Desde hace algunos años varios países de Latinoamérica han experimentado un renacimiento de la producción cinematográfica, primero abriéndose paso entre su propio público, para luego ganar notoriedad en el exterior, especialmente en los festivales de cine de Europa y de a poco, con algunas dificultades, dentro del propio continente. A veces este resurgimiento se refiere nada más que un repunte en la producción de películas, sin importar mucho lo que puedan aportar cinematográficamente. Al igual que en el resto de Latinoamérica, en Brasil sucedió algo similar. A pesar de ser, junto con Argentina, una de las potencias de producción de cine más grandes del continente, el comienzo de los años 90 fue muy dramático para la industria brasileña, por no decir fatal. Después de dos décadas de reinado, de un momento a otro, el presidente de la época, Fernando Collor de Mello, decidió cerrar las puertas de EMBRAFILME, empresa estatal creada en pleno gobierno militar para financiar, producir y distribuir las películas nacionales. En tiempos de dictadura, fue gracias a esta institución que Glauber Rocha, Nelson Pereira dos Santos, Cacá Diegues, entre muchos otros, pudieron seguir haciendo cine, pasara lo que pasara. Siendo fiel a su programa de gobierno, Collor planeaba retirar totalmente la ayuda estatal entregada a la cultura, y por consecuencia, al cine.
EMBRAFILME fue una institución clave en la historia del cine brasileño. La industria se acostumbró a un sistema de financiamiento que daba en bandeja recursos para hacer películas. Resulta fácil comprender entonces la desesperación generalizada que hubo una vez que, por decreto, se eliminó casi por completo cualquier posibilidad de producción cultural en el país. ¿Qué pasaría ahora que no habría ayuda gubernamental para hacer cine? ¿Recurrir a inversionistas privados? ¿Quién se arriesgaría? Con tantas preguntas sin respuestas, el futuro se veía negro.
Curiosamente, el duelo por la muerte de la estatal brasileña duró poco. En 1994, sólo 3 años después del fin de EMBRAFILME, dos películas dieron señales de que una actividad costosa y económicamente arriesgada podía desarrollarse sin el apoyo del Estado y en tiempos de vacas más que flacas. Carlota Joaquina de Carla Camurati y O Quatrilho de Fabio Barreto marcan lo que se conoce como A Retomada, término que habla de la cosecha de las primeras películas que se realizaron luego del cierre de EMBRAFILME. Estas cintas no sólo tenían el mérito de haber sido realizadas en condiciones especialmente adversas, sino también el de haber llevado una gran cantidad de público a las salas. Para mayor sorpresa aún, O Quatrilho fue nominada al Oscar como mejor película extranjera.
Gracias a una ley que permitía la inversión privada a través de incentivos fiscales, el cine brasileño consiguió renacer nuevamente. Paradójicamente, quienes comenzaron a producir no fue la vieja elite del cine, que básicamente se adjudicaba todo el dinero de EMBRAFILME, sino directores noveles, que en el período 94-98 realizaron una cantidad impresionante de óperas primas. Esto no necesariamente significó que el cine brasileño comenzara a ser realizado por "jóvenes", cosa que hasta hoy es una característica bastante peculiar de este renacimiento. En Brasil no existe un Matías Bize que con poco más de 20 años ya tiene dos películas lanzadas en el cine y con premios internacionales. La mayoría de los nuevos directores eran mayores de 30 años y contaban con una vasta experiencia ya sea en televisión o en la producción de cortometrajes. Por otro lado, la gran cantidad de películas realizadas por esos directores nuevos no significó un aumento de calidad. De hecho la mayoría de estas cintas son perfectamente olvidables.
En 12 años de retomada, dos películas han marcado un antes y después sobre cómo hacer cine en Brasil y también sobre cómo el mundo percibe el cine brasileño. Estación Central de Walter Salles, de 1997, fue el primer éxito internacional que logró atraer atención a la producción local y abrir nuevos horizontes de mercado. Ganó el Oso de Oro en el Festival de Berlín y consiguió una inédita nominación al Oscar como mejor actriz para Fernanda Montenegro, dejando a los brasileños viendo la entrega de premios como si fuera una final de Mundial de Fútbol (por cierto, Montenegro acabó perdiendo frente a Gwyneth Paltrow que postulaba por Shakespeare Enamorado).
