El nuevo Alejandro González Iñárritu ha hecho ya tres películas que apenas se parecen entre sí, pero que han mantenido una obstinada distancia de complot contra las tres anteriores, que dirigió a partir de guiones de Guillermo Arriaga, uno de los grandes escritores cinematográficos de nuestro tiempo.
A Iñárritu ya no le gustan las historias interconectadas, ni la variedad de focos narrativos, ni la distribución de la carga de sus relatos sobre distintos personajes. No le gustan desde hace diez años, desde Babel. Tanto es así, que sus nuevas historias son cronológicas, se centran en un único personaje (que se apoya en los demás pero que de alguna manera los excluye), y sobre todo las dos últimas —fotografiadas por Emmanuel Lubezki—, reniegan del corte, buscando la perfección de la narración fluida, continua y progresiva hasta la saciedad. Lo que antes fue Arriaga para el cine de Iñárritu, ahora lo es el Chivo Lubezki. Iñárritu ha cambiado la escritura por la foto.
Luego de ese clamoroso plano secuencia con unos pocos cortes encubiertos que fue Birdman, una película que es puro vértigo y que lo deja a uno sin aire con tanto prodigio, el dúo Iñárritu-Lubezki regresa un año después con un relato con menos excesos visuales, pero que vuelve a sostenerse sobre una fotografía absorbente, fluida y preciosista.
El renacido (The Revenant) cuenta la historia de Hugh Glass, el legendario cazador y explorador estadounidense que vivió entre finales del siglo XVIII y principios del XIX. Entre otras hazañas, Glass logró sobrevivir en 1823 al ataque de una osa Grizzly, y a continuación, a una travesía de más de 300 kilómetros de nieve hasta el sitio habitado más cercano.
Aunque no se sabe exactamente cuál era la talla moral de este hombre (es posible que haya asesinado a unos cuantos indios, traicionado por dinero a unos cuantos amigos, vendido a sobreprecio unas cuantas pieles de animales), lo cierto es que Hugh Glass vive acomodado en la memoria de los estadounidenses como esos héroes del pasado cuyas hazañas nos siguen impresionando sin que sepamos bien ni quiénes fueron.
Sobre su historia han especulado muchos escritores y hasta algún que otro cineasta (apareció una película sobre él en 1971), y cada uno de ellos la ha contado a su manera. Iñárritu hizo lo mismo. Por eso no me queda claro que sea el personaje el interesante, sino el valor simbólico de su peripecia. No solo la batalla con la osa y la travesía por la nieve, sino el sentido de la venganza contra uno de sus compañeros, no por haberlo abandonado, sino por otro motivo mucho más importante que no hay que revelar para no echarle a perder la curiosidad a nadie.
Por eso parece tan extraño que la película, que está basada en la novela de Michael Punke, The Revenant: A Novel of Revenge, haya suprimido la segunda parte del título del libro, cuando en realidad ese predicado es el que le da sentido y coherencia a toda la trama.
Hay personas que no solo son capaces de morir con tal de satisfacer su necesidad de venganza, sino incluso son capaces de sobrevivir, de evitar una muerte segura. Descubrir hasta qué punto la venganza puede funcionar como móvil vital, hasta qué punto puede convertirse en la última expresión del instinto de conservación de un ser humano, es el verdadero objetivo de esta película.
Es cierto que su fotografía es extraordinaria, como lo fue en Birdman. La foto, el uso de la luz, el sonido, la música o la mirada del personaje (Leonardo DiCaprio es mucho mejor actor de lo que nos había hecho pensar) tienen una fuerza expresiva tan impactante y reveladora que, a pesar de no ser otra cosa que aparataje y artificio cinematográfico, llegan a insertarse en el espectador como puras sensaciones, no secuestrando su atención, como hace el cine de acción, sino transformando su sensibilidad.
Y es que todo eso no sería más que cascarón estético si no hubiera sido capaz de enseñarnos, aunque creamos saberlo, lo terribles e inhumanas que pueden ser cosas tan comunes y a la vez tan extrañas como el miedo, el dolor, el frío o la soledad.