CRÍTICA

  • Una vida en secreto
    Por Daniel Sendrós


    Quien acostumbre caminar por el interior de cualquier país –más aún alguno de nuestros países todavía cerriles– habrá visto alguna vez la clase de criatura que aquí se muestra: una muchacha de monte adentro, sensible, inteligente, pero ignorante de muchas cosas, que no sabe hablar con propiedad, tomar los cubiertos, ni caminar con mínima elegancia. Al contrario, se balancea con los pies para afuera, y sufre cuando le ponen zapatos, porque de chica “nunca conoció cuero en las patas”. Digamos, alguien torpe en la sala de estar, aunque tenga dinero, pero bien desenvuelta cuando está con sus iguales en las tareas rurales, o de cocina y limpieza.

    Ahí se siente a gusto. Fuera de su ambiente se vuelve por entero apocada, vergonzosa, reticente. Tal, el personaje de esta historia que Autran Dourado, abogado, periodista, meduloso escritor (reciente premio Camoens, algo así como el Cervantes de la lengua portuguesa) ambientó en un pueblito perdido de comienzos del siglo XX. Hasta ahí, a su casa, don Conrado, brusco pero atento hombre de negocios, trae a su prima Gabriela, a quien todos llaman Biela, una flacucha insulsa de 17 años, que ha quedado huérfana, y, antes aún, parece haberse quedado en la preadolescencia. Su madre murió cuando ella era niña, y el padre, hombre de campo, la crió como al descuido. Calidez de hogar, sólo vio entre el personal de servicio.

    Biela es heredera de una buena finca, y Conrado administra sus bienes con mucha responsabilidad. Él y su mujer, doña Constanza, sólo quieren cumplir con su deber, para que nadie diga que descuidaron a una parienta, o que viven a costillas de una tonta con plata que ni sabe cuánto es dos más dos, ni le interesa. Por eso Constanza trata de educar a la prima del campo, inculcarle el gusto por el buen vestir y las labores “propias de señorita”, alejarla de la peonada, y hasta encajarle un novio un poquito más despierto que ella, lástima que después resulte vago y mala persona. La otra se deja llevar, con suave resignación. Parece que al fin la están civilizando un poco. Pero, llegado el momento, la gola que le aprieta el cuello resulta apenas el primer símbolo de incomodidad pequeño burguesa que se saca de encima, antes de tomar, al fin, sus propias decisiones. “Cada uno elige el mundo en que quiere vivir”, se resigna Constanza. “Tienes razón. Cada uno monta su caballo como quiere. O como puede”, completa el marido. Ésta no es una comedia, aunque tenga sustancia para ello, y tampoco termina ahí. La segunda parte nos muestra una Biela bastante feliz, que hace su vida segura de sí misma entre la gente que quiere, y con la simpleza que ella gusta, pero no todo será un camino de rosas. Quizás el desenlace, un poco triste, resulte inútil para el gusto actual, cuando el cine nos impone heroínas no sólo más vivas que uno, sino también dominantes e indestructibles. Biela, en cambio, es una de esas pobrecitas almas que apenas ocupan unas páginas de Balzac o Pérez Galdós, algún film de Rohmer, Astruc o Bertucelli, o unas líneas de Lugones, como esas de “Los ínfimos”, donde el poeta saluda cariñosamente a “la muchacha fea / que no tiene quien la vea”. Delicada, ricamente expresiva, es la actuación de la rubia Sabrina Greve, que al comienzo parece casi un bicho de campo y de a poco se va volviendo casi linda (y de carácter cada vez más complejo). También delicada, y suave, leal y riesgosamente calma, igual que el libro, es la puesta en escena de Suzana Amaral, una realizadora de 69 años al momento del rodaje, y cuya obra más conocida es A hora da Estrela, también sobre una chica apocada, a la que sólo prestan atención cuando comete alguna estupidez (el film, en ese caso, se basa en una obra de Clarice Lispector). Nadie se detiene por esta clase de personajes, ni por estas obras, pero vale la pena prestarles un poco de atención. Quién sabe si no hay alguien con un poco de Biela, o de Estrela, cerca de nosotros.

     
        
     
     


    (Fuente: Revista Criterio )



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