Está tirado en un pozo oscuro. El aire enclaustrado es tóxico, viejo, y la humedad y la suciedad agrietan las paredes de tierra de ese agujero sin tiempo. Mientras algunas ratas se atropellan en los rincones, empecinadas en devorar con avidez la pelusa de una almohada destrozada, abandona su estado inanimado y se arrastra por el suelo hasta dejarse caer contra una de las paredes grises. La figura, arrojada como un pedazo de carne a las inclemencias del encierro perpetuo, parece haber perdido la humanidad y su movilidad responde casi a programaciones primigenias del ser. De repente, un sonido. Como si de un pequeño residuo de realidad se tratara, el pequeño ruido le devuelve el espíritu y le da un soplo de vida regenerador. Es apenas un golpecito sordo que atraviesa el material de la pared, pero es suficiente para retraerlo al mundo real, para encadenarlo nuevamente a la esencia que parecía perdida y para alejarlo del precipicio de la locura en el que estaba punto de caer. Se encuentra, de nuevo y por ese sonido, con su humanidad. Está en un pésimo estado, en pésimas condiciones físicas e higiénicas, pero es de nuevo una persona. Se aferra al resabio auditivo que una realidad externa le regaló en ese agujero perdido y sobrevive. Un día más, una noche más.
En la imagen anterior no hay nombres. No hay presos, ni celadores. No se mencionan rehenes, puntos geográficos, fechas, contextos. Tampoco hay revanchas, ataques, grietas. Solo una historia de supervivencia, un hombre contra la amenaza insidiosa de la locura, contra el riesgo de abandonar lo que lo hace ser persona y que le impide pasar a convertirse en un montón de restos humanos que esperan por el final. Con ese encare, Álvaro Brechner se enfrentó a Memorias del calabozo.
No había otra manera de adaptar el libro de Mauricio Rosencof y Eleuterio Fernández Huidobro a la pantalla, al menos no para él. Brechner quiso bajar a las profundidades del ser humano, llevar a los espectadores a un estadio primitivo donde solo importa mantenerse aferrado a la vida. Cómo él mismo lo manifestó, buscó despojar a la historias de los tintes políticos –que otros inevitablemente le van a cargar– y presentar un ensayo sobre la soledad, la locura y la esperanza que conmoviera.
Venecia fue una primera prueba superada. La noche de 12 años, su película, recibió una ovación cerrada en el estreno. Ahora, cuando la realización llega a los cines uruguayos, cuando toca la tierra en la que se ubica este tercer largometraje del director, se puede hablar con propiedad: La noche de 12 años consigue su cometido. Es contundente, dura, técnicamente impecable y deja como saldo una honda huella que tardará en borrarse aún en el espectador más opuesto a la ideología de sus protagonistas reales.
Calabozos y mazmorras
La historia ya es conocida en estos lares. Es el año 1973 en Uruguay. José Mujica, Rosencof y Fernández Huidobro son, junto a otros seis presos tupamaros, separados y tomados como rehenes de la dictadura. La ecuación es sencilla: si los guerrilleros intentan algo, ellos se mueren. Sin embargo, el propósito militar muta y pasa a tener otra misión: volverlos locos. Para ello ponen en marcha un sistema que consiste en tenerlos aislados del mundo, de los otros presos y casi de sus propias mentes. Y así pasan 12 años. De agujero en agujero.
Una de las primeras cosas que sorprende de La noche de 12 años –coproducción entre España, Uruguay (Salado Films), Argentina y Francia– es su nivel de producción. Brechner acostumbra a tener la vara alta en este apartado –sus anteriores películas Mal día para pescar y Mr. Kaplan son inobjetables en ese punto– y en este caso entrega, de nuevo, una película técnicamente excepcional. Se ve y se escucha de manera ideal. Tal vez, como pocas veces ha pasado en el cine uruguayo.
Sorprende también lo descarnado de su abordaje narrativo. El director ya había explicado que no quería ponerse político, sino mostrar el padecimiento de los tres personajes desde el punto de vista físico. En ese sentido la película no pierde minutos en situar al espectador en el contexto y va de lleno a la peripecia carcelaria. Con episodios que recuerdan a Hunger de Steve McQueen por su crudeza corporal, Brechner expone el deterioro físico y mental de sus personajes sin anestesia y lleva al límite a su tríada de protagonistas.
Justamente, el trío –Antonio de la Torre, Alfonso Tort y Chino Darín– está especialmente bien desarrollado; cada uno tiene tiempo para mostrar, dentro de un elenco bastante amplio, que tienen las armas para cargar con lo que la historia requiere, sobre todo, con sus silencios. La exposición mayor se la lleva el argentino Darín, el más famoso de los tres por estos lados y que interpreta a Rosencof.
La noche de 12 años es una prueba difícil para el espectador; es complicado sentarse en la butaca y ser indiferente. Sin embargo, aparecen contados episodios cómicos que terminan siendo oasis en medio de la historia, que es densa y sufrida. En la politizada –y polarizada– sociedad uruguaya, es probable que la película divida aguas. Pero si eso sucede, lamentablemente se estaría cambiando el foco de lo que de verdad importa en esta realización: el testimonio del ser humano llevado al límite y su perseverancia para encontrar, de nuevo, la luz de la civilización.
En ese sentido, La noche de 12 años no deja dudas: es una muestra de la calidad a la que el cine nacional puede aspirar cuando confluyen recursos económicos y artísticos, y es otro recordatorio de que Brechner es uno de los mejores exponentes cinematográficos que tiene el país hoy.