Dejando de lado su carrera internacional, la particularidad de la cinta de Salles es que representa un claro intermediario entre el pasado y el futuro del cine brasileño. Algo que la mayoría de los críticos brasileños negaría rotundamente, pero que a simple vista resulta evidente. Los mismos temas que trabajó el cinema novo están allí: la periferia, la pobreza, y en particular el nordeste de Brasil, con su religiosidad y miseria por doquier. Pero claro, la nueva mirada es más suave, menos política y más pintoresca. Un melodrama light que consigue emocionar y sobre todo atraer público al cine, cosa que Glauber y sus compañeros de generación jamás lograron.
Después de Estación Central las cosas cambiaron, ya no era posible hacer películas sólo para los brasileños, ahora había que hacerlas para el mundo también. Y con eso en mente, llegó el 2002 Ciudad de Dios de Fernando Meirelles, intentando cerrar de una vez por todas el fantasma cinemanovista de revisión sociológica y cultural. Construida narrativamente como una montaña rusa de humor, violencia y drama, con grandes actuaciones de jóvenes de favela y ostentosa producción, la película pretendía dar un giro a la visión que Brasil tenía de sí mismo como país y sobre todo como el propio cine se veía a sí mismo. Ciudad de Dios llegó para romper con toda posible tradición nacional de cine, pues ahora, una película sobre favela, narcotráfico y guerra de pandillas era entretención pura, digna de producción gringa de alto presupuesto. Lógicamente contenía el lado social, pues al fin y al cabo se mostraba como son los ghettos cariocas en su intimidad, sin censura ni pudor. Pero el lado "entertainment" sin duda era mucho más atractivo de mirar lo que explica el éxito que la cinta tuvo en los Estados Unidos.
La película generó una discusión inmediata entre críticos, cineastas, periodistas y básicamente cualquier persona que tenía una opinión. ¿Era así como el cine debía ser para tener éxito? Y más importante aún, ¿es realmente Brasil así? Más allá de discutir aquí los errores o aciertos de la película respecto a este tema, Ciudad de Dios, sin duda logró poner en boca de todos la gran problemática de las películas brasileñas actuales. ¿Cómo filmar y enfrentarse a este problema llamado Brasil?
Pues Brasil no puede ser simplemente un lugar, un país, debe ser una sensación, debe ser un problema a solucionar, debe ser algo más grande que cualquier explicación. Aquí, la broma de ser lo mais grande do mundo adquiere sentido para dejar su marca dentro de la cinematografía nacional. Y dejémoslo claro, una marca que pesa, que más parece una maldición que otra cosa.
En Brasil antes que hacer cine, debe hacerse del país un tema, y sólo a partir de esta retórica comenzar a pensar en historias, estrategias y hasta estéticas. El sustantivo no puede ir sin su calificativo que defina bien lo que estamos viendo. Esto existe desde el cinema novo, que cuestionaba la industria de comedias carnavalescas de la época, para llegar hasta hoy, en donde cualquier cinta que descarte este tema como algo relevante o que se introduzca en géneros tradicionalmente ajenos al cine brasileño, es condenable.
Si antes esta era una discusión válida, que incentivó la creación de grandes películas, hoy ha caído a un reduccionismo tan nefasto como la reciente moda de documentales biográficos que tienen como foco de atención a artistas, músicos o intelectuales brasileños. Muchas veces el resultado no es más que un video institucional que los promociona u homenajea. El mayor problema es que presuponen la genialidad o relevancia del personaje o tema en cuestión y por lo tanto convierten a los documentales en una mera exposición de "pruebas" que demuestren este juicio de valor. Así son Coisa Mais Linda de Paulo Thiago, sobre la bossa nova; Vinicius, de Miguel Faria Jr. y Paulinho da Viola: Meu Tempo é Hoje de Izabel Jaguaribe, sobre un popular cantor de sambas. Todos trabajos dominados por esta pobre estrategia, con la arrogante postura del director que se presenta a sí mismo ante el público como diciendo: mi tema es importante y he aquí las evidencias que lo demuestran. Mucha auto referencia, y sobre todo flojera y mediocridad creativa. Afortunadamente existen bellos ejemplos que sirven como antídoto para esta moda.
