CRÍTICA



  • Poesía sin fin, águila, ángel, demonios y mariposa
    Por Fabien Lemercier


    Alejandro Jodorowsky regresa a su faceta de artista y nos ofrece un viaje que escrutina con control su llama incandescente Poesía sin fin: Águila, ángel, demonios y mariposa

    "Una virgen nos ilumina el camino como una mariposa ardiente". De regreso a la Quincena de los Realizadores del festival de Cannes, tres años después de haber presentado La danza de la realidad, el cineasta de culto y gurú de la psicomagia Alejandro Jodorowsky ratifica su reputación con Poesía sin fin, un film que cruza el umbral hacia el surrealismo en movimiento sin desviarse en ningún momento de su ruta y que se dirige tanto a los iniciados en el simbolismo como a los que se prendan de los capiteles y de los extraños personajes que nacen de ellos.

    Sin embargo, en el rumbo marcado por su obra anterior y a diferencia de los sorprendentes trabajos de los años 70 (El topo, La montaña sagrada), el director toma prestado un relato autobiográfico más modesto y en apariencia insensato y sigue una narrativa tradicional (la historia de su juventud de artista en Santiago de Chile), lo que no le impide, naturalmente, entregarse a los fuegos artificiales que constituyen los encuentros, haciendo malabares con el teatro del absurdo más colorista y reflectante. Una película en la que, como subraya uno de sus personajes, "un artista puede entrar a cualquier hora".

    Poesía sin fin retoma, pues, el hilo donde lo dejó La danza de la realidad, con el joven Alejandro (Jeremias Herskovits) y sus padres abandonando Tocopilla para instalarse en la capital chilena, donde el padre (Brontis Jodorowsky) posee una tienda en un barrio miserable y mete a su hijo a estudiar medicina. Entre esta figura paterna, percibida como un Führer homófobo y obsesionado por el dinero, y una madre cuidadora, devota y lenitiva, el adolescente se siente morir y decide hacerse poeta y cortar el cordón umbilical bruscamente con su familia.

    Acogido por dos hermanas apasionadas del arte en una casa que alberga a un pequeño círculo de aprendices polifacéticos (un bailarín simbiótico, un ultrapianista, un polipintor, un escultor), Alejandro entra en la vida de la bohemia. El tiempo pasa (y el papel lo retoma Adan Jodorowsky). Del inevitable pacto con el diablo (una terrible musa con la melena roja y una columna vertebral tatuada con cabezas de muertos) a los milagros del azar y de la luz (un taller providencial donde nuestro héroe puede seguir fabricando marionetas), pasando por la poesía en acción con su amigo Enrique Lihn (Leandro Taub) y el vuelco a una estatua de Neruda transformado en "hombre invisible": el recorrido iniciático del artista es inevitable y no carece de puntos oscuros, puesto que no siempre es fácil convertirse en un águila en vuelo, en un ángel entre la multitud de demonios y muertos vivientes. Nada escapa a su espejo...

    Expuesta así, la trama de Poesía sin fin (que vende Le Pacte) puede parecer relativamente inocente pero el tratamiento que le aplica Alejandro Jodorowsky es fiel a su amor de la locura de la vida, donde el paraíso y la devastación están codo con codo, puesto que "hay que reírse de todo, hasta de lo peor". Cada peripecia y cada plan constituye la ocasión de un giro chocante, lúdico y sugerente. Y la película también es una especie de testamento "en work in progress" de un cineasta de 87 años de edad (y que aparece en la película de vez en cuando como un demiurgo) que ha alcanzado un alto grado de sobriedad controlada de su incandescente llama y está listo para que su imagen figure en el gran álbum de su hermandad.


    (Fuente: Cineuropa.org)


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