CRÍTICA



  • El bosque de Karadima, en el corazón de la negra espesura
    Por Enrique Morales Lastra


    El segundo filme del realizador de Drama (2010), es una película distinta en el panorama del séptimo arte nacional, por donde se le analice: la historia que relata es fuerte y durísima, pero dramatizada con un libreto de gran nivel, y la interpretación de su rol principal (a cargo de Luis Gnecco), quedará en la memoria colectiva durante un buen tiempo, debido a los logros de su caracterización y a los contrastes que ofrece para vislumbrar al perverso religioso, quien tejió una red de crímenes sexuales, poder financiero e impunidad moral. La cinta está llamada a convertirse en una pieza de culto de la filmografía local.

    El segundo largometraje de ficción del actor y cineasta Matías Lira (1975), está llamado a convertirse en una pieza de culto de la filmografía local. No soy ni un extremista ni un fanático al suscribir esta tesis, sino que simplemente un analista justo.

    Y esa incondicionalidad mía, se fundamenta en estos cuatro elementos artísticos, claramente objetivos e irrebatibles: en la sobresaliente interpretación de Luis Gnecco (quien encarna al tristemente célebre Fernando Karadima), en la hechura técnica y literaria del guión (a cargo de tres autores y de un asesor especialista), y en los notables encuadres y luminosidad de la fotografía, para terminar con la cuidada dirección de arte, que componen los esfuerzos del lente y de su perspectiva espacial.

    Acerca del primer punto: opino que el desempeño del actor, al que se le encargó abordar el papel del caído presbítero, lo realiza de una manera extraordinaria, que responde a la estrategia cinematográfica del director (constantes primeros planos que ponen la atención en sus expresiones faciales, en su encanto personal y en su mirada), de una forma que se constituye en ejemplo de gran desempeño frente a la cámara.

    En esa clave, y en un ambiente donde por lo general, los profesionales de las tablas no suelen cambiar ni el switch ni el formato a fin de trasladarse desde el teatro, para situarse ante el lente fílmico, el trabajo de Gnecco, aquí se alza como una muestra de que en Chile existen artistas capaces –si se les busca con ahínco- de abordar roles inauditos y complicados dramáticamente. En este plató: la del sacerdote que, aprovechándose de su poder simbólico y espiritual, en una sociedad de raigambres y de valores mayoritariamente cristianos, abusa de la debilidad y de la vulnerabilidad psicológica de sus feligreses, para violentarlos emocional y sexualmente, quebrando así su promesa y juramento de celibato, castidad y entrega total a Dios, y al pueblo de éste, a quienes debe “pastorear”.

    El protagonista se encuentra tan bien caracterizado, que a nadie le quedan dudas de sus comportamientos “dobles” y torcidos: una mirada insinuante, un beso en la mejilla indebida con personas de ambos sexos, la soledad con adolescentes en habitaciones cerradas, y luego dar rienda y cordel a una sensualidad corrupta, con seres que le buscaban como farol, guía, y hasta en improvisado horizonte paternal.

    Es el Chile de la década de 1980, el de la dictadura pinochetista, y Matías Lira persigue enlazar esa sombría figura, aunque sea fugazmente, con la sensación de una comunidad en febril paranoia política, cultural y afectiva. Fíjense, si no, en el papel de la madre del joven Tomás Leyton (Pedro Campos en su adolescencia, y Benjamín Vicuña en su adultez), abordado por Aline Kuppenheim y al de Amparo Tocornal, la mujer de Tommy (Ingrid Isensee), esta última, con su temor, y con su ingenuidad, equivalentes a la ceguera auto impuesta.

    De esa manera, El bosque de Karadima constituye la prueba de que Luis Gnecco es algo más que un comediante o un correcto miembro de un nutrido elenco de reparto: aquí, observamos su consagración definitiva, como cuando vimos, por ejemplo, la de Alfredo Castro, en la Tony Manero (2008), de Pablo Larraín.

