TESTIMONIO



  • Informe de Brasil
    Por Alex Viany


    Casi cuarenta premios internacionales en cerca de cinco años; programas retrospectivos en Genova y Berlín; muestras de documentales en Leipzig y Viña del Mar; artículos y debates en algunas de las más influyentes revistas de cine del mundo; —nombres como los de Ruy Guerra, León Hirszman, Glauber Rocha, Nelson Pereira dos Santos y Paulo César Saraceni aparecen cada vez con más frecuencia en los respetuosos escritos de los críticos más importantes—son unas cuantas de las victorias ya conquistadas por el joven y combativo Nuevo Cine de Brasil.
    Dentro de la desorganización crónica y de la aparente inconsecuencia que han caracterizado la historia del cine brasileño, los primeros quejidos de ese movimiento de renovación comenzaron a ser escuchados en el inicio de la década del 50, cuando un grupo de cineastas jóvenes desencadenó una ofensiva en dos frentes: en uno, contra el cosmopolitismo hueco de las producciones más pretenciosas que procuraban tardíamente importar los patrones de un Hollywood en decadencia; en otro, contra el populismo falso de las desgarbadas comedias musicales a las 6 que se dio el nombre de "chanchadas".
    La iniciativa de ese grupo de innovadores encontró eco inmediato y entusiasta en una nueva generación que daba los primeros pasos en la crítica y en los cine clubes. Todo un plan de acción fue trazado en los dos congresos nacionales del cine brasileño que se realizaron en Río de Janeiro y en Sao Paulo en 1952 y 53.
    En 1952 el neorrealismo italiano fue la máxima inspiración del primer filme del crítico Alex Viany, Aguja en el pajar, en el cual Nelson Pereira dos Santos sirvió como asistente de dirección. Y neorrealistas fueron los dos primeros filmes del propio Pereira dos Santos, Río, 40 grados, (1955) y Río, Zona Norte, (1956), así como su producción de El gran momento, de Roberto Santos (1958). Sin embargo, esas tentativas se insertan también entre las raras búsquedas de un cine brasileño legítimamente popular, retomando un cauce que ya había producido Favela de mis amores, de Humberto Mauro, (1935), Juan Nadie de Mesquitinha (1937), y Moleque Tiao, de José Carlos Burle y Aliños Azevedo (1943); por otro lado, tanto Aguja en el pajar como Río, 40 grados, procuraron utilizar conscientemente ciertos elementos populistas de la “chanchada''.
    Entre 1958 y 1962 hubo una serie de experimentos en cortometrajes de 16 milímetros; al mismo tiempo, el movimiento ganaba ímpetu entre unos pocos críticos respetables de Río, Sao Paulo y de Salvador; empezando realmente a ser visto como un movimiento, aunque todavía inorgánico. Su nombre apareció por primera vez alrededor de 1959-1960, y el propio movimiento naciente era por entonces tan fluido e indefinido como el de la "nueva ola" francesa. Pero cada nuevo cineasta traía con él no solo su talento, su personalidad, no sólo sus influencias extranjeras particulares —tan variadas como Buñuel, Eisenstein, Ford, Godard, Kurosawa, Resnais, Rosellini, Visconti—, sino principalmente un amor intensó por el cine y una determinación todavía más firme de encontrar un lenguaje cinematográfico verdaderamente capaz de reflejar los tremendos problemas sociales y humanos del país. Tales afinidades acabaron por dar una forma, una unidad, un sentido fraternal al movimiento. En 1960, Alinos Azevedo, decano de los escritores brasileños de cine, ayudó a Roberto Farías, formado en la chanchada, en su primer esfuerzo serio, Ciudad amenazada; en 1961, Nelson Pereira dos Santos se ofreció para producir el primer filme de Glauber Rocha, Barravento; en 1966, Carlos Diegues dio a Antonio Calmon, de 19 años de edad, vencedor de un concurso de aficionados, su primera oportunidad como profesional, al mismo tiempo que llamaba a Gustavo Dahl, recién salido de su primer cortometraje, En busca del oro, para montar La gran ciudad; en 1967; Diegues aceptaba trabajar cómo productor en Muchachas de Ipanema, de León Hirszman.