Nelson Freire de João Moreira Salles (hermano de Walter) sigue la línea temática de los documentales mencionados anteriormente: nos presenta a un hombre de cierta notoriedad cultural, un pianista famoso mundialmente (una especie de Claudio Arrau brasileño), pero desconocido para la mayoría del público que no sigue el mundo de la música clásica. En vez de seguir la lógica a lo "CSI" intentando identificar una razón o fórmula para el talento y fama de este hombre, Salles opta por mostrar la relación de Freire con la música. No lo hace con entrevistas, ni mucho menos con declaraciones de sus amigos o admiradores sino que simplemente se dedica a seguirlo por sus conciertos, sus ensayos y algún que otro encuentro con colegas músicos. Jamás se intenta comprobar algo, o siquiera decir que Nelson Freire es importante, la película se contenta con observarlo y ver cómo este personaje extremadamente tímido, callado y sencillo se relaciona con su arte y sobre todo con su instrumento. Salles no interviene ni sugiere escenas coreografiadas y logra, al hacerse a un lado, una intimidad y complicidad que emocionan y envuelven al espectador.
Esta forma de abordar su tema/objeto a ser documentado, no dejó de crearle problemas al director. En un momento, Salles dudó de tener una película en sus manos, pues Nelson Freire le parecía impenetrable. Su timidez lo hace parecer un niño que se cierra frente a un adulto o, como en este caso, frente a una cámara. Cierta noche el equipo de filmación decidió visitar al pianista en su casa de Río de Janeiro e intentar sacarle algo más que tibios comentarios sobre su piano. Esta vez, Salles se relaciona directamente con Freire, pero en una conversación, no una entrevista. Luego de algunas horas, el tímido Freire decide mostrarle a Salles algunos DVD'S que colecciona. Muestra un video de Errol Garner y comenta sobre cómo envidia la pasión exacerbada con que toca el piano. De a poco, se va soltando, y de repente vemos en la pantalla de televisión de su casa a Rita Hayworth bailando junto a Fred Astaire en You’ll Never Get Rich. El rostro del pianista se ilumina y se vuelve casi infantil cuando comienza a comentar la escena e insta a todo el equipo que preste atención a la televisión, en vez de filmarlo a él. De un minuto a otro, vemos al hombre en vez del artista.
Un camino parecido siguió Salles con su documental sobre Lula, Entreatos (Entreactos), de 2004. Siguiéndolo por todo el último mes de campaña presidencial, logró registrar más de 200 horas de encuentros, shows de campaña, discursos y momentos de intimidad tras bambalinas. Luego de 18 meses de edición en donde, según el propio director, buscó y rebuscó todas las posibilidades que el material grabado le proporcionaba, llegó a una película donde solo se ve al Lula que las cámaras no conocen. Ya sea siendo maquillado antes de un debate, conversando calmadamente en el avión y/o tomando algunas decisiones de campaña junto a su equipo, así el realizador logra alejarse de las convenciones e ideas preconcebidas de este tipo de documentales. Entreatos logra el mismo efecto que Nelson Freire, con la diferencia de que Lula es obviamente una figura mucho más pública y extrovertida, y que aún estando compenetrado en su campaña, dialoga constantemente con la cámara, permitiendo un contacto más directo.
Pero no solo de figuras icónicas ni músicos de bossanova vive el cine brasileño. El eterno problema del crimen y la marginalidad en Brasil ha sido tema de reflexión y discusión constante desde mucho antes del cinema novo.
Si bien Ciudad de Dios fue un éxito internacional mucho mayor, Carandiru de Hector Babenco fue el mayor éxito de taquilla del 2003. La película está basada en los relatos del Doctor Drauzio Varela, que trabajó en el complejo carcelero Carandiru por años y fue un testigo privilegiado de la masacre donde murieron 111 presos, a principios de los años 90.
