ENTREVISTA



  • Hacia una historia oral del documental en el cono Sur
    Por Juianne Burton


    Primera Parte: Fernando Birri: pionero y peregrino*

    Poeta y titiritero
    En los orígenes, yo era titiritero. Había tenido desde mi infancia un teatrillo de títeres que se llamaba “El retablillo de Maese Pedro”, en homenaje al Quijote. De 1940 para adelante, esta actividad de titiritero que había desarrollado privadamente en mi casa con los chicos amigos del barrio, se transforma en una actividad pública con un grupo de compañeros universitarios. Un poco a imitación de La Barraca, ese teatro ambulante de Federico García Lorca en la España republicana, salíamos con ese teatritio de títeres a recorrer los diversos lugares de la región, primero de Santa Fe y luego del Litoral —escuelas, asilos, orfanatos, cárceles, manicomios, sociedades vecinales y recreativas, etc. Dábamos esas funciones de títeres en los lugares más inesperados: debajo de un puente, en las plazas públicas, en medio de la calle, en una cancha de fútbol, en una pista de baile. Generalmente nos invitaban los mismos grupos vecinales o el personal de la escuela, de manera que nuestros públicos habían sido avisados antes, pero nuestras representaciones siempre tuvieron un carácter espontáneo.

    De ese teatrillo de títeres, yo paso después a dirigir el primer teatro universitario de la Universidad Nacional del Litoral. Allí también trato de hacer el mismo tipo de trabajo con el fin de llegar a los más vastos públicos populares. Esas dos experiencias de teatro, con su preocupación por sacar las expresiones artísticas de los lugares tradicionales para llevarlas a lugar no tradicionales, anticiparon por muchos años un intento que es muy común en Europa hoy día: el decentramento, como lo llaman en Italia. Bueno, esto ya lo hacíamos nosotros, sin un programa preestablecido y sin otra necesidad que la de llevar nuestros espectáculos a la mayor cantidad de gente, a públicos populares. Subrayo este objetivo porque en parte justifica mi elección eventual Por el cine.

    Mis verdaderas raíces son la poesía. Yo comienzo mi vida creativa escribiendo poemas, cosa que sigo haciendo hasta el día de hoy y que está en la base de todo mi trabajo. Sea en el momento de los títeres, sea en el momento del teatro, sea en el momento del cine, todo lo que ha movido mis pasos no es sino la búsqueda y expresión de una poética.

    Al mismo tiempo, desde mi infancia había visto mucho cine. Soy de una generación que prácticamente nace con él. Yo recuerdo haber visto El cantor de Jazz con Al Jolson, la primera película sonora, sentado en la rodilla de mi padre en el Cine Colón de Santa Fe.

    Tanto el teatrillo de títeres como mi profunda pasión cinematográfica coinciden con la muerte de mi madre cuando yo tengo diez años. Sin intentar hacer un psicologismo demasiado fácil, en ese momento el teatrillo de títeres y el ir al cine todos los días se transforman en una especie de sentimiento sustitutivo, digamos. Mi madre ausente se sustituye por la gran madre del espectáculo teatral y cinematográfico. A partir de ese momento, toda mi vida se mueve inspirada por la necesidad de nutrirme y de expresarme de manera dramática y espectacular.

    Al cine llego justamente al ápice de la experiencia teatral, cuando considero que ni la poesía, ni estas experiencias teatrales, me van a dar la posibilidad de llegar a públicos mayores de aquellos a los cuales ya estábamos llegando. Siento necesidad de llegar a comunicar con mayor cantidad de gente todavía, y pienso en ese momento que la cosa mejor para poder hacerlo es el cine.

    Orígenes y conciencia de clase
    Ese afán de llegar a los públicos más populares, que es un constante en toda mi obra, lógicamente tiene mucho que ver con mis orígenes y mi propia conciencia de clase. Mis antecedentes populares son muy frescos. Yo soy el típico argentino-argentino, porque soy argentino de segunda generación. Argentina siempre ha tenido un porcentaje muy alto de inmigrantes, sobre todo a finales del siglo diecinueve y principios de este. Mis abuelos eran italianos. Llegan alrededor de 1880. Representan un fenómeno bastante típico pero a la vez notable, porque en la Argentina se juntan un abuelo del Friuli, al norte de Italia, y una abuela napolitana, del sur del país, que posiblemente no se hubieran juntado nunca en Italia, sobre todo en aquella fecha cuando no existía la inmigración interna que ocurre hoy.

    Contrariamente a los mortales normales, pareciera ser que yo tengo dos abuelos y tres abuelas. Parece haber una tercera abuela india de por medio. Aunque la familia nunca habló muy claramente sobre el asunto, tengo entendido que era de la región del litoral argentino, de raza guaraní.

