CRÍTICA



  • El pacto de Adriana, un ejercicio de dolorosa iconoclasia
    Por Antonella Estevez


    Aunque existe el prejuicio de que el cine chileno ha hablado suficiente de la dictadura, la verdad es que cuando se analizan los contenidos de las películas de los últimos cuarenta años no hay más de una docena de largometrajes de ficción que se hayan dedicado al tema. Y aunque en el área documental los traumas y las consecuencias de esos terribles diecisiete años han tenido una mayor presencia, es sólo uno de los numerosos temas relevados entre la gran diversidad de intereses de las y los realizadores.

    Ahora, entre los documentales que se han hecho denunciando las violaciones a los derechos humanos, probablemente los más conmovedores han sido aquellos en donde quien narra tiene una vinculación directa con lo que narra. Documentales como Mi vida con Carlos, El edificio de los chilenos y La ciudad de los fotógrafos son especialmente eficientes porque sitúan al espectador en la cotidianeidad de aquellos que vivieron los grandes hechos políticos no como titulares, sino como aquello que marcó y definió su intimidad.

    Estrenándose en Chile luego de un notable paso por festivales internacionales, El pacto de Adriana tiene en común con esas películas el hecho de que el proceso de la realizadora se instala en el centro de la narración y que la persona vinculada a los hechos ocurridos en la dictadura es un familiar cercano y querido, la diferencia es que acá no hablamos de una víctima, sino de una posible victimaria.

    De niña la realizadora Lissette Orozco admiraba más que a nadie a su tía Adriana por su fuerza e independencia. Hace cuatro décadas que su Adriana Rivas vive en Australia y su última visita a Chile -hace once años- se vio interrumpida al ser detenida por estar vinculada al llamado Caso Conferencia, que desembocó en el asesinato y desaparición de cúpulas del Partido Comunista en 1976 y 1977. Rivas aprovechó el arresto domiciliario para huir del país y le encargó a su sobrina que se preocupara de su defensa y limpiara su nombre.

    En la película la documentalista va haciendo un ejercicio de dolorosa iconoclasia al ir desarmando la imagen que tenía de su tía. A medida que avanza el documental el espectador acompaña el proceso de la realizadora al ir descubriendo cuál era su real relación con el régimen militar y su transformación al pasar de ser una secretaria bilingüe de 19 años que, en plena dictadura, a ser la asistente personal del ex jefe de la Dirección Nacional de Inteligencia, DINA, Manuel Contreras y, posteriormente, integrante de la Brigada Lautaro.

    Lo más conmovedor del documental es observar cómo la misma realizadora se va enfrentando a los secretos familiares, a confrontar aquello que algunos sospechaban, pero no se atrevían a explicitar y a reconocer los vacíos y contradicciones en el discurso de su querida pariente. El pacto de Adriana trabaja de manera íntima un caso específico pero que al mismo tiempo es capaz de graficar la indolencia e impunidad de cientos de personas que trabajaron en los mandos medios, militares o civiles, que permitieron que la maquinaria de persecución y muerte impusiera el miedo en nuestro país por tantos años.

    El pacto de Adriana explicita también la idea de que aquello que no decimos sigue rondándonos como fantasmas con los que nos acostumbramos a habitar. En un país en donde aún hay tanta justicia por hacer y hechos por conocer, este tipo de historias nos ayudan a mirarnos a la cara y reconocer que, como sociedad, tanto a nivel de Estado como a nivel familiar, tenemos aún mucho camino por recorrer para encontrar la verdad que nos permita mirarnos honestamente a los ojos para llorar nuestros dolores y sanar nuestras heridas.



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