CRÍTICA



  • Neruda, la fascinante relación entre el creador y su obra
    Por Gonzalo Valdivia


    El poeta huye, el policía lo persigue, ambos se nutren de las acciones del otro. Lo disfrutan, lo necesitan. Circundando esa dualidad, el director chileno con la filmografía de ficción más punzante, arriesgada y política de los últimos años, rubrica su sexta película. Para el gran público será, ante todo, una biografía fílmica (la segunda) en torno al Premio Nobel. Sus ambiciones, sin embargo, la llevan claramente a otra clase de dominios, más agudos y radiantes, que repelen una aproximación clásica a un personaje histórico.

    La obra gruesa, de todas formas, se ciñe a ciertos acontecimientos. Mientras el Neruda (Luis Gnecco) más político pronuncia en 1948 un vehemente discurso en contra del Presidente Gabriel González Videla (Alfredo Castro), la versión más bohemia del poeta disfruta de las fiestas que monta en la casa que comparte con su esposa Delia del Carril (Mercedes Morán). Como acalorada caja de resonancia del contexto mundial de Guerra Fría, en el país se dicta la ley maldita, que proscribe al Partido Comunista y deja a Neruda primero desaforado, y luego siendo perseguido por el prefecto de Investigaciones, Óscar Peluchonneau (Gael García Bernal). Ni el uno ni el otro asumirán sus roles acorde a las pautas esperadas.

    Para guiar un trabajo de reingeniería con la historia que consiste en una maniobra incluso más astuta que la de NO (2012), trae justamente la narración más ágil de esa película, que era una gran historia que fluía perfectamente y no dejaba de poner en cuestión al Chile reciente. En esa cinta se sumaron apuestas, como aquellas escenas en que la continuidad viene dada por los diálogos pese al cambio de espacio, recurso que luego funcionó más contenidamente en El Club (2015) y que aquí tiene mucho rodaje, sirviendo de fuente de humor, ambigüedad y desconcierto. Del mismo modo, se reitera e intensifica el uso de secundarios del filme sobre el plebiscito, que salen y entran dejando una huella. Lo más reciente viene asociado a una visualidad de gran belleza, digna heredera del noir, potenciada con el uso del croma en las escenas en auto, que no se entiende sin el soberbio desarrollo que ha tenido con los años el trabajo de Larraín con su director de fotografía, Sergio Armstrong.

    Al comienzo, la cámara se desplaza libremente por los pasillos del Congreso. Entra al baño de varones, ingresa al hemiciclo. Empieza a rodar la maquinaria de una película que ataca todos los sentidos y libra muchas luchas al mismo tiempo. Larraín en estado puro, agregando a su batería de recursos estilísticos y discursivos nuevas apuestas. Desde que irrumpe por primera vez, la figura del poeta parece imponente y palpable, imposible de capturar en una pasada. Expuesto en múltiples facetas, sólo con la actuación de Gnecco –con un dejo de sarcasmo– se termina por constituir un retrato monumental y humano.

    La cinta va penetrando en la figura de Neruda; se asoma a él, lo escudriña. Pero también lo hace con quien narra a través de poesía la historia, Peluchonneau, que va construyendo su camino, al relatar su origen y definir cómo maniobra para lograr su cometido. Hay muchos momentos que ayudan a configurar la estatura del artista y político chileno: los cuestionamientos de parte de militantes de base, las escapadas a mitad de la noche, el pueblo haciendo propia su poesía; pero todo eso, como si hubiera un espejo al medio, rebota hacia su perseguidor, en parte porque irrumpe en escena y en parte porque es el omnipresente narrador de la historia.

    La dualidad se establece a sus anchas y tiene resonancias insondables, como cuando un travestí (gran Roberto Farías) le enrostra al investigador que jamás podrá saber lo que se siente haber vivido un momento de emoción con el poeta. Fuera de interpretaciones facilistas, es un instante de alta ebullición porque desestabiliza y complejiza la relación entre ambos personajes, entre el creador y su creación, entre dos figuras que, casi trágicamente, están conectadas y no pueden alcanzarse. La cinta pasa con brillantez el filtro de estudios de personajes, y también el audaz retrato de una época, pero rodea y profundiza de tal modo en el vínculo entre fugitivo y perseguidor, que es imposible que las preguntas y respuestas encuentren barreras en el filme mismo. Por ello, porque ninguna obra es soporte suficiente cuando se permean capas tan ambiguas y espesas, las miradas se van hacia otro lado.

    Con esta película, su largo más grande y ambicioso, Pablo Larraín busca saldar cuentas con su propia obra. En específico, con el paso en falso que fue Fuga (2006), su ópera prima. Y lo hace directamente, con la confianza adquirida que da acumular filmes sobresalientes y exploraciones muy definidas, con la categoría que sólo se alcanza cuando se tiene un cuerpo de cintas que pueden dialogar entre sí. Neruda es sobre la fascinante relación entre el creador y su obra –tal vez también entre la fuerza divina y los humanos–, pero las proyecciones internas de la película se expanden hacia la filmografía de su director, ensanchando y engrandeciendo todos los atributos que tiene por sí sola.


    (Fuente: humonegro.com)


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