    Lo curioso es que mi abuelo paterno, que era campesino y molinero, tenía que emigrar por anárquico. Gil carabinieri lo tenían vigilado, y la situación económica se le hacía también muy dura. Muchísimos años después, yo voy a cumplir una especie de viaje simétrico al de mi abuelo por circunstancias muy similares.

    Una vez emigrados a la Argentina, mis abuelos pasan del proletariado campesino al proletariado urbano, siempre con ideas anárquicas, naturalmente. Mi padre, que pertenece a la primera generación, se diploma como doctor en ciencias políticas y sociales en la Universidad Nacional del Litoral, pero a pesar de su ascendencia de clase, no reniega nunca de las ideas de su padre. Se inscribe al grupo de radicales que se forma bajo Irigoyen para oponerse a los conservadores que habían gobernado al país hasta ese momento. Entre los radicales de Santa Fe, la chapa de inscripción de mi padre estaba entre los primeros números, de manera que en las dos generaciones precedentes, hubo un alto grado de conciencia y militancia políticas.

    Por un arte social de Plekhanov yo lo leía en la biblioteca de mi padre cuando tenía once años. Desde una edad bastante joven, tuve conciencia de la clase a la cual pertenecía. Tuve conciencia de ser un burgués —parte de una clase ascensional de pequeña a media burguesía—. Y en el momento mismo en que tuve conciencia de clase, tuve también conciencia de que tenía que trabajar con todos mis medios para oponerme a los valores de esa clase.

    Aunque puede parecer paradójico, creo que mal te puedes oponer a los valores de clase burguesa si no empiezas por reconocer esos valores en ti mismo. De otra manera, vives en una especie de dimensión falsa, por valores que no son tus valores reales, sino que llevas introyectados Sin tener conciencia de ellos.

    Posiblemente una de las cosas que más me ayudó en esta formulación de mi lucha cinematográfica y política es el haber visto y aceptado con bastante claridad que yo pertenecía a esa clase burguesa. Hubiera sido mucho más gratificante, pero falso, identificarme como perteneciente a la clase obrera o campesina. Me parece que eso hubiera sido un error de perspectiva ideológica fatal, porque me hubiera visto reflejado en un espejo que no daba mi propia imagen, sino otra. Entonces, el momento en que reconozco ser intelectual burgués es el mismo momento en que renuncio a ser un burgués y empiezo a usar todas mis armas intelectuales para minar los valores burgueses de mi personalidad y para transformarlos en valores de clase popular. Pienso que la función de un intelectual de formación burguesa (y no hay que tener miedo a esa palabra) es renegarse a sí mismo en cuanto perteneciente a esa clase burguesa.

    Hay también otra consideración que pertenece al plano emotivo (porque un creador acostumbra manejarse aparte de estos valores conceptuales que estamos usando ahora para entendernos; su personalidad se enraíza en estratos más profundos de la conciencia). Emotivamente visceralmente, yo he estado siempre de la parte de los humillados y ofendidos. Porque yo mismo, en el momento en que me reniego como intelectual que pertenece a una clase revolucionaria, paso a formar parte de los humillados y ofendidos de la tierra. Así que mi posición de clase es una elección, una elección consciente.

    Para poder aprender cine
    Estamos ya en la Argentina de los años cincuenta, momento en el cual el cine está totalmente degradado con el peronismo. De cualquier manera, yo viajo a mi Santa Fe natal, donde he llevado todas estas experiencias de poesía y teatro, a Buenos Aires, intentando aprender a hacer cine. Y para aprender a hacerlo, busco contactos con la industria cinematográfica argentina que es una de las tres grandes industrias cinematográficas que ha habido en América Latina. Como la de México y la de Brasil, comienza prácticamente cuando empezó eL cine.

    Se me hace difícil. Busco trabajo, primero de ayudante de producción, después como asistente. Empiezo a rebajarme a mí mismo de categoría hasta que propongo a los Estudios Argentina Sono Film de ir a barrer los estudios para poder ver cómo se hace una película. Me dicen que tampoco eso es posible. Parece que había una especie de mafia sindical que controlaba todos los puestos. Desde todo punto de vista, la situación estaba muy cerrada.

    Pienso entonces que tengo que ir a aprender cine en donde se enseñe. Me entero de que hay dos escuelas de cine, una en París, que es L’IDHEC; y otra en Roma, que es el Cetro Sperimentale de Cinematografia.