    Por el guión: un aspecto audiovisual siempre descuidado por los realizadores nacionales, al que Lira le entrega su debida importancia, y donde por ende, encargó su escritura, a un trío de especialistas: Alvaro Díaz, Elisa Eliash y la también famosa directora chilena, Alicia Scherson. El resultado son un montaje escénico y una continuidad narrativa, perfectas y sorprendentes para una película local: una historia en base a imágenes bien perfiladas, con uso del flashback (sin exagerar), un relato urdido con personajes paralelos, delineados con absoluta claridad; y una trama que, escabrosa e impactante, se explica y formula en toda su brutalidad rotunda, bajeza y miserias humanas, además de oscura y escabrosa cotidianidad.

    La cámara de Lira es inteligente y consciente de sus limitaciones. Sabe que filma una cinta de época, y si sale a la calle, lo hace en una costa de acantilados, en el crepúsculo de Zapallar, y donde el aria de una ópera, se enreda con los jadeos de un manoseo propinado por un religioso, a un menor confundido y entregado a sus pies.

    Y las otras cuatro secuencias exteriores: el patio de una iglesia, y la avenida Bustamante, con sus edificios antiguos en Providencia, y Benjamín Vicuña arriba de una motocicleta, transitando por las autopistas concesionadas, símbolos del Chile exitoso y prepotente, y Fernando Melo (el promotor de justicia y fiscal eclesiástico), junto al Tomás Leyton médico y denunciante, en los pasillos de un hospital atestado, y nada más. El resto: estudios de grabación, obsesivamente armados e imaginados, de acuerdo a las costumbres de los años ‘80, en sus más mínimos detalles: muebles, tapices, cuadros, televisores y sus transmisiones, vestimenta de los actores, salas de estar, de reuniones, ritos y Misas de rigor.

    Y el director, da un paso más allá: es cierto, acontecen escenas de sexo explícito, que amén de culpabilizar al sacerdote pecador, apuntan al adulto permisivo que se deja sodomizar, ya profesional, y en apariencia un ser estable, independiente, dueño de sí mismo y padre de familia. En esa dinámica, el realizador es valiente, e intenta ser ecuánime y mostrar un vínculo, que no se puede dar de otra forma, que no sea con la participación voluntaria de ambos “amantes”. Aunque también sobreviene el pudor, y el cuadro se desenfoca y la cámara se mueve rápido, para dar lugar a un contraplano que oculta y esconde lo escandaloso y evidente. Sin acrobacias despampanantes, el lente de Lira se acerca, se aleja, y se mantiene a prudente distancia, con un sentido fílmico siempre consciente de que debe mostrar lo que sucedió con el sacerdote y su entorno, y sin embargo, lograr aquello, sin ser chabacano, ni tampoco burdo ni menos reduccionista.

    El bosque de Karadima, así, representa una cinta cuyo contenido es de por sí fuerte, crudo, que remece y golpea, la proyección de un tabú, en suma. Pues Fernando, el cura, el párroco de uno de los templos más famosos de la diócesis santiaguina, fue el confesor de connotados miembros de la elite, y hasta uno de los hombres más ricos de Chile, se reunió en su momento, con el anterior jefe del Ministerio Público, para pedirle y solicitarle celeridad y rapidez en la respectiva investigación penal, la que terminaría por condenar moralmente al consagrado (sus delitos fueron prescritos, finalmente).

    Entonces, su tema es incómodo, porque las víctimas, el abusador, su red de protección, y sus encubridores, caminan por la calle y en un convento, participan de la vida pública del país, en forma importante para su funcionamiento, algunos, y en repartidas y en proporcionales culpas de los hechos dispuestos. Y ya, transformar esa situación en fotogramas, es de por sí aplaudible y liberador, es enfrentarnos audiovisualmente (con toda la fuerza y la realidad de esa magia ficticia), a un acontecimiento de nuestro presente social, a una coyuntura abyecta y punible, que no quisimos haber vivido nunca.

    Pero ahora, si ese acto de convulsión artística, se manifiesta, con un genio y una preocupación mayor a lo habitual, por lo menos a la precaria rigurosidad, a la que estamos acostumbrados en Chile, es todavía mejor y más poderoso el asunto, entiéndase, por la presencia de este cuarteto de preciados bienes estéticos: la estupenda actuación de Luis Gnecco, la altura narrativa del libreto, y la calidad y el cuidado de la fotografía y de su puesta en escena.


    (Fuente: Elmostrador.cl)


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