CRÍTICA



  • Tierra en la lengua, la retórica de la maldad

    La violencia en Colombia ha hecho de su geografía un escenario de la crueldad. Recreada en las ficciones que han tratado de explicar el caos, descubrimos un largo aprendizaje para construir una retórica de la barbarie.

    Una forma de entender y describir el miedo. La noticia que registró a principios del siglo XIX el sargento, actor cómico, sastre, comerciante y escritor José María Caballero en sus Particularidades de Santafé, anunciaba el desastre que sería un hábito hecho vicio en el país: “A 29 (de junio de 1813) se encontró a la orilla del río de San Francisco una mujer (hermana del maestro de carpintería Ramón el Carruscado), muerta y enterrada en una zanja. La sacaron y se encontró sin ojos, sin lengua, la cara toda cortada, los brazos con puñaladas, ahorcada con una liga, algunas partes cortadas hasta el hueso”.

    En su anticipación de la música de carrilera, la noticia de Caballero sería reciclada por la historia fúnebre de un país donde la maldad destruye la armonía y somete a sus víctimas con la arrogancia del poder. El paisaje del Sagrado Corazón de Jesús ha revelado las facetas de la sordidez de distintas maneras a través del tiempo y cada generación ha narrado sus historias según la retórica y el temperamento de su época.

    Los realizadores nacidos entre los años 70 y 80, que ahora se toman el poder tras las cámaras, empiezan a cumplir las promesas que forjaron su pasado cinematográfico y el ritmo de un tiempo que ha transcurrido con vértigo. Desde que presentara su cortometraje La cerca (2004), Rubén Mendoza descubrió una variación al lugar común del canibalismo doméstico, animado por el horror político, narrando con la sencillez de su guion las consecuencias del rencor y la muerte entre un padre y su hijo. Se trataba de una reinvención de la violencia donde el pasado y sus demonios estaban sugeridos y resueltos en escenas que ilustraban el enfrentamiento familiar y, por extensión, el enfrentamiento de un país que ha intentado resolver sus pesadillas practicando el tiro al blanco con sus enemigos.

    El mundo según Mendoza se empezó a poblar de personajes que vivían al extremo de pasiones tortuosas, en ciudades que podían arrinconarlos para hundirlos en la oscuridad de una miseria sin cuartel (La sociedad del semáforo, 2010); personajes temerosos por las consecuencias de un pasado misterioso y tétrico (Memorias del calavero, 2014); emblemas de la crueldad que ejercieron la tiranía en el entorno familiar, sometiendo sin cuartel a las mujeres y a los hijos que obedecían, como perros apaleados, a la dictadura del machismo —propiciado por la condición servil de las mujeres—, enseñando de qué manera la locura criminal de un país podía trastornar las relaciones conyugales y filiales con las mismas desventajas entre un amo y sus esclavos (Tierra en la lengua, 2014).

    A la multiplicación de los fantasmas en las películas de Mendoza se sumó de forma directamente proporcional otra promesa cumplida: su conocimiento de la forma cinematográfica para utilizarla al servicio de la narración, matizando cada historia con la agilidad del montaje, útil para enfatizar la temperatura emocional de los guiones, haciendo de la cámara un testigo capaz de transmitir con eficacia el sentido visual de un relato. El hijo que sueña lanzando a su madre desde un puente para que caiga encima del padre y lo mate; el trancón monumental de un escuadrón de ambulancias; la procacidad de un hombre que no quiere suicidarse en su vejez, manipulando sin fortuna a sus nietos para que lo asesinen, pueden ser consideradas ilustraciones cinematográficas que definen en La cerca, La sociedad del semáforo y Tierra en la lengua el interés de una generación para descubrirse a sí misma en un país que se equilibra, tratando de salvarse ante el abismo.

    Al inicio de Tierra en la lengua escuchamos la voz de Rubén Mendoza entrevistando a su abuela, mientras la pantalla muestra los fragmentos de películas caseras que certifican la realidad en la que está basada la ficción. La advertencia de la abuela, modulando su voz con suavidad, murmurándole a Mendoza que la entrevista no puede continuar si tienen la mala suerte de que el abuelo llegue de repente al lugar en donde graban, le agrega otro giro a la historia: ¿la película es un testimonio documental con el aspecto de la ficción, aunque parezca una alucinación alrededor del miedo, comprueba una vez más el carácter desquiciado que tiene la realidad en Colombia?

    La respuesta se revela de manera aterradora durante la puesta en escena con la que Mendoza evoca el carácter desalmado de Silvio Vega (Jairo Salcedo), un hombre forjado por la violencia que lo definió a lo largo de su vida y que replica con la brutalidad que despliega en su entorno familiar.

    Recurriendo al contraste de personajes contradictorios para destacar el mundo que representan, Silvio Vega viaja al Llano acompañado por dos nietos de nobleza artesanal, Lucía (Alma Rodríguez) y Fernando (Gabriel Mejía) —la chica es dueña de su espíritu a través del yoga; el chico es una bala perdida de sensibilidad confusa—. Un trío que resume el paso del tiempo y la perspectiva distante entre el mundo de Vega y la frescura juvenil de los muchachos.

    Durante el viaje se revela el poder que tiene la retórica de la maldad al estilo de Mendoza. La tradición de la carretera y su paisaje, de la geografía y las costumbres cambiantes en el rompecabezas sin ensamblar que es Colombia con sus diferencias regionales, del repertorio campesino y la comparsa ineludible de la guerrilla que amenaza, de la violencia que los abarca a todos, son matices que Tierra en la lengua renueva, sin admitir la tragedia como espectáculo, concentrándose Mendoza en descubrir cómo afecta a los personajes en su intimidad.

    Los parlamentos de Vega hacen de él un ejemplo grotesco de las miserias humanas, opuesto a la juventud de Lucía y Fernando. Todos comparten un paisaje —fotografiado por Juan Carlos Gil y grabado con sus registros sonoros por César Salazar—, en el que Vega es la serpiente del paraíso y sus nietos un par de querubines sin alas que observan desconcertados la ferocidad del abuelito, aunque la conozcan desde niños.

    La locura de una mujer que le reclama a Vega un bebé imaginario, el silencio de los campesinos que trabajan en la hacienda, los personajes secundarios que hacen de la humillación un acto de resignación rencorosa ante el poder del gamonal, representan la condición generalizada de un país que aparece organizado en el interior del relato narrado por Tierra en la lengua, con el que Rubén Mendoza parece cancelar las deudas del pasado doloroso vivido por su abuela.

    Un indicio para comprender la filmografía de Mendoza y su tono visceral, sin imposturas, que define las temáticas de sus películas y su derecho legítimo para involucrarse como personaje paralelo en la historia de Tierra en la lengua, expresando la necesidad del narrador para utilizar las herramientas a favor de su talento y efectuar un exorcismo de los miedos que también a él lo persiguen.

    En Salcedo, Rodríguez y Mejía, Rubén Mendoza encontró los actores precisos para transmitir el miedo de la historia, un miedo que hacia el final de la película, cuando los chicos se burlan de su abuelo agonizante, invierte los términos de la crueldad: ante el cuerpo sin aliento, los nietos ejercen, quizás inconscientemente, una crueldad semejante a la que heredaron del monstruo familiar. La genética de la perversidad es un legado que se prolonga con la muerte. Tierra en la lengua ofrece así un punto de partida para descubrir otras formas de filmar las imágenes de la violencia y hablar con retóricas diversas el idioma que escuchamos en la pantalla y en la realidad de la que surgen ciertas ficciones que documentan nuestras pesadillas.


    (Fuente: Elespectador.com)


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