    Pero, naturalmente, ya que incluí' tantas personalidades agresivas y contrastantes (que quieren captar y denunciar de las más variadas formas las candentes cuestiones en que se debate el hombre brasileño), el Nuevo Cine jamás podría ser visto como un movimiento sereno, académico. En 1961, Glauber Rocha, que a los veintitrés años era uno de los más furiosos críticos de la nueva generación, miraba con espanto el pasado reciente, después de los primeros ejercicios prácticos en dos cortometrajes casi secretos, en tanto aguardaba el lanzamiento de su Barravento. "¿Qué era lo que queríamos?", preguntaba. "Cuando Miguel Borges hizo un manifiesto dijo que queríamos cine-cine". En la Reseña del Cine Latinoamericano, en Santa Margarita Ligure, Gustavo Dahl gritó revolucionariamente: "Nosotros no queremos saber cine. Queremos oir la voz del hombre". Y otro joven cineasta, Paulo César Saraceni, ya premiado internacionalmente con su documental Arrail do Cabo, (1960), generosamente abría el movimiento a los más viejos, al declarar que el Nuevo Cine no era "una cuestión de edad, sino de verdad". ,
    Muchos cineastas y aventureros vienen intentando oír la voz del hombre, en busca de sus propias verdades, desde los lejanos días de las primeras filmaciones brasileñas, que los historiadores pueden, atribuir tanto a Vittorio di Maio, en 1897, como a Alfonso Segreto, en 1898. Sea como fuera, esos dos italianos contribuyeron decisivamente a la implantación y difusión del cine en Brasil.
    En 1908, el portugués Antonio Leal se asociaba a otro italiano, Francesco Marzullo, para producir Los estranguladores, filme más largo que los acostumbrados en aquella época, basado en un caso policial que había estremecido poco antes la vida tranquila de Río de Janeiro. Ese filón policíaco —aprovechando casi en términos de reportaje los crímenes que más emocionaban a la opinión pública del país— atravesaría todas las fases del cine brasileño hasta florecer modernamente en Puerto de cajas, de Paulo César Saraceni (1961) y El asalto al tren pagador, de Roberto Farías (1962).
    Entre 1908 y 1911, hubo un gran salto de producción, principalmente en Río de Janeiro, patrocinando por algunos exhibidores que se lanzaron a la factura de filmes para exhibición en sus propios cines. Además de Pascual (Pascuale) Segreto, para quien trabajara su hermano Alfonso, se destacaron especialmente William Auler (brasileño), Giuseppe Labanca (italiano) y Francisco Serrador (español). Muchos de esos filmes eran cantados y hablados tras bambalinas por los actores que habían posado para las cámaras de Alberto Botelho, Julio Ferrez, Antonio Leal y otros pioneros. La más famosa de las producciones cantadas fue sin duda Paz y amor, fotografiada por Botelho y dirigida por Auler en 1909, teniendo como guión una historia que José de Patrocinio Filho, escribiera por encargo, satirizando la vida carioca y la situación política.
    No obstante las dificultades ocasionadas por el aumento de metraje de los filmes y por el creciente predominio de la producción extranjera en el mercado brasileño, batalladores de todas las especies y orígenes jamás dejaron de luchar por la supervivencia de la producción de películas en Brasil. Y considerando los obstáculos que tuvieron que enfrentar, fueron notables los esfuerzos de Luis de Barros, Paulo Benedetti, Alberto y Paulino Botelho, Vittorio Capellaro, Francisco de Almeida Fleming, Antonio Leal, Humberto Mauro, José "Medina, Joao Stamato y tantos más, notablemente en el período que va de la Primera Guerra Mundial al advenimiento del cine sonoro. Resaltemos que en toda esa época —y hasta bien recientemente—, la historia del cine brasileño no tuvo un desarrollo racional ininterrumpido, siendo por el contrario constituida de saltos regionales prácticamente estancos (Campiñas, Recite, etcétera), y manifestaciones individuales sin continuidad.
