Dentro de sus habituales (y generalmente notables) diarios íntimos y films-ensayo, este resulta particularmente sentido por el fuerte espíritu autobiográfico que lo motivó.
El cine y la literatura han servido en innumerables oportunidades para que un director/autor pueda recuperar (¿reinventar?) la historia de su familia. Eso es lo que hace Cozarinsky en Carta a un padre, una de sus películas más modestas y, al mismo tiempo, más emotivas y logradas.
El director de Fantasmas de Tánger y Nocturnos conoció poco a su padre, un marino que se pasó buena parte de su vida viajando. Con la ayuda de los testimonios de familiares y de un frondoso material de archivo (sobre todo cartas y fotos) que utiliza con precisión, no sólo reconstruye la historia de él sino también la de sus abuelos rusos y de esa inmigración judía que se asentó en distintas colonias de Entre Ríos desde fines del siglo XIX.
Yendo de lo íntimo a lo social, del presente al pasado, de las palabras (el off es bello aunque en ciertos pasajes un poco recargado) a las imágenes (y a la música del Chango Spasiuk), Cozarinsky va encontrando distintas piezas para completar ese rompecabezas afectivo en un viaje personal sobre los viajes de su padre y los de toda una generación que escapó del caos y la miseria para buscar un nuevo lugar en el mundo en tierras entrerrianas.
Carta a un padre es la película (lírica e inevitablemente nostálgica) de un viejo sabio: pequeña, noble, tierna, pero al mismo tiempo con una maestría que le permite cual gambeteador eludir todas las zancadillas de los lugares comunes propios de este tipo de relatos familiares y los golpes bajos sensibleros.