Desde un comienzo, Carandiru pretende ser el gran portal de la voz de los presos, contando sus dramas personales y las razones por la cual han llegado allí, casi siempre dándole un énfasis dramático que bordea la justificación. La forma en que el guión se estructura es sólo un artefacto con la misión de encariñarnos con los personajes y sus dramas para que, llegado el momento de la masacre, podamos "acercarnos" y sentir el horror de la violencia policial a la cual son sometidos durante el motín. No hay crítica política sólo una débil trama narrativa que se construye burdamente para la escena final. Babenco termina la película con escenas de la destrucción de la cárcel (cuando tras la masacre se botó el edificio desde los cimientos) con el fondo musical de una famosa samba llamada brasileirinha. Queriendo tal vez cerrar con una nota irónica, o indicarnos que Brasil se trata de eso, un país que se destruye a ritmo de samba y… "mañana será otro día".
Afortunadamente así como ocurría con los aduladores documentales biográficos también Carandiru tuvo un contrapunto sólido y sensible en Prisionero da Grade de Ferro, de Paulo Sacramento. Si bien Prisionero da Grade de Ferro fue lanzada en los cines mucho después que Carandiru, sus filmaciones fueron anteriores. Babenco filmó su película cuando la cárcel ya estaba desocupada, mientras que Sacramento, mientras ésta aún funcionaba. La cinta empieza exactamente con las mismas imágenes finales del filme de Babenco, pero esta vez en reverso y sin la nefasta banda musical. Mientras Babenco trataba de dejar atrás esa vergüenza social que fue Carandiru, Sacramento, abraza totalmente la realidad que hace que un lugar así sea posible y parece querer hacernos recordar que esa realidad está allí, seguirá allí y no va a ser la implosión de unos edificios la que la sepulte. El final del documental no hace más que acentuar esta idea. Ahí vemos al entonces gobernador de São Paulo, Geraldo Alckmin (hoy candidato a presidente) presentando la inauguración de un nuevo complejo de cárceles, esta vez uno más "humano y moderno", que ayudará a solucionar el problema de la sobrepoblación carcelaria. Aquí sí hay cabida para la ironía.
Aún así, la película de Sacramento, está lejos de ser una simple crítica socio-política contra el gobierno y sus métodos de reducción del crimen, aunque este tema esté presente. En dos secuencias Prisionero… logra todo lo que Carandiru quiso hacer y nunca logró, permitir que los presos puedan hablar por ellos mismos, y lo hace de la forma más directa posible: entregándoles una cámara.
El proyecto nació a partir de un taller de video realizado con los presos una vez por semana en el propio Carandiru. Con el tiempo, el equipo pasó a prestarles cámaras para que registraran sus vidas durante la semana, momento en que los realizadores no estarían presentes. De esta forma, el documental de Sacramento es la más perfecta antítesis que Carandiru pudo tener. La película no es una respuesta al largometraje de Babenco, pero es imposible pensar en una sin la otra. No sólo porque ambas tratan sobre la mayor cárcel de Latinoamérica, sino por cómo se diferencian en su forma de ver, de registrar y editar una realidad. Babenco cree comprender la vida de estos prisioneros. "Sabe" tanto de ellos que él mismo se transforma en su vocero. Sacramento jamás llega a pensar algo remotamente parecido, renunciando a su posición de director cuando entrega las cámaras a sus personajes optando porque sean ellos mismos quienes registren sus vidas. Lo que mejor demuestra esto es una escena clave y maravillosa, absolutamente de antología: uno de los presos decide mostrar cómo se vive un amanecer desde una celda. En los últimos 20 minutos de la cinta, vemos a tres presos despertarse a las cinco de la mañana para simplemente esperar la salida del sol. En ese tiempo los vemos conversar y prepararse café con sus improvisados utensilios domésticos, comentar sobre los primeros ruidos que se oyen en la mañana y como ven y sienten el despertar de la ciudad. Por sólo esta escena, Prisionero da Grade de Ferro se hace más que relevante dentro de la filmografía brasileña, renovando la forma de abordar un tema, con la generosidad y fino cálculo de un director que entiende cuando dejar que sus personajes tomen la delantera.
