CRÍTICA



  • Violeta se fue a los cielos, violeta es el color de la transformación
    Por Marcela Ojea


    Una guitarra vieja, unos zapatos polvorientos, la tierra seca del desierto. Un ojo abierto, inmenso, cercano. Un bosque, un ave, el ojo de un ave, que luego sabremos que es el gavilán del que habla la canción. Un hombre alegre y bebedor. Un maestro histriónico. Un juerguista. Una casa con piano. Una fiesta y una niña. Un hombre que canta y toca la guitarra, que imita el sonido de las aves y sus movimientos, que hace de mono, que se desborda de furia y alegría, que estalla y, enana coreografía extraña, se sirve de la guitarra para destruirlo todo. Una niña descalza, que con esa guitarra se abre paso entre las gallinas, la misma guitarra vieja que ese paso casnado y esos zapatos polvorientos llevan a través de la tierra seca del desierto.

    Estas imágenes se confunden y regresan, una y otra vez, como un estribillo; se reiteran, sin orden, como los repetidos motivos de un tapiz, a tono con esa de que la creación, como dirá más adelante la protagonista, no es nunca un pájaro que vuela en línea recta. Esos momentos iniciales, en los que se condensa la vida y obra de la artista chilena Violeta Parra, volverán con obstinación como las variaciones musicales sobre un mismo tema, uno que con la armoniosa repetición crece, avanza y resurge distinto. Nada más alejado de un biopic, nunca menos apropiado este término para aludir a una película, Violeta se fue a los cielos, de Andrés Wood, que evade el momificado relato biográfico e intenta circunvalar las vivencias en las que el presente, el pasado y el futuro se contaminan. Porque es justamente en la intensidad de la vivencia que el anecdotario se desvanece.

    Esa mujer que se abre paso con su guitarra por el desierto polvoriento va en busca de otra mujer, mucho mayor, con el deseo de que le enseñe a cantar;  una cama deshecha, un ataúd, un interior en penumbras y una ventana por la que se cuela un sol intenso testimonian su partida. De allí que luego de recorrer los parajes yermos de un Chile lejano, ofreciendo espectáculos precarios a campesinos y mineros, Violeta Parra decida emprender otro viaje, más profundo, para recopilar las coplas, esa expresión anónima de los quebrantos y dichas de la vida y muerte modestas, y guardar así en la memoria esa voz única que se pierde.

    En el desierto, la mujer de zapatos polvorientos se pierde y desvanece, o se hace la muerta. No pierde, sin embargo, ese cuerpo y ese rostro que, de manera cabal, le presta (junto a la voz) la extraordinaria actriz Francisca Gavilán. Con los hombros caídos y los brazos colgando a ambos lados del cuerpo, aparece tosca y sufrida. Con la pisada plana y enérgica, y el cabello revuelto, indómita e invencible. De ojos melancólicos, profunda, oscura a veces. Pero es siempre la misma que, con las manos sobre el regazo bajo las luces del show, se muestra tímida y sumisa. Esa mujer polvorienta, que lleva su guitarra a cuestas, con la armoniosa repetición crece, avanza y resurge distinta.

    Para dejar testimonio de aquello a lo que la película y el personaje rehúyen, el director incorpora esa entrevista que, desde el comienzo hasta el final, recorre el filme alternadamente. Nos topamos con ese set televisivo, con un presentador de ocasión, que habla para encarnar lo que ya se conoce y se repite sobre la vida de la artista chilena. Madre ausente, indiferente a la muerte temprana de uno de sus hijos, expositora en el Louvre por su amistad con Neruda o por la sola simpatía que los franceses prodigan a Latinoamérica, las preguntas malintencionadas pugnan por definirla; aunque el director lo deja en evidencia para que la película pueda respirar ese aire que siempre sopla más allá.

    Porque a pesar de tener entre manos un personaje vehemente y comprometido, Andrés Wood evade las versiones trilladas y las consignas. No por eso su película deja de ser, igual que Machuca, una historia de pobres y ricos. En ambas bastan, sin embargo, las circunstancias que rodean a los personajes (ese momento histórico y al mismo tiempo personal) para convocar con maestría un universo de contrastes. Allí está, en una escena magistral, Violeta Parra sentada con la cabeza gacha en un extenso pasillo, la antesala de una presentación en un evento de la alta sociedad chilena; una imagen que alcanza por sí sola para percibir la tensión, la incomodidad que en todo momento está presente. Una geografía tan áspera como el paisaje, que sitúa al personaje y lo define.

    Sobre el final, vemos a Violeta Parra quemándose en su propio fuego y consumiéndose. La mujer polvorienta del desierto, luego del triunfo y el fracaso, vuelve a su tierra una vez más y resurge distinta: con los pies desnudos, con la guitarra vieja, en una casa-carpa-escenario situada en un lugar inhóspito, lejos ya del amor y cerca de la muerte. Allí donde la acecha el mentiroso gavilán de la canción, donde su voz se funde con el viento, su arte con su vida, su cuerpo, como el musgo, en la piedra.


    (Fuente: Revista El Amante. Nº 233, Octubre 2011)


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