ENTREVISTA



  • Lucrecia Martel: Desdomesticar la percepción
    Por Carlos J. Aldazábal (*)


    Lucrecia Martel (Salta, 1966) pasó la adolescencia en su ciudad natal inventando películas que tenían por protagonistas a sus familiares. Al finalizar el secundario, se trasladó a Buenos Aires para estudiar Ciencias de la Comunicación. Pero pronto volvió a su temprana vocación de cineasta. Así lo confirman los cortos El 56 (1988), Piso 24 (1989), Besos rojos (1991) y El rey muerto (1995), importantes advertencias de su talento antes de escribir y dirigir dos largometrajes insoslayables al hablar del cine argentino contemporáneo: La ciénaga (2000) y La niña santa (2004). Premiada en certámenes internacionales tan reconocidos como el Festival de Berlín o el Sundance Kid Festival; apoyada por la productora de Pedro Almodóvar; Lucrecia continúa, sin embargo, aferrada a su geografía salteña, en una confirmación obstinada de que pintar la propia aldea es pintar el mundo. Justamente de su concepción del mundo, pero también de su concepción cinematográfica, hablamos en esta entrevista.
     
    ¿Cómo se escapa uno de su cultura?
    ¿A vos te da la impresión de que yo me escapé?

    Claro que no. Te pregunto esto porque tanto en La ciénaga como en La niña santa me parece advertir algo así como una necesidad de redención, de salida de ese quietismo provinciano.
    Bueno, me sorprende que me digas eso porque hay mucha gente que ve lo contrario, que más bien ve como una especie de apología de la decadencia, y para mí ni La ciénaga ni La niña santa tienen como objetivo la pintura de la decadencia. Por otro lado, a mí la palabra decadencia, como decadencia de los valores de nuestra sociedad pequeña burguesa, más bien me da felicidad. A La ciénaga la veía como una especie de ansiedad por salir de ese quietismo más que una subyugación por el quietismo. ¿Y cómo se sale? Creo que es preferible no salir sino alejarse un poco. Aunque la idea de alejarse y acercarse es una imagen un poco falsa de cómo procede el cuerpo dentro del tejido social. Es muy difícil: si uno se extirpa, se muere; es algo orgánico. Por eso se salieron de la cultura los desaparecidos. O mejor dicho: los sacaron de la cultura. Cada vez que se extrae un cuerpo se lo mata. Así que pienso que más bien no salí sino que me alejé. Tengo un fuerte arraigo geográfico: tengo muchos recuerdos que me hacen volver a Salta para reconstruir la ciudad natal. La distancia permite que uno sea más consciente de ese proceso. Evidentemente tenía un montón de amores y odios con el mundo salteño, y en esa distancia, en esa compulsión narrativa, en principio superficial y vana, se dio algo que para mí fue definitivo: se me armó como una especie de paisaje paralelo, como una especie de territorio, de mapa superpuesto cuyas coordenadas son sumamente emotivas y afectivas, un mapa que me dio muchísima libertad. Sustitución de nombres, condensación de lugares, superposición de tiempos. Pienso que nunca me fui de mi cultura sino que, sencillamente, intenté una forma de volver sin que lo que me dolía me doliera demasiado y esforzándome para que lo que me gustaba me gustase más. Un dispositivo de supervivencia.

    ¿Ese primer dispositivo fue el cine o fue la literatura?
    Nunca escribí literatura. Para mí, la literatura es una cosa sumamente privada y un ensayo hacia otra cosa. Eso ocurre cuando uno ama la literatura pero no tiene talento: encuentra en la escritura un espacio de meditación y tranquilidad. No tengo ningún miedo a que nada mío se publique, ni intención alguna de prolijidad o coherencia. Muchas veces me propusieron publicar los guiones de La niña santa y de La ciénaga, pero desistí porque me dio miedo trastocar mi relación con la escritura.