Hoy en Brasil no existen escuelas, grupos, ni movimientos intelectuales que puedan aglomerar una forma o una idea de hacer cine como lo hubo antiguamente cuando existía la rivalidad en los 60 y 70 entre el Cinema Novo y el Cinema Marginal, donde los casi desconocidos y olvidados cineastas marginales (como Jose Mojica Marins, Julio Bressane y Rogerio Sganzerla) clamaban por un cine más pop y experimental y libre de las raíces nacionalistas que irónicamente los cinemanovistas impregnaban en sus obras. Tal vez puedan identificarse ciertos patrones dependiendo de las empresas productoras que cada vez se hacen más poderosas y han logrado crear identidades mercantiles, pero que no pasan de precisamente eso, una marca como cualquier otra.
Aún así no deja de ser interesante el fenómeno que se da en las regiones fuera del eje tradicional de producción (Rio-São Paulo). En el sur está la Casa de Cinema de Porto Alegre fundada en los 80 como una cooperativa de realizadores de documentales experimentales. De allí surge Jorge Furtado, una figura enorme y curiosa dentro del cine brasileño, no tanto por sus películas, sino más bien por el camino que ha trazado en el mundo audiovisual.
Furtado se hizo conocido mundialmente a principios de los 90 por Ilha das Flores, un cortometraje de difícil clasificación que bordeaba entre el falso documental y la experimentación narrativa. La película es un raciocinio ultra-lógico de lo que representa la cadena de sucesos que llevan a gente de extrema pobreza a buscar su alimento en el basural llamado Ilha das Flores, en las afueras de Porto Alegre. O por lo menos ésa es una forma de ver la película. Algunos la consideran una broma de mal gusto y otros la encumbran como la película más política hecha en la historia del cine de Brasil. Hay para todo. Después de recorrer casi todos los festivales de cortometrajes y documentales del mundo, Furtado siguió experimentando con otras películas, sin importar mucho si eran de él o de sus amigos. Escritor y productor compulsivo se hizo un nombre por su originalidad y fino humor que podía pasar de la ironía al metalenguaje o a lo llanamente estúpido. Fue con Ilha das Flores que el mundo del cortometraje brasileño comenzó a recibir atención y crecer año a año. Tanto así que hoy la producción de cortos es notablemente fértil y un mundo aparte respecto del largometraje, con festivales, muestras y cineclubs realizándose todo el tiempo, a lo largo y ancho de todo Brasil.
Luego de trabajar por años como guionista de televisión y de largometrajes que también producía (todos en Porto Alegre), Furtado se lanzó recién el 2002 como director de cine realizando al mismo tiempo O Homem que Copiava y Houve Uma Vez Dois Verões. La primera es una comedia de situación mezclada con policial sobre un trabajador de una fotocopiadora que encuentra una forma de falsificar dinero con la nueva máquina a color que llega a su lugar de trabajo. Enamorado de una vecina, se dedica a elaborar fórmulas de cómo salir de su realidad de empleado de sueldo mínimo, llegando a incluso asaltar un banco. Hecha en 35mm, con alto presupuesto y figuras conocidas, el gran mérito de la película era la ligereza con que se tomaba estos temas y sin plantear dilemas morales ni nada parecido. Houve Uma Vez Dois Verões sigue un poco el estilo, pero en un tono menor. Es una comedia simple, sobre un adolescente que pierde la virginidad con una desconocida en un verano con amigos. A pesar del breve encuentro, el protagonista se enamora de la chica en cuestión esperando encontrarla nuevamente en el verano siguiente. Al contrario de O Homem que Copiava, fue hecha con un presupuesto mínimo, filmada con cámaras miniDV y actores jóvenes desconocidos, entre ellos el propio hijo de Furtado. La película consiguió consagrarse como una comedia adolescente simple, liviana e interesante. El 2004 lanzó la película Meu Tio Matou Um Cara, que no logró el mismo éxito que sus dos anteriores. Sus guiones se caracterizan por depositar mucho peso al diálogo, con escaletas extremadamente detalladas, casi herméticas, en donde no hay nada al azar, donde todo tiene una función en la historia.