    El gran talento creador surgido en esos tiempos heroicos fue el de Humberto Mauro, principal responsable del llamado Ciclo de Cataguases. Después de la ingenua experiencia de Valadiao o Crátera (1925), Mauro emprendió  realizaciones  cada vez más osadas: En la primavera de la vida, (1926), Tesoro perdido, (1927), Brasa dormida, (1928) y Sangre minera (1929). "A falta de recursos y comodidad", escribiría Mauro más tarde, "mi entusiasmo había adoptado de inmediato el imperativo nacional: quien no tiene perro, caza con gato. Sin autores, montaje, maquillaje, etc., toda la familia representaba, y se filmaba al hombre de la ciudad y del campo en sus quehaceres habituales. La naturaleza era sorprendida y se daba vueltas a la imaginación para suplir con expedientes los medios mecánicos: confeccioné relámpagos y tempestades usando la luz solar, una tela negra y una regadera". Más que todo eso, sin embargo —con su talento de cineasta y su temperamento brasileño— Humberto Mauro realizó una obra eternamente válida, que serviría de ejemplo e inspiración años después a las muchachadas del Nuevo Cine.
    Es de admirar que Mauro y sus compañeros hubiesen producido tanto, 40 años atrás, en una ciudad del interior de Minas Gerais. Como él mismo reconocería en 1954, el esfuerzo estaba condenado de inicio como empresa industrial y comercial. "El filme nacional, bajo todos los pretextos, encontraba una resistencia compacta e' invencible entre los distribuidores, que estaban atados a los monopolios extranjeros, que avasallaban con sus productos el mercado brasileño de punta a punta. Logramos el lanzamiento de Brasa dormida, por la Universal, y el de Sangre minera a través de Urania, pero rebajándonos a la condición de mendigos. A falta de utilidades compensadoras, la sociedad se disolvió".
    Tratando de reaccionar contra ese estado de cosas, Ademar Gonzaga que en la revista Cinearte, fundada en 1926, defendía ardorosamente el cine brasileño, intentó concentrar en Río de Janeiro los varios elementos de talento surgidos en los ciclos regionales, tales como Francisco de Almeida Fleming (de Pouso Alegre, Minas Gerais), Otavio Gabus Mendes (de Sao Paulo) y Gentil Roiz (de Recite, Pernambuco), además del propio Mauro. Como Paolo Benedetti, Gonzaga ya había producido una película importante Barro  humano  (1929).  Fundando la Cinedia, confió su primera producción, Labios sin besos (1930) a Humberto Mauro, y la segunda, Mujer, (1932), a Otavio Gabus Mendes. Enseguida proporciona ría a Mauro la oportunidad de realizar lo que tal vez sea su obra maestra, Ganga bruta (1933) una sorprendente antología de arte cinematográfico, de clara inspiración freudiana.
    No se sabe si Ademar Gonzaga podría haber hecho más si hubiese sido un buen comerciante en vez de un apasionado diletante. Intentó, sin duda, al contrario de lo que acontecería veinte años después, durante la ambiciosa aventura de Vera Cruz, mantener un laboratorio dentro del estudio y una distribuidora propia a su lado. Pero el mantenimiento de una productora y una distribuidora por un particular, sin ninguna ayuda gubernamental, demostró ser imposible en la práctica. No existiendo entonces legislación proteccionista y mucho menos fiscalización de la renta, la producción de Cinedia no podría encontrar una rentabilidad capaz de dar a la iniciativa un aspecto de estabilidad industrial. Sea como fuera, la Cinedia logró resistir, en esa primera fase, hasta 1951, desempeñando un gran papel en la formación de técnicos y artistas, garantizando prácticamente, durante la ingrata década de 1930, la continuidad de la producción cinematográfica brasileña.