    Sin embargo se nota en los diálogos de tus películas algo que está bien hecho, algo que literariamente es bueno...
    Sí, pero porque, inevitablemente, al cine se lo juzga desde la literatura. Los diálogos necesitan ser construidos. Para mí, los diálogos deben estar bien hechos, no bien escritos. Mis hermanos vinieron a ver la película y me dijeron «Che, vos le tendrías que pagar a la vieja», porque todas las frases que hay en la película son de mi mamá. Y un poco es así, tengo más oídos que manos.

    Una pregunta trillada: ¿Quiénes son tus grandes maestros en cine?
    Siempre digo que lo que más impactó mi trabajo cinematográfico fue la oralidad de mi familia. Sin embargo puede haber vasos comunicantes con la filmografía de Ripstein o de Buñuel. Me parece que es porque tanto ellos como yo tuvimos una educación más o menos religiosa. Ahí encuentro una base de parecido gigantesca.

    Leí por ahí que te definías como católica...
    Soy católica en educación, pero hereje. Soy católica porque me gusta decir que soy católica y entonces a los católicos se les revuelven más las tripas.

    ¿Cómo definirías la propuesta narrativa de La niña santa?
    La niña santa es como una especie de cuento dentro del universo narrativo de La ciénaga. Pero me entretiene pensar que ese universo que he construido es algo muy cercano a la propuesta de Horacio Quiroga, donde las cosas reales se mezclan con la morbosidad de los niños. Es como si fuese la percepción de alguien con fiebre, la percepción desconsolada de alguien enfermo.

    ¿Cómo sentís que fue recibido tu trabajo por el público?
    Me considero muy afortunada porque me parece que he tenido cierto reconocimiento, un reconocimiento que quizás otros autores no lo han tenido o no lo han podido disfrutar en vida. Muchas veces me encuentro con gente que me dice que le gustó La ciénaga. Todavía no pasó con La niña santa porque estuve medio encerrada, pero capaz que me pasa. De cualquier manera, el cine es una actividad industrial y no se me escapa el hecho de que la cantidad de espectadores para estas películas son ínfimos al lado del costo y del esfuerzo que demandaron. Pero personalmente no me siento defraudada.

    ¿Cómo te llevas con la crítica?
    A la crítica, no la leo. Ahora en Cannes tuvimos buenas críticas en el Corriere della Sera, en Le monde, en Liberation, en algunas revistas de cine; pero también sé que en el Hollywood Reporter fueron pésimas y en Variety, más o menos. También sé que a los yanquis no les gustó la película. Pero no leo las críticas directamente. Prefiero no verlas, porque la verdad es que me aburren muchísimo. No le encuentro gracia a la crítica, quizás porque la crítica perdió gracia. Cada vez más es un producto del mercadeo del cine.

    ¿Estás contenta con el resultado de Cannes?
    ¿Sabes qué te da alegría? Cuando vos estás afuera, sea en Cannes o en Berlín, te llaman de la radio de los medios, y hay una pequeña esperanza por la Argentina. Es como Coria cuando gana afuera. A mí me daría muchísima felicidad responder con algo concreto a esas expectativas. Para mí Cannes no fue un fracaso; ir estuvo buenísimo. Pero me dio pena por la gente. Después se olvidan y tu vida sigue, pero se me pegó en esto la cosa nacionalista.

    ¿Y cuál es para vos, ya que estás nacionalista, la identidad cultural de nuestro país?
    No lo sé con certeza. Me parece que es un país al que ni siquiera lo une el dolor, y donde ni siquiera se ha llorado por las mismas cosas. Un país sumamente dividido: entre nuestra vida urbana de clase media y la de aquellos que intentan sobrevivir, sin ir más lejos, hay un abismo insondable.

