El debate en torno a Paraíso se reduce a lo más elemental si se la considera notable principalmente por su consensuada “estética documental”, muletilla con que se suele ponderar a las películas de corte costumbrista. El juicio reduccionista que promueve esa apreciación, imposibilita al espectador no sólo abordar con lucidez el cine sino cualquier otro desafío intelectual. El sesgo radica en referenciar a la (concepción de) realidad -tan relativa y subjetiva- como eje del pensamiento crítico, como línea divisoria entre lo confiable y lo sospechoso.
No obstante, la muletilla en cuestión no es del todo ingenua; responde a la necesidad de ese espectador de ubicarse en un mirador desde el cual juzgar. Es como un reflejo instintivo ante su desorientación, como una posición defensiva –basica, claro está- contra el engaño. Suspicaz, entiende la ficción como inocua mentira, no como realidad alternativa.
Con Paraíso, sin afán documentario alguno, Gálvez representa, no registra, escenarios diversos, ergo, la relativa semejanza de las secuencias del filme con la cotidianidad de la población la atribuye cada espectador según su (des)conocimiento de las situaciones que cree reconocer. Así, el contexto del espectador de hábitat urbano somete al contexto de la obra, la inclemente periferia, no lo tergiversa pero sí lo readapta a su mirada, relativiza la experiencia.
El contexto es inalienable del análisis de la obra, sin embargo, no alude sólo al espacio físico donde se desarrolla la acción dramática. En este caso, el ambiente suburbano del relato más bien funge cual cerco que bordea la rutina de los cinco protagonistas. El paraíso del título no es un calificativo irónico al territorio yermo donde habitan, sino la quimera que alimenta sus deseos de fuga. Por tanto, el contexto trasciende el entorno de polvo y esteras (Cajamarquilla) para acusar el estado actual de una Lima desplazada, aún inhibida por las secuelas del terror, afectada por una depresión que las generaciones nuevas pretenden superar.
Cada uno de los protagonistas especula su paraíso, incógnita que la esmerada Antuanet (Yiliana Chong) enfrenta con los estudios, manera que mejor conoce para disipar incertidumbres; mientras, por su parte, Joaquín (Ventura) y Mario (José Luis García), sólo con la valentía que cosecharon en el terreno baldío que quieren abandonar. La dignidad de los personajes no es una culposa reivindicación social ni un gesto de ternura, más bien es una incuestionable demostración de ética en el arte, de respeto hacia las personas, así sean de ficción.