla y la desgracia, como cuando los niños juegan a los golpes y no se sabe si la travesura va a terminar en risas o llanto. “Juego de manos, juego de villanos”, reza el proverbio, y Gasolina es un llamado de atención a que en Guatemala ese juego ya roza la impunidad y sus secuelas sociológicas.

    Julio Hernández sugiere, a través de la arrogancia juvenil llevada al límite, que la impunidad, de tan extendida en territorio guatemalteco, es reproducida por sus habitantes a través de la indiferencia y la indolencia humana.

    Desde el punto de vista estético, algunas escenas de Gasolina nos remiten a ese cine anterior a 1960, antes de que Jean Luc Godard filmara Al final de la escapada y revolucionara el lenguaje cinematográfico con un montaje frenético, saltos poco ortodoxos de un plano a otro o cortes secos dentro de un mismo plano lógico. En Gasolina más bien se potencian los planos temporalmente largos, abiertos, con una cámara ubicada en la lejanía que disminuye a los personajes. El ritmo es pausado, coherente con una estética cuasi-costumbrista donde por momentos parece que no sucede nada, porque lo que importa es el todo y no el fragmento.

    Algunos podrán argüir que la cinta adolece de una banda musical acorde con la tensión de la narración, pero amén del modelo de producción independiente y el bajo presupuesto destinado a la película, es precisamente ese silencio (que también es una unidad de significación dramática), unido a la oscuridad perenne, los que establecen la atmósfera apática y opresiva que demandan la historia y el superobjetivo del autor, porque evidentemente estamos en presencia de cine de autor.

    Julio Hernández apuesta por un cine intimista, denso, donde no existe el plano contra plano y la improvisación actoral es fundamental en tanto se ha desechado el estilo del guión de hierro durante el rodaje. Es un tipo de cine contemplativo, en el cual el espectador tiene todo el tiempo del mundo para regodearse en el minimalismo visual y en una historia donde prevalecen las imágenes por encima de los diálogos.

    Frente a una industria mainstream que produce anualmente decenas de películas inocuas sobre adolescentes tontos, y que posee el control de la distribución cinematográfica en toda Centroamérica, Julio Hernández filma una propuesta, igual de púberes inmaduros, pero en medio de una realidad que demanda otra postura: una historia aparentemente simple que rechaza las pautas comerciales y que es espejo de un país que se asfixia, como Gerardo, cuando le falta el aire y no encuentra quien lo ayude a respirar.


    (Fuente: Cineyvideocentroamericano.org)


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