Para nuestro cine naciente, negado por la intelectualidad argentina ansiosa siempre, por viajar a Europa, en esa América Latina disgregada culturalmente, Viña del Mar fue un encuentro ansiado, quizás vislumbrado, una sorpresa permanente —conocimos a un cineasta llamado Sanjinés que hacía cine en Bolivia—, una alegría desbordante —encontrarse por primera vez con el cine cubano—, una máquina de sueños generadora de muchas realidades pequeñas e inmensamente grandes que hoy vivimos en nuestro Nuevo Cine Latinoamericano.