    Aquí habría que hacer un pequeño paréntesis para decir que, como los aficionados de cine en todas partes en aquella época, la mayor información —y la mayor deformación— que tenía era del cine norteamericano. Aparte había visto ya cierto número de películas extranjeras no norteamericanas —fundamentalmente francesas, suecas, alemanas expresionistas— en Santa Fe donde habíamos fundado una cinemateca, también en Buenos Aires. Pero el momento de mi decisión vocacional coincide con la explosión del Neorrealismo italiano de la postguerra. Ladri di biciclette de de Sica y Zavattini, Roma, citta aperta de Rosellini, La terra trema de Visconti eran todas de finales de los cuarenta. Mi gran revelación de que con el cine era posible hacer algo que realmente tuviera el mismo nivel de la poesía, de la novela, de la obra teatral, la misma fuerza de la vida, se da con el descubrimiento del Neorrealismo que artística y expresivamente representaba todo lo contrario de lo que hasta ese momento había sido el cine hollywoodiano.

    Decido, entonces, que hay que ir a Europa a aprender a hacer cine dentro de los métodos del Neorrealismo. Voy a París, visito L’IDHEC. Voy a Roma; visito el Centro Sperimentale. Opto por este, fundamentalmente porque tiene una formación teórico-práctica, mientras en aquel momento la formación de L’IDHEC era predominantemente teórica. Pero sobre todo porque el Centro Sperimentales me consiente estar en el centro de ese movimiento cinematográfico que es el Neorrealismo y que dentro de pocos años iba a influenciar toda la cinematografía mundial (desde la norteamericana por empezar, hasta la hindú, pasando por las nuestras).

    El período europeo lo querría sintetizar muy brevemente. Consiste en recibirme, en obtener mi diploma de dirección cinematográfica del Centro Sperimetale, y de hacer algunas experiencias en la práctica: filmar algunos documentales, trabajar haciendo stage (aprendiz) con de Sica y Zavattini en Il tetto y luego también en un film de Carlo Lizzani, entre otros. Esto coincide con mi trabajo como autor de varios documentales. Hago también una experiencia como actor en el primer film de Francesco Maselli. Es decir, trato de complementar un poco las nociones adquiridas en el Centro Sperimentale, abarcando el problema del cine en sus múltiples aspectos, tratando de dominarlo en su totalidad.

    La vuelta a la Argentina
    Hemos llegado con todo esto a donde nos interesaba llegar; al año 1956. Cae Perón en 1955, y aparentemente se instaura una democracia; la famosa “Revolución Libertadora” que tendrá después como exponente principal a Aramburu. En realidad era una pseudodemocracia liberal que de alguna manera consentiría en 1958 la sucesiva elección de Arturo Frondizi quien va a crear nada más y nada menos que una democracia liberal en el verdadero sentido de la palabra. En 1956, yo decido volver a la Argentina. Los que pasaría después —el tener que irme de nuevo— es totalmente impensable en el momento que decido volver Para poder desarrollar mi vida y mi trabajo en mi propio suelo.

    A la Argentina se la ha caricaturizado siempre como una especie: de enano con cabeza de gigante, diciendo que la cabeza del gigante es Buenos Aires y el cuerpo del enano es todo el interior del País hay algo de cierto en eso, y había mucho más de cierto en los años de los cuales estoy hablando. En la cabeza del gigante estaba también la industria cinematográfica. Yo me doy cuenta desde el primer momento que con esa industria cinematográfica va a ser muy difícil pactar, que va a ser muy difícil poder hacer lo que yo entiendo que hay que hacer para crear un nuevo cine argentino.

    Entonces decido abandonar Buenos Aires e irme al interior del país, a mi Santa Fe natal, para tratar de ver si allí, a partir de cero, puedo empezar a hacer un cine que no tenga nada que ver con ese cine industrial-mercantil que se estaba haciendo en Buenos Aires. Aunque ese cine industrial-comercial ofrecía márgenes mínimos para un cierto tipo de experiencias experimentales, no estaba en la línea de lo que yo estaba buscando. Lo que yo quería era descubrir el rostro de la Argentina invisible —invisible no porque no se la veía, sino porque no se la quería ver—.

    En Santa Fe —y eso es muy interesante subrayar porque es una experiencia que he visto repetida en mucho otros países latinoamericanos, y 19 constato inclusive en este encuentro de compañeros cineastas latinoamericanos— vuelvo a la Universidad Nacional del Litoral donde yo estudiaba leyes, porque la universidad es una especie de enclave, de terreno autónomo. Efectivamente, las universidades en América Latina han tenido siempre el privilegio de ser un terreno relativamente autónomo con respecto a las demás superestructuras sociales y políticas, de manera que muchas cinematografías independientes, alternativas a las cinematografías industriales, han nacido al abrigo de ellas.

