CRÍTICA

  • Felices juntos
    Por Bruno Maccari


    Teniendo en cuenta las características de su filmografía y el lugar que ocupa Marcelo Piñeyro en la industria cinematográfica local, el punto de partida de Kamchatka –con un argumento centrado básicamente en las incertidumbres de los primeros días de la última dictadura– podría haber deparado un recorrido ilustrativo, redundante y poco feliz. Afortunadamente, la potencialidad de un guión destacado y las elecciones del director a la hora de precisar su tratamiento, terminan ubicando a este reciente film de Piñeyro más cerca de Garage Olimpo que de, digamos, La noche de los lápices. Es cierto que obras como las de Bechis y Piñeyro difícilmente hubieran podido surgir sin el precedente realista y la función de registro histórico de aquélla; pero aún así, y a más de un cuarto de siglo del momento re-creado, no deja de ser valorable que el director haya optado por ahondar la línea abierta por el film de Bechis, caracterizado por enfoques de la temática del Proceso más autorreferenciales, personales y hasta poéticos.

    De hecho, es debido a ese tratamiento que el film de Piñeyro se universaliza, los momentos históricos –el referencial y el de la recepción– se emparentan, se reflejan y se potencian; el relato se vuelve vital, productivo, y las palabras del final cobran una materialidad dolorosamente actual: "...cuando las cosas se ponen difíciles, Kamchatka es el lugar dónde resistir...". Y el lugar de la resistencia será cualquier sitio que logre mantener unidos a los protagonistas, ya sea su nuevo hogar de emergencia, la casa de los abuelos o simplemente un auto; lo primordial es mantenerse unidos el mayor tiempo posible. De aquí se desprende toda la reflexión sobre el tiempo, la duración y la resistencia, que opera en distintos niveles del relato y se transforma en uno de los ejes centrales del film.

    El principal acierto de Kamchatka radica entonces en valerse de todo el saber que comparte con el espectador en relación a la temática y al momento histórico, sin intentar reescribirlo, traducirlo, explicarlo o interpretarlo. A partir del saber común, la dialéctica de la evidencia y lo no mostrado se hace innecesaria, y el relato se vuelve orgánico y claro, literal y simbólico a la vez: una serie de fundidos sobre los rastros de un comando militar dejan de ser vestigios de una referencia de base para abrirse en una dimensión más poética y emotiva.

    En este proceso de repliegue narrativo sobre sí, coexisten durante el relato una serie de recursos que lo dotan de un vigoroso espesor simbólico. El susurro al oído de la palabra guía ("Kamchatka") inaugura el relato, el silencio visual del mismo plano internaliza su resonancia sobre el final. En medio del trayecto, una abundancia de elementos superpuestos: la secuencia sobre reproducción celular que abre el film remitiendo a la noción del origen biológico; la palabra "Abracadabra" (alter ego lingüístico del título del film) en el "ahorcado" que juegan los niños; un libro infantil sobre Houdini que potencia la figura del escapismo; la presencia extendida de la naturaleza brindando un sustento orgánico a la supervivencia social; el juego de guerra que condensa la dinámica de la invasión y la resistencia; la serie Los Invasores en el televisor, una forma de anclar y metaforizar a la vez... Y finalmente, dando cuerpo a esta red significante de recursos narrativos, el punto de vista de Harry, el "chico escapista", que explora lúdicamente el devenir de su familia, otorgando al film su carácter de relato profundamente primordial.

    Teniendo en cuenta estos matices discursivos y el modo en que sintetiza la dicotomía entre lo social y lo poético, resulta natural relacionar el film de Piñeyro con El espíritu de la colmena, de Víctor Erice. El pequeño Harry y su familia, al igual que Ana en el primer largometraje del director español, demarcan con su escape clandestino una auténtica aventura de conocimiento, una genealogía de crecimiento que se tensa entre juegos, advertencias, sospechas y alarmas... La presencia de la naturaleza, los juegos infantiles, las narraciones míticas, el temor y el desconcierto, son sólo algunos de los rasgos comunes que unen a ambos films. El humor es otro de ellos: su utilización constante y el modo en que el juego transforma la existencia, también parece remitirnos a los contrastes dramáticos de La vida es bella de Roberto Benigni, aunque Piñeyro se aleje lucidamente de las intrigas y causalidades genéricas del film italiano.

    Más allá de esta serie de virtudes en el guión original, resultaría injusto –aún siendo una constante en la factura final de las realizaciones del director– no mencionar el alto grado de calidad que ostenta el film en todos sus rubros. Precisamente, la mayor virtud de Piñeyro en la construcción del relato, radica en el traslado armónico del carácter y la esencia del tratamiento escogido a cada uno de los aspectos parciales del film; así, al guión de Marcelo Figueras, se suman unas actuaciones ajustadas, una pregnancia visual y lumínica cautivante, y un uso acertado de la banda de sonido. Pese a que en este aspecto no escasean los pasajes musicales tan característicos de Piñeyro, el rubro sirve para destacar la mesura y delicadeza de la dirección: lejos del efectismo audiovisual que bordeaban algunas secuencias de sus films anteriores, los pasajes musicales de Kamchatka ostentan una serenidad y una contemplación acordes con el clima general del film.

    Por todo ello, y aún sin alcanzar la riqueza en el contraste dramático de Benigni o la dimensión poética que alcanzan los escasos metrajes de Erice, Kamchatka consolida a Piñeyro como el director argentino más efectivo y equilibrado del momento, y se confirma a sí misma como su obra más lograda, sólida y madura hasta el día de hoy.
    Estreno en Buenos Aires: 17 de octubre de 2002.



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