CRÍTICA



  • El cine de los necesitados
    Por Arantxa Bolaños de Miguel


    Elefante blanco demuestra que hay otros tipos de personas en el mundo que son capaces de conceder ese bien tan preciado que es su vida (y su derecho a usarlo en beneficio propio), y donarlo para ayudar a los demás, a los más desfavorecidos, y esto, sea por la fe o por cualquier ideología, es realmente admirable.

    El Nuevo Cine Argentino, que surgió en la década de los 90 como expresión iconoclasta e innovadora, disfruta hoy de un gran auge internacional de la mano de sus máximos exponentes: Burman, Trapero, Alonso o Martel. Pablo Trapero, además de romper con el anterior cine argentino autocensurado de la dictadura, se desmarca de este movimiento por cuanto ya no muestra la crisis, vicisitudes y cuitas de la clase media burguesa argentina postcorralito, sino que denuncia la miseria en la que viven los marginados, no solo de la sociedad, sino de un cine que filma al margen de ellos. Es, además, uno de los cineastas más reconocidos en el exterior (esta película estuvo presente en el Festival de Cannes, y cuenta con una muy buena acogida dentro de la crítica) debido en gran parte a su sobriedad estética y a una puesta en escena con un ritmo trepidante y con planos-secuencia larguísimos cercanos al documental: así consigue la impronta de verosimilitud que convierte al espectador en un ser activo, siendo él quien decide en qué parcela del conjunto le interesa más fijar su mirada.

    Ya desde sus comienzos, Trapero ha filmado la realidad y la dureza en la que viven multitud de argentinos, víctimas de la corrupción política-social-económica: denunció la impunidad de la violencia policial en El bonaerense, la falta de derechos en las cárceles en Leonera, el negocio de las indemnizaciones fraudulentas en los accidentes de tráfico en Carancho y la lucha social del Movimiento de Sacerdotes para el Tercer Mundo en Elefante blanco. Estos dos últimos filmes mantienen un díptico que analiza las dos posiciones divergentes frente al sufrimiento ajeno: y es que mientras que en Carancho los personajes eran unos crápulas que chupan la sangre ajena para sobrevivir, aquí en Elefante blanco demuestra que hay otros tipos de personas en el mundo que son capaces de conceder ese bien tan preciado que es su vida (y su derecho a usarlo en beneficio propio), y donarlo para ayudar a los demás, a los más desfavorecidos, y esto, sea por la fe o por cualquier ideología, es realmente admirable.

    Comienza ya con fuerza a presentar a los dos protagonistas: Ricardo Darín, un cura (dando una vez más ejemplo de su multitud de registros) que solicita el relevo de otro (que se encuentra en misiones en Centroamérica, con un claro homenaje a la mítica La Misión), para más adelante, adentrarnos en los entresijos de la labor religiosa-social que estos realizan en un barrio de Buenos Aires olvidado por todos: Villa Lugano, descubierto, además de por una ágil cámara, por una más que apropiada canción. De hecho el propio título Elefante blanco alude a este carácter de proyecto en construcción eterno, que a ningún estamento conviene terminar y que, aunque iba a ser el hospital más grande de Sudamérica, aún hoy está abandonado por la Administración y actualmente pertenece a la Asociación de las Madres de la Plaza de Mayo.

    Retrotrayéndonos a los años 70, el llamado Movimiento de Sacerdotes para el Tercer Mundo, que aunó religión y política y, sobre todo, acción cristiano-marxista donde los curas predicaban menos y actuaban más, está aquí de actualidad con los propósitos de estos dos curas, acompañados por una asistente social muy comprometida también con la lucha social. Así, el director quiere hacernos reflexionar sobre la misión de ciertos curas en barrios humildes que (como ocurrió también en España con el socialista Padre Llanos) son capaces de llevar a la práctica el ideario comunista de Jesús de Nazaret sin estar corrompidos por la jerarquía eclesiástica al ser también ellos el último eslabón de la cadena. Y, por supuesto, dedicado a la memoria de Carlos Mugica que, con su famosa plegaria “Sueño con morir por ellos, ayúdame a vivir para ellos”, trasladó la lucha (no exenta de tentaciones) de aquel judío revolucionario al siglo XXI. “Tentaciones” para algunos, para otros expresión de su sensibilidad, y que no hacen sino que admiremos más a estos personajes de la lucha obrera: como el amor carnal, contrario a la doctrina de la Iglesia Católica, analizada a través del tercer personaje, una asistente social (interpretado por Martina Gusmán, la esposa del director, una mujer dotada de unos ojos capaces de expresar el horror, pero también la pasión y la compasión) con la que uno de los curas mantendrá una apasionada historia de amor y de sexo, y que ejemplifica aún más el ideario y vida de aquél revolucionario tan valientemente filmado en La última tentación de Cristo, o La Pasión. Y es que el celibato es un pecado capital: privarle al ser humano del amor, el sexo y la familia debería estar prohibido porque hace a las personas más acorde con los demás, y más humanos, como lo hacen también esos momentos de cobardía y desánimo que acontecen en algún momento de la vida de todo luchador.

    Por todo esto, estamos ante una dura crítica hacia la jerarquía religiosa, la apatía, la corrupción, la ampulosidad y la lejanía con el mensaje cristiano-marxista de lucha y justicia. Pero estos curas van a lidiar contra el establishment, peleando por conseguir que los villeros tengan los mismos derechos que los demás habitantes porteños, pero mientras los curas se dediquen a aletargar a los más débiles no hay problema, la complicación surgirá cuando no solo pidan caridad, sino justicia. Dicen que el llamado cine de denuncia solo sirve para convencer a los ya convencidos, y, por desgracia, esto suele ser así, pero en el caso de Trapero ha conseguido que su cine trascienda más allá de su visionado: tras Leonera consiguió cambiar varias leyes penitenciarias de cárceles de mujeres y su derecho a vivir con sus hijos en la cárcel cuando son menores, y tras Carancho se impuso un mayor control de las ratas que se aprovechan del dolor ajeno para hacer negocio, de los carroñeros, los buscadores de oro tras los terribles accidentes de tráfico. Por ello, no está de más la necesidad de su cine, pues si bien el cine es un arte, y en ese plano se mantiene la mayoría de las veces, en el caso de Trapero es además política, en el sentido mejor del término, pues consigue lo que otros ya quisieran: cambiar un poquito este mundo e infundir esperanza, pese a la crudeza en la que vivimos. Y en este sentido sí que necesitamos cine que, tras la excusa de una obra de arte, haga útil lo que en su mismo germen lleva implícito la futilidad, la intrascendencia o la simple hermosura banal. Y no estamos precisamente sobrados ni de buenas noticias, ni de buenos acontecimientos como para menospreciar cualquier atisbo de mejora, provenga de donde provenga. Esperemos, así, que el elefante blanco, símbolo constante del olvido de los desheredados, de los empobrecidos por el capitalismo salvaje, sirva para recuperar este plan inacabado como metáfora de la lucha por la justicia, y el derecho universal a la sanidad, actualmente pendiente de un hilo por  la avaricia de los corruptos y la pasividad de todos los demás. Esta película lanza una luz hacia la verdad, la verdad de que somos más, de que la unión hace la fuerza, de que perderemos muchas batallas, pero que tenemos razón y que solo a través de los valores cristianos o marxistas (cada cual que elija el que mejor le parezca, aunque debe saber que son prácticamente lo mismo) podemos reconstruir este mundo que están hundiendo una pequeña pero voraz panda de saboteadores, de usurpadores.

    (Fuente: miradas.net)


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