    En toda la década de 1930, la producción cinematográfica brasileña no alcanzó siquiera un total de ochenta filmes de largometraje. En la década siguiente, casi que llegaría a los noventa filmes, gracias principalmente a Atlántida, que mucho prometió con su primera producción Moleque Tiao (1943), pero que luego se acomodó al ritmo de "chanchada".
    No obstante sus notorios defectos, la chanchada sirvió para probar que el filme brasileño podía ser un buen negocio; y poniendo en la pantalla los trajines y la jerga de la gente de Río de Janeiro, acabó de una vez con la leyenda, creada por unas cuan tas películas pretendidamente serias, de que el brasileño no sabía comportarse frente a las cámaras y de que el idioma portugués no se prestaba para los diálogos cinematográficos. Entre 1944 y 1954, en más de una docena de chanchadas de la Atlántida, los comediantes Oscarito y Gran de Ótelo, encarnando siempre picaros charlatanes sin embargo, simpáticos y siempre ha blando la jerga del momento, establecieron un clima de intimidad con el público, convirtiéndose por eso en los pri meros nombres de la cartelera del cine brasileño.
    En la década de 1930, domina da por la Cinedia, la producción brasileña de películas de largometraje, incluyendo documentales, no llegó, como hemos visto, a alcanzar un total de 80; en la década del 40, bajo el signo de la Atlántida, anduvo por la centena; en la década del 50, que comenzó con la Vera Cruz para enseguida ver el apogeo de la chanchada y el nacimiento del Nuevo Cine, subió a casi 300.
    En esas tres décadas, el cine brasileño resolvió muchos de los problemas de su insuficiencia crónica, aprendiendo a narrar y a hablar, aprendiendo las más modernas técnicas y teorías, aproximándose por fin a su definición como cine nacional.
    Sin embargo, permanecieron insolubles muchos problemas industriales, comerciales, profesionales, técnicos y cultura les, que la experiencia de la Vera Cruz sirvió para levantar, barajar y en ciertos casos hasta empeorar.
    Consecuencia directa y precipitada del gran salto industrial de Sao Paulo, la Vera Cruz, pensando en términos de un Hollywood que ya entonces se desmoronaba, quiso corregir, de golpe, todos los errores de la atribulada historia del cine brasileño, pero en la realidad sumando a los errores de Hollywood algunos de su propia invención; construyó enormes y anticuados estudios, de mantenimiento difícil y costosísimo; entregó la distribución de sus películas a empresas extranjeras; contrató con exclusividad muchos actores y directores, pagándoles altísimos salarios, aun cuando pasaban meses seguidos sin trabajar; entregó la dirección y el guión de muchos de sus filmes a extranjeros recién llegados que nada sabían de Brasil, y en ciertos casos poquísimo sabían de cine; desconoció las condiciones y las posibilidades del mercado interno, en el ansia de hacer "cine brasileño para el mundo". Resaltemos, sin embargo, del lado positivo, que hubo con la Vera Cruz una sensible mejoría en el nivel técnico y artístico de las películas brasileñas, a través de la contribución personal de profesionales competentes como Henry (Chick) Fowle, Oswald Hafenrichter y otros. Las producciones Vera Cruz de mayor éxito de cartelera fueron justamente las más brasileñas, Cangaceiro y Sinha Moca, estrenados en 1953, cuando el desgaste económico financiero de la compañía sólo podría ser solucionado por medio de inversiones todavía mayores y un completo cambio de la estructura administrativa.
    Ganando un premio de "filme de aventuras" en Cannes, Cangaceiro fue una de las primeras producciones brasileñas que realmente obtuvieron proyección internacional. No obstante la timidez y la falsedad con que Víctor Lima Barreto enfrentó su tema —tratado casi "a la extranjera" más como un pintoresco melodrama que por su validez social o simplemente humana— el filme sirvió para revelar un cineasta de talento, y, más que eso, todo un rico filón, que vendría a desembocar, en nivel y tono incomparablemente más serios, en Dios y el diablo en la tierra del sol, de Glauber Rocha (1964).