    Pero en tus películas intentas representar a esos sobrevivientes que son los sectores populares.
    Puede ser: me mortifica pensar cómo debe ser levantarse a la mañana siendo la sexta generación de pobres y sabiendo que tus hijos y tus nietos van a seguir siendo pobres, y que difícilmente sobrevivan todos. Pero, en realidad, prefiero no meterme ahí, porque no tengo ni la experiencia ni la educación para entenderlos.

    ¿Por eso aparecen solamente los prejuicios de la clase media?
    Así es. Yo me ocupo de la clase media, que es la que conozco y a la que detesto, y también la que me da mucha compasión. Los otros aparecen, pero con el respeto de no meterme con sus emociones. Vale la pena hacer una aclaración: hay muchas cosas que a mí me preocupan y que, sin embargo, se consideran anacrónicas: las clases sociales o lo religioso como estructura. Para mí, son elementos sumamente vigentes y me gusta concentrarme en ellos. Prefiero no meterme en mundos que me son ajenos, por respeto y por ignorancia.

    Y sin embargo, las representaciones que hacés de esa otredad se postulan más reales que otras.
    Es porque no trato de develar nada. Trato de representar hasta donde sé, y lo que sé es muy exterior.

    ¿Hay, para vos, un cine que quiere develar algo?
    Yo misma quiero develar algo, pero no es algo especial que quiero decirle al espectador, no es el mensaje. Como yo entiendo el cine, uno propone una historia y cuando la presenta ante el público espera que el espectador pueda ver las emociones y las ideas. Una película es un organismo que está construido con muchos dispositivos, una cosa sumamente compleja. Una especie de monstruo multifacético que en su accionar tiene consecuencias insospechadas. Siempre espero que en el intercambio con el espectador se produzca algún tipo de develamiento. El cine pretende eso. La poesía pretende eso. Todos, cuando expresamos, esperamos —aunque sea por un segundo— algo, una revelación sobre la existencia, un fragmento de divinidad —si es que aún queda—. Y eso no me parece una ambición desmedida, no me parece pretencioso.

    ¿Este develamiento es un proceso consciente?
    Si uno hace algo es porque está deseando que eso ocurra. En el cine industrial es diferente: sería un milagro que esos productos develen alguna cosa. Se trata de un dispositivo ideal para generar emociones superficiales.

    Son dos lógicas distintas: por un lado el cine comercial, y por otro el cine de autor.
    Exactamente. El cine comercial necesita que el espectador siempre esté en un terreno conocido, que el espectador siempre sepa para dónde se va, porque esa es la base del mercado, una falsa noción del saber.
    Y es eso lo que al espectador del cine comercial le molesta de La niña santa: el final impredecible.
    A mí me sorprende. Cuando me dijeron «la película no tiene final» (me lo dijo, incluso, mi distribuidor), no podía entenderlo. Lo que pasa es que esa percepción está muy ligada a nuestra formación religiosa. Encontrar el sentido del final se transforma en la única posibilidad de comprender el mundo. Esta teleología es sumamente católica, un pensamiento fuertemente cristiano. Todo lo que venga del siglo I para adelante es, por lo menos, cristiano, aunque sea protestante. También es muy aristotélico: es la semilla que ya posee el germen de la planta adulta. En el Tratado del alma todo está impregnado de su fin, y creo que el mundo no es así, en eso estoy más con Spinoza: creo que es justamente lo contrario. Pero nuestra civilización está fuertemente apoyada en esa idea de que al final se produce el sentido, de que todo está postergado para el final. Pero, si vos erradicas esa concepción, todos los momentos del relato cinematográfico son altamente valiosos, y no una preparación para otra cosa. Cuando escribo, pretendo que en cada escena haya una emoción que valga por sí misma y no que se valorice con la que sigue. En mi voluntad de construcción está eso: que cada segundo tenga un valor propio, más allá del final. También creo que, al violar la estructura de percepción del espectador, lo obligas a irse de la sala reviviendo cada momento de la película. Me interesa que mis películas no se vayan tan rápido de la cabeza como las del cine comercial, aunque las odies. Quiero lo opuesto a la comida chatarra, donde tenés que masticar rápido porque si apelas a la lentitud te das cuenta de que es una mierda.

