El chileno Patricio Guzmán le da una voz al agua que baña las costas de su magnífico y salvaje país, formulando un poético y fuerte "Yo acuso".
Es bastante excepcional que un documental forme parte de la competición berlinesa, pero El botón de nácar es una película bastante excepcional, una obra importante, que merecía reunir muchos esfuerzos, tanto en Chile como en Europa (ya que está coproducida por la española Mediapro y las francesas Atacama Productions y France 3 Cinéma con el apoyo del CNC francés y France Télévisions, Ciné+, la Radio Télévision suisse y la cadena regional alemana WDR.
Fiel al punto de vista de los elementos naturales y del cosmos sobre los que se fundó toda la cultura de los selknam, el pueblo amerindio hoy diezmado que vivía en armonía con la naturaleza chilena, extrema y majestuosa, el veterano documentalista Patricio Guzmán, de 73 años,parte de la idea de que el agua tiene memoria para contarnos la historia de su país y de sus más profundas heridas. Todo guiándonos a través de su voz, con la que el director nos muestra primero, tan de cerca que la imagen casi se convierte en conceptual, y totalmente lírica, un bloque de cuarzo encontrado en el desierto de Chile que contiene una gota de agua milenaria. El agua, que en la escalera del cosmos representa la vida, es tan omnipresente en la película como en Chile, que le debe su mayor frontera, esa en la que la Cordillera de los Andes se cae hacia un magnífico mar helado, golpeando los bloques de hielo cristalino con sus potentes olas.
Acompañado con el ruido de la lluvia –que seguimos también cuando se convierte en copos de nieve en las cimas y se vuelve a fundir, a través de una infinidad de pequeñas perlas inquietas, nunca estáticas–, el autor nos habla de los indígenas, que vivían desnudos en estos gélidos paisajes y trazaban líneas y puntos inmaculados como la nieve en sus pieles morenas. Los indígenas de grandes pies que los colonos (que los llamaban “patagones”) masacraron en medio siglo (a partir de finales del siglo XIX) apropiándose de su mundo, llevando con ellos sus microbios asesinos y terminando por acabar con los selknam al recompensar a los "cazadores de indios" que presentaban órganos de los indígenas abatidos.
Cuando finalizó este genocidio, otra exterminación le siguió a continuación, de la que el mar aún contiene rastros. En los años 1970, bajo la dictadura de Augusto Pinochet, la "Caravana de la Muerte" asesinó a millares e hizo desaparecer a centenas de personas. Hace solo diez años, se descubrió que habían sido atados, muertos o vivos, a raíles colocados en grandes bolsas de plástico que se arrojaron al mar por helicópteros de la armada. De los desaparecidos del centro de detención Villa Grimaldi, tirados al mar, ya no queda rastro alguno que permita identificarlos, o casi, si exceptuamos un botón de nácar incrustado en el óxido de uno de esos horribles raíles, fruto de la acción del agua.
"Si el agua tiene una memoria”, dice el poeta Raúl Zurita, “entonces también se acuerda de eso". En ella vive aún el recuerdo de cada uno de estos indígenas, de cada uno de los desaparecidos de la dictadura, y es por ello que Guzmán ha querido, ahora, darle una voz.