Como demuestra una parte importante del cine argentino reciente, el siglo XX de este país da cuenta de una larga crónica de crispación, de polarizaciones extremas que cristalizan en apoyos o rechazos viscerales a una u otra facción política. Y si hablamos de elementos polarizadores, Eva Perón es la estrella. En palabras de la película que nos ocupa, una divinidad sin religión. Heroína o villana según la perspectiva, cierto, pero universalmente reconocida como magnética agitadora de masas. Iniciando su narración justo después de su muerte, la nueva cinta de Pablo Agüero se sumerge en ese clima de enconamiento social tomando como hilo conductor el largo periplo del cadáver de “Evita”, que fue sacado de Argentina tras golpe de estado 55, y que se mantuvo más de veinte años oculto, bajo la presión continua para su recuperación de unos militantes peronistas anhelantes de tener presencia física, a modo de reliquia, de su mito por excelencia. Agüero se inscribe en la macrohistoria, a la que da cuerpo a partir de imágenes de archivo intercaladas a modo de intermezzos, y a la vez vertebra su película en torno a tres microhistorias tituladas, sucesivamente, “el embalsamador”, “el transportador” y “el verdugo”. Tres momentos muy puntuales que narran pequeñas transiciones durante el transcurso de esos veinte años de la fallecida en el exilio.
Así, el episodio del embalsamador, encarnado por Imanol Arias, es una metáfora de la conversión de una líder viviente en ídolo esculpido en piedra funeraria, sobre el que proyectar ilusiones o condenas según las convicciones, instituyendo una fábula sobre la que la propia muerta no tiene ya nada que decir. Lo expresan poderosamente las escenas en las que el embalsamador mejora los rasgos faciales de Eva, corrigiéndole facciones que interpreta como negativas, esforzándose por esculpir una deidad intachable. El episodio del transportador, por su parte, introduce la tensión entre la obediencia ciega que se espera del militar (y por extensión, de todo un pueblo sometido a la dictadura) y su memoria sentimental. Un trasfondo que da lugar a una tensa secuencia de violencia aflorante entre un soldado raso y su superior en el interior del camión que transporta a la finada. Por último, el episodio del verdugo recrea el secuestro por parte de guerrillas rebeldes del dictador Pablo Eugenio Aramburu. Una encarnación de la tiranía paternalista que, a diferencia del brutal régimen del 76 que vino después, aún se permite licencias de humanidad como el darle sepultura cristiana a la líder de su facción contraria en lugar de destruir su cadáver.
Por último, sendos monólogos del comandante Emilio Eduardo Massera (Gael García Bernal), un alto burócrata del terror del 76, abren y cierran la película y testimonian esa deshumanización absoluta de la tiranía que adelantaba la secuencia protagonizada por Aramburu: considera que el único error de los militares fue esa consideración por su parte al querer enterrar a “Evita”. De este modo, Agüero erige una lectura compleja y algo ambigua sobre el clima político argentino, desde una perspectiva que el que suscribe no termina de discernir si es de fascinación o de crítica hacia esa devoción por un cadáver embalsamado. Y, además, logra un trepidante ritmo narrativo a partir de secuencias con una estructura marcadamente minimalista (que se aplica, sobre todo, en los dos últimos episodios reseñados): alargados diálogos en los que la violencia soterrada va brotando hasta estallar en agresividad, bañados por un estilo visual tendente al claroscuro y una querencia por primeros planos invasivos que detallan el sudor tenso en los rostros de los personajes.