    En tus películas vos trabajás más con efectos sonoros que con canciones.
    Lo que pasa es que por ahora me parece más rico narrativamente. La música lo que tiene es que puede ser una muleta tremenda cuando la película es mala. Pocas películas tienen una música que agregue algo a lo narrativo. A mí me molesta muchísimo la música que no es necesaria. Me molesta y me perturba.

    Eso se nota en tus películas. Me acuerdo de una escena de La ciénaga con música de Cafrune...
    Qué extraño personaje ése. Yo era vecina de la hermana cuando era chica. Cafrune era como una leyenda, a la que todos íbamos a ver cuando venía. Murió de una forma misteriosa. Se decía que lo mataron, que lo atropelló un camión militar. Pero, volviendo a la pregunta, esa canción es un ejemplo del trabajo que me interesa hacer desde lo sonoro. En esa escena, el sonido va modificándose espacialmente, y se logra el efecto de un desplazamiento ambiental. Las cosas que se pueden hacer con lo sonoro me parecen increíbles. Pero el manejo tiene que ser muy sutil, porque los espectadores están muy atentos a este registro. El espectador tiene una percepción muy atenta al sonido. Después capaz que no sabe que es el sonido lo que le gustó, pero sabe si algo estuvo bien o mal. El cine, a diferencia de la literatura, tiene lo maravilloso del sonido. El sonido te da una forma narrativa que te toca el cuerpo, vibraciones que te recorren y que funcionan mejor en un tono neutro. La palabra humana está en los tonos medios. El tono medio da tiempo a pensar. Las frecuencias muy bajas te alteran el corazón, y las muy altas te alteran la cabeza, no podés pensar. En cambio, el tono medio es el de la charla y te permite atender y desatender, te permite tener la cabeza en funcionamiento. No me gusta que se grite en la realidad, tampoco el griterío en el cine. El grito me parece que te deja sin poder usar tus facultades; te maquiniza.

    ¿Alguna vez filmar te hizo creer que podías cambiar el mundo, o por lo menos la realidad de Salta?
    No, para nada. Para mí esos son fenómenos que no son individuales. Ninguna persona arma una revolución sola. Sin embargo, me parece que con lo que hago voy minando el sistema de prejuicios y valores. Algún día a alguien le servirá, seguro. Porque ¿qué hay más revolucionario que poder modificar la educación perceptiva o la forma de ver las cosas? Eso, a un individuo, es lo más revulsivo que le podés hacer. Me parece sumamente atractiva esa posibilidad. Me interesa, en el esfuerzo narrativo, desdomesticar la percepción; ya con eso se ataca la moral, se ataca a un montón de cosas que son como los pilares que sostienen esta gran mentira que hace sufrir a muchísima gente. Con ir poniendo pequeños petardos en esa gran estructura me parece suficiente. Me encantaría ser más contundente, pero me parece que no es lo que puedo hacer. Puedo hacer esto. Sin embargo, supongo que si hubiera podido ver La ciénaga o La niña santa a los 16 años me habría servido para ser más libre.

    ¿Qué nuevos proyectos estás preparando?
    Estoy viendo qué hago. Me gustaría escribir una película de terror, porque pienso que quizá meterme en un género, tratar de encontrarme a mí misma en eso, puede ser también un momento atractivo de estar fuera de mí. Lo que estaba escribiendo, hasta cierto punto, era el mismo mundo de La ciénaga y La niña santa. Y me da un poco de miedo cansarme de mí misma.

    (*) Carlos Juárez Aldazábal (Salta, 1974) es periodista y poeta. Publicó La soberbia del monje (1996), Por qué queremos ser Quevedo (1999) y Nadie enduela su voz como plegaria (2003).




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