    Cuando cesó en sus actividades, la Vera Cruz desanimó al cine brasileño, creyendo muchos que en el futuro inmediato el país no tendría otra oportunidad de industrializar su producción de películas o de llevar a la pantalla asuntos más serios. Debe decirse, entretanto, que tales asuntos serios —antes, durante y después de Vera Cruz— raramente tuvieron algo que ver con la realidad brasileña o con la capacidad de absorción de gran público. De ahí, por tanto, el predominio de la chanchada en los años que siguieron a la precipitada tentativa industrial paulista: 9 en 1955, 12 en 1956, 20 por año en 1957, 1958 y 1959.
    El mito del estudio hollywoodesco y la alienación del filme cosmopolita no morían con la derrota de la Vera Cruz. Por ese camino seguirían tres críticos paulistas: Rubem Biafora en Ravina (1959), Flavio Tambellini en El beso (1965), Walter Hugo Khouri en toda una serie de películas, desde Extraño encuentro (1958) a Cuerpo ardiente (1966), después de un primer ejercicio, más modesto, de producción independiente Gigante de piedra (1954).
    El filme que marcaría la década de 1950 —más que Cangaceiro y toda la experiencia de la Vera Cruz— sería sin embargo, la película anti Vera Cruz por excelencia Río, 40 grados. Su director, el paulista Nelson Pereira dos Santos, tenía apenas 27 años cuando fue estrenada. La edad de los directores iría decreciendo cada vez más en el movimiento que Río, 40 grados suscitaría: el Nuevo Cine.
    Aunque apenas unos 30 filmes de largometraje sean producidos anualmente en el Brasil, hay en el país cerca de 80 directores en actividad —o por lo menos, disponibles—y unos cincuenta más que ya hicieron cortometrajes y están en muchos casos prontos a pasar a la producción de mayor envergadura. Con todo, condiciones de trabajo particularmente difíciles interpusieron ocho años entre el primero y el segundo filme de Roberto Santos: El gran momento, (1958) y Hora y momento de Augusto Matraga, (1966). Glauber Rocha tuvo que esperar tres años entre el primero y el segundo filme: Barravento (1961) y Dios el diablo en la tierra del sol (1964); y más de dos años entre §1 segundo y el tercero, Tierra en trance (1967). En cerca de catorce años como director de películas de largometraje, Nelson Pereira dos Santos consiguió completar solamente seis obras: Río, 40 grados (1955), Río, Zona Norte, (1957), Mandacaru rojo, (1961), Boca de oro (1963), Vidas secas (1963) y El justiciero (1967). En los intervalos tuvo que trabajar como periodista y realizar una serie de documentales por encargo. Recientemente, terminó dos de esos documentales, al mismo tiempo que procuraba reunir condiciones para la producción de una leyenda irónica de canibalismo, situada en los viejos y truculentos días de la Invasión Francesa.
    Aproximadamente cuarenta y dos directores de largometraje disponibles están inextricablemente amarrados al viejo cinema, y casi el 50 por ciento de ellos,  nada  apreciable tienen hecho  en  los  últimos  tres años  o  más.  A ellos pueden sumarse  unos  veinte  que  se sitúan en  la frontera entre el viejo  y el  nuevo cine.  (Este escriba, como crítico, sitúa al director  bisiesto Alex  Viany entre los  fronterizos).  Un ejemplo típico es el de Anselmo Duarte, que comenzó como galán en  1947 e  hizo su primer  filme  como  director, Absolutamente cierto (1957), dentro  del  mismo  género  al que había servido como galán en  las comedias musicales sin pretensiones de Atlántida. Su El pagador de promesas ganador  de  la  Palma  de  Oro en Cannes (1962), es sin duda un caso fronterizo: aunque basado en la famosa pieza de Días Gomes, uno de los más modernos  teatristas  brasileños,  no dejaba  de  presentar  algunos ranciosos matices que recordaban los tiempos de la producción hollywoodiana de la Vera Cruz donde tuvo su momento de gloria como un Zorro antiesclavista  el  Sinha  Moca. Anselmo Duarte intentó repetir su éxito de Cannes con Vereda de salvación (1965); pero esta vez, aunque haciendo un esfuerzo para elevar su lenguaje cinematográfico a los patrones modernos del Nuevo Cine —con  la ayuda del excelente fotógrafo  argentino  Ricardo Aranovitch— apenas consiguió hacer claro que no tenía ninguna  actitud  crítica personal en  relación  con  su  tema de fanatismo  religioso.  Otro director fronterizo es  Roberto Farías,  que fue criado en la chanchada  y  que  hizo  su primer  filme  serio,  Ciudad amenazada, en 1960. Su sexto filme, El asalto al tren pagador, (1962), lo colocó entre las mejores promesas del nuevo cine; pero no cumplió la promesa en Selva trágica (1964), retornando a la comedia irresponsable con el éxito comercial de Toda doncella tiene un padre que es una fiera (1966).