Ya por el norte del país tenemos a tres realizadores que han colaborado entre sí en sus respectivas películas, dándoles una especie de cohesión estética, aún cuando hablan de temas muy diferentes. Madame Satã, de Karim Ainouz, fue escrita conjuntamente con Marcelo Gomes y Sergio Machado y se estrenó a fines del 2002. Homosexual, travesti, performer, ladrón y a veces cantor de sambas, Madame Satã era una figura emblemática de la bohemia carioca que llegó incluso a cumplir condena por algunos asesinatos. Marcelo Gomes y Sergio Machado estrenaron sus respectivas películas Cinema, Aspirinas e Urubus y Cidade Baixa en el Festival de Cannes del año pasado en la sección Un Certain Regard. La primera es la historia de Johann, un alemán que recorre el nordeste del Brasil, durante la II Guerra Mundial, con su camión vendiendo aspirinas por pequeños pueblos perdidos. Johann muestra a los habitantes, un pequeño corto cinematográfico que habla sobre las bondades del remedio y así consigue entusiasmar a la gente que nunca ha visto cine en su vida, a comprar aspirinas. Durante sus viajes, se hace amigo de Ranulpho, un campesino que pretende llegar hasta Río de Janeiro para buscar trabajo, pero que acaba trabajando para Johann como su asistente.
Cidade Baixa, habla sobre dos amigos, dueños de un pequeño bote de cargas que recorren los ríos del estado de Bahía. En uno de esos viajes, se encuentran, con la hermosa Karinna, una prostituta a quien llevan hasta la ciudad de Salvador donde ella llega para trabajar en un cabaret. Rápidamente los dos se enamoran de ella, y Karinna también de ellos formando un triángulo amoroso que de a poco comienza a contaminar la relación de los dos amigos. En estas dos películas, Karim Ainouz también colaboró en los guiones.
A pesar de que las tres películas son muy diferentes entre sí, tienen en común precisamente la postura de alejamiento frente a la "cuestión brasileña". En vez de transformar sus historias y/o personajes en discurso socio-político, estos tres realizadores se interesan más por contar una historia y concentrarse en el proceso de la realización cinematográfica. La historia no gira en torno a la situación de espacio/tiempo en que la película sucede, sino a sus personajes.
Hay en estos dos polos de producción, una voluntad por quebrar la carga que significa ser un filme brasileño. Aparentemente la propuesta es que cada vez sean más simplemente "filmes" sin la necesidad de ningún adjetivo. Otros ejemplos de esto son realizadores como Claudio Assis (Amarelo Manga) y Beto Brant (O Invasor) que juegan con los géneros y se enfrentan directamente con las ideas preconcebidas del cine nacional.
Por el momento el cine en Brasil se sigue alimentando de las cintas sobre viejos artistas y músicos en el documental (se viene CaetaNU Cinema sobre Caetano Veloso), y una nueva moda, seguramente nacida a partir del fenómeno documental: los biopics. Este año se estrena Zuzu Angel de Sergio Rezende, sobre una modista famosa de los 60 que tuvo su hijo secuestrado por la dictadura, y no hace mucho Cazuza (sobre un rockero de los 80 que murió de sida), 2 Filhos de Francisco y Olga. Esta última es una producción de la Globo filmes, brazo cinematográfico de la famosa cadena de televisión, y fue dirigida por Jayme Monjardim, director de telenovelas como El Clon y Pantanal. Basada en la historia de una comunista judía exiliada de Alemania que se casó con la figura izquierdista más importante de Brasil, Luiz Carlos Prestes, Olga es un carísimo folletín de la peor calaña que sin embargo tuvo un exitoso paso por la cartelera. Hasta ahora la Globo es la única cadena que se ha aventurado en la producción de cine, aunque en el pasado participó en la distribución de varias películas, Ciudad de Dios incluida.
Lejos están los años de producción artesanal y sin dinero del cine brasileño. Hoy las películas se esmeran en ser cada vez más profesionales, lo que inevitablemente ha ido encareciendo las producciones año a año. Quizás estos nuevos cineastas, sin el peso de la nacionalidad, nos traerán un cine cada vez más independiente, no en el sentido de producción, sino de la estética, de tener una independencia estética de ese estigma opresivo llamado Cinema Brasileiro.