ARTÍCULO



  • La noche de los inocentes y la disección de un policía
    Por Rubén Padrón Astorga


    La noche de los inocentes de Arturo Sotto, competidora por Cuba dentro de la Sección Oficial, nos ha obsequiado con un personaje tan bien escrito, actuado con tanta gracia, con tanta destreza, que uno de los análisis de la película ha de hacerse forzosamente en función de él. Se trata del personaje de Jorge Perugorría, que encarna a un policía llamado Frank.

    Frank tiene en la cinta un valor radical, no solo porque es el eje de la historia, sino porque sufre una disección inusual, a partir de haber sido sancionado por abuso de poder a la entrada de un cine y de hacer una investigación que no le toca en una sala de hospital.

    Casi todos los policías que se han visto en nuestra televisión o en nuestro cine son tan íntegros que apenas se reconocen personas en ellos. Eso para no hablar de que estos personajes jamás se han tomado el trabajo de cuestionarse la profesión ni de expresar las cosas que piensan como policías o las ventajas y desventajas de serlo. Y no estoy añorando policías corruptos, sino humanos.

    Se trata entonces de echar luces sobre una realidad humana, una de las mejores intenciones que puede tener el arte, casi la única, en este caso la realidad humana de un policía, tan poco iluminada entre nosotros. Sabemos que su labor consiste en ocuparse de que la vida de la gente ande en paz. Cumplir con rigor esta premisa hace al buen agente. Pero la policía peca a veces de exceso de rigor.

    El de nuestra película está sancionado por exceso de rigor. La multitud que se atropella para entrar a un cine es para él un casus belli, un motivo de guerra. Motivo comprensible, ya Frank se ocupará de demostrarlo.

    En algún momento de la película se descubre su falta y se sabe que ha sido expulsado de la policía. Frank, para defenderse, intenta justificarse. Reconoce que empujó a la gente en el cine con toda su fuerza, pero que a todos les pidió perdón. Entonces, desesperado, dice que no comprende cómo es posible que los habaneros lleguen a romper una vidriera con tal de ver una película, cuando en Santiago lo hacen para conseguir ventiladores. El reconocimiento de este absurdo es una de las grandes sumergidas psicológicas que hace la película. El policía no entiende a la gente y esta incomprensión lo irrita hasta cegarlo.

    Nuestro agente tiene una única intención, estimulada por su novia enfermera: ser un buen policía. Ese único deseo echa por tierra toda la fila de personajes que se han escrito para ser policías en nuestros audiovisuales. Esta necesidad de Frank de hacer bien su trabajo, de corregir el error que cometió, de parecerse al policía ideal, que para él no es otro que el gran Humphrey Bogart (ojo, un ejemplo de policía bien hecho), y al querer acercarse a su ideal está demostrando su íntima convicción de que no ha sido bueno hasta ahora, esta necesidad de Frank, decía, es la oportunidad que nos da la película para imaginarnos qué hubiera hecho, en su lugar, un policía distinto, por ejemplo, el que está realmente encargado del caso.

    Alteremos un poco lo que cuenta la película. Imaginémonos que un policía cualquiera entra en la sala del hospital y ve reunida a una familia en torno a un travesti golpeado e inconsciente. Lo primero que sentirá será repulsión. La figura del travesti, como da cuenta de sobra la película, le produce repulsión, horror o hasta gracia, una gracia macabra, a casi todos los personajes. La madre se espanta de que su hijo se vista de mujer, espanto lógico, porque sabe el peligro a que se expone. El padre lo golpea salvajemente, sin saber que es su hijo, solo porque está convencido de que la única actitud posible que se puede tener en relación con un travesti es golpearlo. El amigo del padre lo estimula desgañitado a que le de una paliza. Los camilleros se burlan de él. Los enfermos avanzan en tropel para ver la figura espantosa de un travesti. La recepcionista del hospital se ríe en la cara de su madre, cuando pregunta: “¿Usted tiene un hijo maricón?”. Esta repulsión que todos sienten por el travesti es la denuncia que hace la película de uno de los tratos más despreciables que se da a persona alguna en estos tiempos.

    Pero sigamos con la película imaginaria. Luego de observar el espectáculo, el policía cualquiera hará las dos o tres preguntas que le tocan y se irá a hacer el informe. El resto de la familia, el italiano y la novia se atacarán unos a otros hasta que el travesti se levante furioso (recuérdese que estaba fingiendo inconsciencia) y les eche en cara a cada uno la parte de culpa que le toca en su desgracia. Claro, que sin la ayuda de Frank, tal vez nadie se enteraría de lo que realmente ha pasado, porque ninguno se atreve a decirlo, y a juzgar por lo mesurado que se ha mostrado el supuesto travesti a lo largo del filme, tampoco él, por pudor, lo dirá.

    Como se ve, la figura de Frank es esencial en la película. Él es quien escucha, analiza, compara y descubre. Frank le dice al italiano, “hasta ahora el primer sospechoso es usted”. Le dice a la niña, “es en ti en la única que confío”. Le dice al padre, sin sensiblería, con un desprecio absolutamente convincente, que es él quien ha golpeado a su hijo. No me imagino qué otro personaje de los que estaban en la sala, no ajeno totalmente a los sucesos previos, con cosas que ocultar, sin deseos de hacerse centro de la pesquisa, hubiera sido capaz de decir estas cosas y de descubrir la verdad. Frank, con una potestad falsa, hace las veces de interrogador, de jurado, de juez imparcial.

    Y he aquí la tesis la película, al menos la que a mí me interesa: solo porque Frank está resuelto por convicción propia a descubrir la verdad, y a hacerlo bien, lo logra; y es eso precisamente, y no otra cosa, lo que lo hace un buen policía. Más de una vez se le reprocha a Frank que no lleve uniforme. “El hábito no hace al monje”, responde, y se toca desafiante el peine inofensivo que lleva bajo la camisa. El otro policía, el verdadero encargado de escribir el informe, llega a la sala justo antes de que se acabe La noche de los inocentes. La cinta no se ocupa de él.

    Frank no solo es el más humano de los personajes, y el más humilde (es el único en toda la película que pide perdón), es también el único que al final siente una auténtica paz, por estar convencido de haber hecho algo bien. Por lo demás, como antes decía, la actuación de Perugorría es excelente. Frank quería parecerse a Bogart, y no dudo que Perugorría haya hecho su personaje tan bien como lo habría hecho el actor yanqui. No exagero, ya los he visto a los dos hacer de policías.



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