    El Nuevo Cine propiamente dicho comprende hasta ahora más de veinte directores, la mayoría de los cuales todavía por los veinte, o mal entrados en los treinta años, y la mayoría también con un largometraje solamente en su crédito (Joaquim Pedro de Andrade, Miguel Borges, Mario Fiorani, Arnaldo Jabor, Walter Lima, Jr., Flavio Migliaccio, Domingos de Oliveira, Sergio Ricardo, Luis Paulino dos Santos, Triguirinho Neto, y otros más). Poquísimos son los que ya hicieron dos filmes (Carlos Diegues, Ruy Guerra, León Hirszman, Luis Sergio Person, Roberto Santos, Paulo César Saraceni), y solamente 3 ya hicieron más de dos filmes (Glauber Rocha, 3; Roberto Pires, 4; Nelson Pereira dos Santos, 6).
    Cada año ha traído la revelación de importantes talentos nuevos: en 1961, Glauber Rocha (Barravento) y Paulo César Saraceni (Puerto de cajas); en 1962, Ruy Guerra (Los cafajestes) y Flavio Migliaccio (Los mendigos); en 1964, Carlos Diegues (Ganga Zumba) y Sergio Ricardo (Ese mundo es mío); en 1965, León Hirszman (La fallecida), Walter Lima Jr., (Niño de ingenio) y Luis Sergio Person (Sao Paulo S.A.); en 1966, Joaquim Pedro de Andrade (El padre y la muchacha), Arnaldó Jabor (Opinión pública) y Domingos de Oliveira (Todas las mujeres del mundo).
    A las primitivas influencias del neorrealismo italiano se sumaron las de; la nueva ola francesa, del nuevo cine japonés, y últimamente de la nueva cinematografía de Polonia y checoslovaquia, para no citar las del cine verdad en, las extraordinarias experiencias de cortometraje de Joaquim Pedro de Andrade, Maurice Capovilla, Manuel  Giménez, León Hirszman, Amando Jabor, Sergio Muñiz, Nelsón Pereira dos Santos, Geraldo Sarno, Paulo Gil Soares y otros. Pero si influencias como las de Antonioni, Buñuel, Godard, Kurosawa, Resnais, Rossellini y Visconti son señalables en muchos de los filmes del Nuevo Cine, se hace cada vez más claro que el movimiento viene adquiriendo una personalidad propia en los últimos tres años, aproximándose a una definición. Cine social, cine de autor, cine sin estudios, cine barato, cine de cámara en mano: todo eso, y mucho más, ha sido suscitado como, indispensable a esa definición. Y, con pocos años de vigencia, el Nuevo Cine ya pasa a ser una influencia, como se verificó en los dos concursos de filmes de aficionados llevados a cabo por el Jornal do Brasil en 1965 y 1966.
