La película mexicana Miss Bala está inspirada en un caso real: Laura Zúñiga, Miss Sinaloa, participó en un concurso de belleza en setiembre de 2008 y fue arrestada en diciembre de ese mismo año en Zapopán, en el estado de Jalisco. La capturaron junto con siete matones del narcotráfico fuertemente armados.
No hay que dejarse engañar por el título: el filme postulado por su país para el Oscar no es una caricatura de las mafias de la droga como, por ejemplo, El infierno (México, 2010), la ganadora del Primer Premio Coral en el Festival de La Habana 2011. Si aquella cinta, dirigida por Luis Estrada, se burla grotescamente de la delincuencia y de la corrupción en la sociedad mexicana; Gerardo Naranjo, director de Miss Bala, aspira a meter el dedo más profundamente en la llaga.
A través de esa historia real y rocambolesca plantea el absurdo de una sangrienta guerra que se libra principalmente del lado mexicano, aunque la causa es un negocio trasnacional con sustancias ilícitas que se exportan a Estados Unidos. La protagonista, Laura Guerrero (Stephanie Sigman), es testigo accidental de una balacera entre narcos y policías; es sacada de una patrulla y secuestrada por los delincuentes. Se convierte así en Miss Baja California, en objeto sexual, luego en instrumento de varios crímenes, para ser finalmente expulsada por el engranaje que trituró su vida en pocas horas.
Pero tanto como la historia importa la manera cómo fue relatada. Naranjo recurrió a una cámara que va continuamente detrás del personaje, logrando que el espectador experimente lo más cercanamente posible lo que vive la Miss. Sin embargo, con frecuencia también toma distancia, cuando la protagonista sale de cuadro o la cámara asume una posición fija, tomando el punto de vista de un testigo perplejo, extraviado en el vértigo de las operaciones de los criminales y de su violencia.
Está especialmente bien lograda una secuencia que comienza con un plano fijo en una camioneta que conduce la muchacha. Un tiroteo se desata, con ruido de disparos y balas que hacen blanco en el vehículo. Luego viene un travelling que la sigue a ella a través del lugar de la balacera, la cual está filmada de esa manera tangencial. La cámara, además, se desvía de su objetivo, que es ir detrás del personaje, para detenerse en la observación de los charcos de sangre, los cadáveres y los heridos que se arrastran. Los dos puntos de vista a los que se hizo referencia se distinguen claramente y se alternan allí sin solución de continuidad.
Al vértigo de la acción se añade también la desorientación que crea el director en algunas secuencias y su juego con el escamoteo. Al comienzo se reserva, por ejemplo, el revelar el rostro de la protagonista hasta después de haberla seguido a sus espaldas durante un tiempo. La muchacha puede salir de cuadro por la izquierda para volver a entrar sorpresivamente por la derecha, y en otro plano no queda claro cuál es el punto de vista hasta que el personaje entra en cuadro, visto de lejos.
Mediante ese escamoteo se hace patente que la decisión de hacer visible o de ocultar, y de cómo presentar lo que se muestra, también depende de una voluntad que puede ser caprichosa. La cámara se distancia de su condición de testigo perplejo, así como para ocupar ese lugar dejó de seguir a la protagonista.
La narración clásica en los relatos sobre el hampa ha resultado problemática desde los años treinta, cuando los estudios estadounidenses se vieron obligados a poner explicaciones al comienzo de los filmes para aclarar la oscura diferencia que puede haber entre entender a los criminales y justificar sus crímenes. Burlarse no es una solución, como ocurre en El infierno. Pero en Miss Bala hay una ambiciosa respuesta artística a eso, que pareció dejar de ser un problema cuando el “nuevo Hollywood” se olvidó de la autocensura para poner de relieve la rebeldía y el glamour que atribuía a los delincuentes. Eso resulta difícil de aceptar cuando los disparos de la guerra de las mafias, o del estado contra el crimen, hacen blanco en casa.