    El primer lugar donde me apoyo es el Instituto de Sociología de la Universidad Nacional del Litoral, que organiza un seminario que yo hago durante cuatro días con un gran fervor de parte de toda la gente joven que asiste. Aunque fueron sólo cuatro días, logramos hacer una cosa muy interesante porque a partir de una primera colocación teórica del problema, inmediatamente les propongo un trabajo práctico: el de hacer fotodocumentales.

    Los fotodocumentales
    Lo que hice fue transportar —no de una manera mecánica sino de manera razonada y sensibilizada, en función del medio— una experiencia que se había intentado en Italia pero que después se había frustrado. ¿Qué eran los fotodocumentales? Sencillamente se trataba de salir CO una camarita fotográfica, con un grabador cualquiera, a encontrarse con la realidad del propio ambiente: a conversar, a fotografiar rostros, personas, lugares, animales, plantas, pero sobre todo problemas del propio hábitat.

    Esta sugestión encuentra inmediatamente un gran eco, y esas ciento veinte personas que asisten al curso se desparraman por la ciudad y los alrededores en busca de nuevos temas para la posibilidad de un futuro cine nacional. Son los temas que van a compilar el primer catálogo de fotodocumentales publicados en 1956. Bastará que yo les lea algunos de los títulos para darnos cuenta de toda la variedad de las temáticas propuestas: “Tire dié” que es el origen de lo que después va a ser la primera encuesta social filmada en América Latina; “el conventillo”; “Edad feliz” que es un título irónico que alude a los chicos pobres cuya,”edad feliz” es todo lo contrario; “Nuncia” sobre una muchacha
    que trabajaba como repartidora con un carro tirado por caballos, repartiendo sifones de soda; “Mercado de abasto”; “El triángulo” sobre un lugar suburbano de Santa Fe; “Alto Verde” sobre una isla enfrente de Santa Fe; “Un boliche”; “A la cola” sobre el problema del agua. Como se ve, ya había en todos ellos fa preocupación de una temática social explicita.

    Como consecuencia de este primer seminario, el Instituto de Sociología decide crear un Instituto de Cinematografía. Es importante notar que lo que, con el andar del tiempo, va a autonomizarse con el nombre de Escuela Documental de Santa Fe no nace como instituto de cine sino como una experimentación en el interior de un instituto de sociología.

    La teoría y la práctica
    Tampoco podemos hacer excesivamente larga la historia del Instituto de Cinematografía, aunque es una historia que abarca muchos años. Puedo sintetizarlo diciendo que en el Instituto de Cinematografía se concretan lo que son nuestras primeras formulaciones de tipo teórico en la práctica. Mi concepto de trabajo ha sido siempre el de no separar la teoría de la práctica. Para mí, cada película —desde la última, Org, que hice con una sola persona a mi lado hasta Los inundados en la cual tuve casi ochenta personas, para no hablar de Tire dié donde había ciento veinte ha sido siempre una película-escuela. Yo no creo en la escuela como una forma de enseñanza. Creo que se aprende sobre la marcha. Por lo tanto, lo importante es hacer cine, y mientras se hace cine se aprende. Teoría y praxis de la mano. Inclusive diría —sin ningún prejuicio pero también sin ningún temor— que tiene que ser a partir de la praxis, con la teoría como una clarificación-guía-intérprete de aquella. Sobre estas bases el Instituto de Cinematografía elaboré su primer programa como la primera escuela del cine documental en América Latina.

    Cuando yo llegué de Europa pensaba en una escuela que tuviera el modelo del Centro Sperimentale, una escuela donde se formaran directores, actores, directores de fotografía, figurinistas, escenógrafos, en fin, una escuela para hacer cine de ficción. Cuando llego a Santa Fe, cuando veo las condiciones reales del país y del lugar, me doy cuenta de que es un paso prematuro. En ese momento no me interesaba hacer ese tipo de cine, ni ese tipo de escuela, sino que en cambio lo que había que hacer era una escuela que abarcara desde el aprendizaje del cine hasta el aprendizaje de la sociología e inclusive la historia política y geografía argentinas.

    Todo esto porque la búsqueda de fondo es la búsqueda de una identidad nacional. Lo que se está tratando de buscar es una identidad nacional que ha sido enajenada, perdida, alienada por toda una forma de penetración cultural, por una hegemonía de tipo imperialista en términos no solamente de superestructuras y de infraestructura económica y política sino también de infraestructura y superestructura cultural. Debido a este fenómeno, el argentino no se reconocía consigo mismo, ni reconocía el rostro del argentino que tenía enfrente, ni reconocía el rostro de su “madre grande”, de su propia nación.