    Escribiendo en 1961, Glauber Rocha decía que "nosotros no queremos Eisenstein, Rossellini, Bergman, Fellini, Ford, nadie"; y agregaba que "nuestro cine es nuevo porque el hombre brasileño es nuevo y la problemática del Brasil es nueva y nuestra luz es nueva1 y por esto nuestras películas ya hacen diferentes de los cines de Europa". El Nuevo Cine quería hacer filmes de autor, sustentaba Rocha; filmes en los que "el cineasta pasa a ser un artista comprometido con los grandes problemas de su tiempo; queremos filmes de combate en la hora de combate y filmes para construir en Brasil un patrimonio cultural".
    La "vieja estupidez era tan grande", comentó el crítico Orlando Senna en la misma ocasión, "que esta nueva dirección aparece casi como una revolución, cuando debería nacer con la naturalidad de una lucha necesaria. Como cualquier revolución, ésta comienza violentamente y nosotros tenemos la obligación, de ser violentos". Sin conocerlas, el crítico se hacía eco de las palabras de Miguel Torres en 1960: "Nuestra verdad está aquí en Brasil, en un país semidesarrollado, recientemente salido de la prehistoria, donde todo el mundo actúa emocionalmente (..,). Nosotros necesitamos matar, violentar, inclusive con detalles de perversidad. Esta es nuestra verdad bárbara".
    En esta búsqueda de la verdad bárbara, Vidas secas, de Nelson Pereira dos Santos, podría ser visto como la coronación máxima de un período de formación; y Dios y el diablo en la  tierra  del  sol, de Glauber  Rocha, como el disparo inicial de un segundo tiempo. Entre los avances de ese segundo tiempo, Gustavo Dahl destaca una aproximación en relación a la literatura y una preponderancia de temas urbanos. "Sobre la vieja oposición entre cine urbano y cine rural, creo evidente que, cuando el Nuevo Cine emprendió los primeros filmes, se encontró con un área en donde los problemas estaban más radicalmente colocados y donde por consiguiente podría evolucionar más fácil y eficientemente: Por eso, se concentró en el Nordeste y en la favela".
    Ahora, agrega Dahl, hay una necesidad de ensanchar la problemática e ir a buscar en otras regiones, otros ambientes, otras zonas sociales, el mismo tipo de "approach" que se tiene en relación al Nordeste y a la favela. Tengo la impresión de que el recurrir a las obras literarias viene de una cierta sensación de desamparo delante de otra temática, de una temática más compleja, como sería la temática urbana, la temática de la burguesía, la temática de la clase media, la temática de la inteligencia.
    En ese sentido, El desafío, de Paulo César Saraceni, y Sao Paulo S.A., de Luis Sergio Person, bien podrían ser el punto de partida de la segunda fase a la que se afilia también el primer largometraje del propio Gustavo Dahl, Los bravos guerreros (1967). Aún así, el filme más representativo de las más grandes preocupaciones del Nuevo Cine en este momento tal vez sea Muchacha de Ipanema, de León Hirszman, que intenta desmitificar ciertos mitos populares a través de la utilización de esos mismos mitos.
    Habiendo conquistado un joven público intelectualizado, particularmente entre los universitarios de los grandes centros urbanos, el Nuevo Cine ahora pretende ampliar su campo de acción y su mercado interno, en una doble ofensiva en que se confunden los intereses culturales y comerciales. Antes del lanzamiento de Muchacha de Ipanema, dos filmes estarán sondeando el mercado con ese objetivo: Todas las mujeres del mundo, de Domingo de Oliveira, y El justiciero, de Nelson Pereira dos Santos.
