El cine puede volverse mínimo, trabajar con pocos elementos, rehuir el diálogo, apostar por la divagación narrativa. Es posible simplificar la anécdota hasta las últimas consecuencias. El cine latinoamericano es capaz de desechar el barroquismo que lo ha caracterizado durante largo tiempo. Demostrar lo anterior parece ser la apuesta del director Ariel Rotter en El otro.
El filme, que compite en la selección oficial del 14° Festival de Valdivia, es una clara opción por lograr una película íntima frente a la saturación sensorial a la que nos tiene acostumbrados el cine industrial de los últimos tiempos. El punto de partida de El otro es simple: Juan Desouza, un abogado de mediana edad, viaja desde Buenos Aires a Entre Ríos por motivos laborales; sin embargo, decide quedarse allí más tiempo del previsto. Se trata de un personaje cuarentón, en crisis, que se enfrenta a la inevitable “maldición” de envejecer. La narración gira en torno a sus dudas y a las decisiones que, sin mucha premeditación, va tomando.
Alrededor de Juan se despliega una larga serie de antítesis o, tal vez, de dualidades. La vejez y la juventud; la gestación y la muerte; lo urbano y la naturaleza, lo cotidiano y lo nuevo... Todo ello forma parte de un mundo por el que Juan camina como por el filo de una navaja. Una balanza de la que Juan parece ser su fiel. Un fiel inestable, de 46 años, que al más leve soplo puede caer hacia un extremo o el otro.
La historia es antes que nada una reflexión sobre la identidad. Quién es Juan, quién podría (o querría) ser y quién seguramente será, son las tres preguntas que enmarcan al personaje. Por ello no es una casualidad que desde un comienzo y durante toda la película Juan se vea obligado a dar su nombre y decir su ocupación a distintas personas. No es tampoco una casualidad que esas identidades vayan cambiando a lo largo de la historia a medida que cambia el personaje.
Una película que tiene una crisis de identidad como eje podría caer en la tentación de volverse discursiva, un riesgo mayúsculo cuando se están abordando las viejas preguntas existenciales. Sin embargo, El otro está en las antípodas de la pregunta retórica, el soliloquio, las frases ingeniosas o los diálogos complejos. Parece huir de todos ellos con cierto escrúpulo y con una fuerte dosis de timidez y pudor. El otro está a diez años de distancia cronológica y en un universo estético casi opuesto al de Martín (Hache), por ejemplo. Así, en la película de Rotter ni existe ni podría existir el ya clásico Dante, el amigo gay creado por Adolfo Aristarain, ese personaje que funciona como una especie de conciencia del resto, que sirve como compañía constante, sabia y desengañada, que es una suerte de Mefistófeles postmoderno.
Por el contrario, Rotter se embarca en un filme donde el diálogo ha sido sustituido por la mirada, con toda su carga expresiva. Una mirada que se vuelve intensa e introversa, a la vez. Los personajes se comunican más a través de ella que mediante la palabra, un recurso que se reduce casi al mínimo, que se reserva para algunas frases cotidianas. La mirada, en cambio, triunfa. La película comienza con ella: Ariel Rotter nos pone en los ojos (y no ante los ojos) del protagonista durante una consulta al oftalmólogo. Son esos ojos que la edad ha vuelto miopes los que querrán abrirse a una mirada nueva y, tal vez, a una identidad nueva.
De forma coherente con lo anterior, la narración sigue las divagaciones de Juan Desouza –interpretado sobria y elegantemente por un galardonado Julio Chávez- y juega también a divagar. Es difícil saber qué caminos seguirá, se abren ciertas posibilidades a lo largo de sus 83 minutos de duración, que no son tomadas y se siguen ciertos rumbos que no estaban previstos. Rotter sabe lo que quiere contar, pero se toma tiempo y juega con placer a seguir distintos rumbos, a dejarse llevar por un azar aparente dentro de una historia mínima, contada con recursos simples, pero cuidados hasta el mínimo detalle.
Una especial mención debe hacerse a la Dirección de Fotografía y de Arte a cargo de Marcelo Lavintman y de Aili Chen, respectivamente. Su trabajo permite hacer de El otro una película donde el qué pasa a ser menos importante que el cómo, lo cual, en este caso, debe considerarse como un aspecto positivo dentro de la apuesta global de la cinta. Se trata de una historia donde el color juega un rol protagónico. El otro es melancólicamente azul. La camisa de Juan, los azulejos del baño, las luces de la calle, los escaparates de las tiendas y los jarrones de las habitaciones son de un azul frío que se mantiene como una presencia sutil y para nada forzada. Hacia la mitad de la película el azul entrará en una suerte de pugna con el rojo que se expande por los muebles y la decoración del hotel en el que pasa sus noches Juan. Este último color aparece precisamente en el momento en que el protagonista decide cambiar, casi como un juego, su identidad. Sin embargo, la melancólica omnipresencia del frío azul a la larga será el sustrato sobre el cual se erguirá la historia, contribuyendo a crear un estado de ánimo reflexivo y pausado.
La profundidad de campo, la cámara fija, las acciones fuera de campo -a través de encuadres innovadores (particularmente en la escena final)- y el juego de las imágenes fuera de foco que repentinamente se enfocan forman parte de un lenguaje audiovisual rico en elementos, pero que no agobia ni termina por volverse recurrente o convertirse en un dispositivo obvio para el espectador. Cabe destacarse, en este ámbito, la escena en la que Juan camina de noche por una carretera. La oscuridad es prácticamente total, solo una tenue luz ilumina su perfil y, a lo lejos, los focos de los camiones aparecen como amenazadores destellos. Los recursos son simples, pero lograr crear una sensación de inquietud y soledad que no enturbia la música -como podría preverse- y que resalta poderosamente la hábil utilización del sonido.
Si el diálogo resulta esquivo, el ruido por el contrario se vuelve fundamental. Las respiraciones, el canto de los pájaros, los ruidos de la calle, de los automóviles, de los pasos no son un acompañamiento, sino que tienen un carácter tan explícito como el de un personaje más. La banda sonora juega, así, un rol de gran importancia narrativa, sin la cual, la película podría volverse opaca.
En síntesis, es El otro una película simple, pero no simplona, muy sencilla en la anécdota que narra, pero no por ello superficial. Un filme que abandona el discurso unívoco, comprometido, retórico y, a veces, barroco -algo no siempre negativo- del cine latinoamericano de décadas pasadas. Es también una película que deja a un lado toda pretensión de deconstruir el relato o de hablar de un mundo global, algo tan de boga por estos días con realizadores como Alejandro González Iñárritu. Su apuesta, por el contrario, está revestida de un carácter altamente polisémico que tiene algunos puntos comunes con la estética de cineastas como Lucrecia Martel o Alicia Scherson.