    Es verdad que el Nuevo Cine no ha conseguido revelar y mantener nombres de cartelera que se comparen a los de Osearito y Grande Ótelo en su apogeo. Pero Norma Benguel ya es internacional y atrae mucha gente a los cines. Helena Inés (El padre y la muchacha), Fernanda Montenegro (La fallecida), María Ribeiro (Vidas secas), Anecy Rocha (La gran ciudad), Glauce Rocha (Tierra eh trance) y Eva Wilma (Sao Paulo S.A.), son indudablemente merecedoras de todo el respeto; y a ellas, a corto plazo, podrán unirse Iris Bruzzi (Las cariocas), Leila Diniz (Todas las mujeres del mundo), Leina Krespi (Amor y desamor), lona Magalhaes (Dios y el diablo en la tierra del sol), Marcia Rodrígues (Muchacha de Ipanema), y otras más. Entre los actores, Valmer Chagas (Sao Paulo, S.A.), Geraldo del Rey (Dios y el diablo...), Eliezer Gomes (Asalto al tren...), Atila lorio (Vidas secas), Antonio Pitanga (La gran ciudad), Mauricio de Vale (Dios y el diablo...), y Leonardo Vilar (El pagador de promesas, Hora y momento de Augusto Matraga), van conquistando crítica y público; y no es difícil prever que Anduino Colassanti (El justiciero), Reginaldo Farías (ABC de amor) y Paulo José (El padre y la muchacha, Todas las mujeres del mundo) harán rápidos progresos en el mismo sentido. Siendo un cine de autor, el Nuevo Cine es un cine de directores, que, en su búsqueda de un lenguaje moderno, depende más de los directores de fotografía que de los mismos actores. Y, de hecho es imposible imaginar el fabuloso avance del movimiento sin la extraordinaria contribución de fotógrafos como Ricardo Aronovich, Luiz Carlos Barreto, Alfonso Beato, Mario Carneiro, Fernando Duarte, Valdemar Lima, Dib Lufti, José Rosa, Helio Silva y tantos más.
    En los próximos meses, la producción tiende a crecer considerablemente, a través de tres factores principales: 1. la regularización de los financiamientos de la Comisión de Ayuda a la Industria Cinematográfica (CAIC), en Guanabara; 2. El financiamiento de las producciones brasileñas por distribuidoras extranjeras, tales como la 20th. Century Fox, que participó de El mundo alegre de Helo, de Carlos Alberto de Sousa Barros, y la Cóndor, que patrocinó El justiciero; 3. La acción del Instituto Nacional de Cine (INC), principalmente en lo que respecta al financiamiento de filmes y a la fiscalización de ingresos.
    Oficialmente instalado el 20 de enero de 1967, el I.N.C. es todavía una incógnita, vista con perplejidad, optimismo o pesimismo por los hombres del cine brasileño. Si bien que sus estatutos comprenden algunas medidas levantadas como reivindicaciones a través de muchas luchas —especialmente en los congresos de 1952 y 1953— solamente su actuación práctica en los próximos años, revelará si tienen razón los optimistas o los pesimistas.
    El período ahora en pleno desarrollo será probablemente marcado por un número mayor de adaptaciones literarias (como Hora y momento de Augusto Matraga y Niño de ingenio), de investigaciones de la vida urbana (como Muchacha de Ipanema, La gran ciudad, y Sao Paulo S.A.), y también por un análisis más profundo de los grandes temas políticos y sociales de la actualidad (como El desafío y Opinión pública). Esta última tendencia tomará ciertamente las formas más variadas: Glauber Rocha apeló a la alegoría surrealista en Tierra en trance ; Paulo Gil Soares dará a un diablo moderno el papel central de su fábula, Proezas de Satanás en la feria de lleva-y-trae; Carlos Diegues pretende acompañar, en O brando retumbante, la historia de una familia brasileña del pasado al futuro; y Walter Lima Jr. entrará directamente en los dominios de la ciencia ficción en Brasil año 2000.
    Todo el sentido de movimiento del Nuevo Cine tal vez esté resumido en las palabras que en 1962, poco antes de morir prematuramente, el actor-escritor Miguel Torres dictó a David Neves: "El arte es tan difícil como el amor, y lo que hay de bueno en esta gente nueva es que casi nadie tiene grandes certezas. Ninguno hasta ahora descubrió una verdad absoluta, felizmente... Si la verdad absoluta es imposible, por lo menos podemos llegar mucho más cerca de ella... Tenemos el deber de registrar el momento histórico, político y social de nuestra era, y vamos a intentar hacerlo sin mezclar tintas para agradar la visión de quienquiera que sea".

    (Fuente: Revista Cine Cubano 120)


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