    Esta necesidad de una identificación con el ser nacional es lo que me lleva a renunciar al proyecto de una escuela para actores y a colocar el problema en términos estrictamente documentalísticos. Yo considero que el primer paso que tiene que dar una cinematografía que se propone ser una cinematografía nacional tiene que ser el de documentar esa realidad. Tiene que empezar por ver lo que tiene frente a sus ojos, escuchar lo que tiene al lado de su oreja. Todo esto lleva a que el Instituto de Cinematografía de la Universidad Nacional del Litoral, que con el tiempo va a ser La Escuela Documental de Santa Fe, se transforme en lo que su nombre indica, en una escuela documentalista en donde se formaran los tres grandes grupos de realizadores necesarios a la producción documental: un grupo de directores, un grupo de cinematógrafos, y un grupo de productores. La estructura del Instituto nace cotidianamente de los aciertos y los errores que se van acumulando y de la autocrítica ejercitada cotidianamente, sobre el trabajo hecho.

    Con los fotodocumentales se arma una exposición de fotos y epígrafes, fotos y encuestas que circula por diversos lugares de la Argentina, no solamente en la región de Santa Fe sino en diversas zonas incluyendo Buenos Aires, y llega inclusive hasta Montevideo, Uruguay invitada por el festival de cine del SODRE (Servicio Oficial de Radiodifusión Eléctrica).

    Tire dié: Génesis de la primera encuesta social filmada
    Como consecuencia de todo este trabajo, decidimos hacer nuestro primer film. Vamos a los fotodocumentales y entre ellos elegimos aquel que nos parece tener más impacto, más carga, más rigor, aquel que revela una situación y nos da la posibilidad de denunciar de la manera más completa y evidente un estado “subsocial”. Este tema es Tire dié, basado en los niños que, a gran peligro suyo, corren por los puentes de ferrocarril al pasar los trenes, rogando a los pasajeros que les tiren “dié” (diez) centavos.

    A lo largo de dos años y muchos problemas, el fotodocumental “Tire dié” se transforma en un film. El Instituto prácticamente no tenía medios. Hicimos el film con dos cámaras prestadas y película que nos regalaban por un lado, o que conseguíamos que la Universidad nos comprara, por otro. Usamos un grabador absolutamente no profesional. Recuerdo siempre que íbamos a ese bajo del “Tire dié”, a esa ranchada o salado que periódicamente se inundaba, llevando nuestras pobres cámaras y cargando las baterías para alimentar ese grabador en una especie de cajón. Por el peso de esas baterías, nos hundíamos hasta las rodillas en el barro. No tuvimos las necesidades mínimas de un equipo de filmación.

    Tuve que vencer en mí mismo una serie de problemas muy fuertes porque estaba acostumbrado a trabajar en una industria europea, donde había un standard técnico y profesional muy elevado. El tener que ponerme a trabajar en mi propio país en esas condiciones, me creaba un estado de tensión no indiferente porque sabía que ese no era el modo de hacer las cosas. Pero frente a la necesidad de decir lo que teníamos que decir, optamos por lo que muchos años después Julio García Espinosa llamaría “un cine imperfecto”.

    El estreno de Tire dié en el Aula Magna de la Universidad Nacional del Litoral dio lugar a un proceso que nunca se había dado en la historia de la cultura y de la universidad argentinas. Al Aula Magna Concurren públicos de las más diversas extracciones sociales. Junto al profesor universitario se sentaron los habitantes del Bajo de Santa Fe donde había sido filmada la película, gentes que nunca habían puesto los pies en la Universidad. Los chicos de Tire dié fueron peinaditos y con su camisita más limpia pero descalzos —porque no tenían zapatos. Se rompió el esquema de’ los públicos preconstruidos —o exclusivamel1te burgueses o exclusivamente populares— para producir el fenómeno curioso de un público interclasista. Hubo que repetir la película tres veces. A la una de la mañana todavía se estaba dando.

    Quiero leer la presentación con la cual nosotros acompañamos el estreno de Tire dié:

    Con esta primera experiencia, producto moral y técnico de la voluntad de hacer de sus alumnos, el Instituto de Cinematografía de la Universidad del Litoral espera, 1) colaborar en la medida de sus jóvenes fuerzas a la superación de la crisis actual del cine argentino, aportando al mismo una problemática nacional, realista y crítica hasta ahora inédita, 2) afianzar las bases para una futura industria cinematográfica local, santafesina, de repercusión nacional, en la medida que los alumnos se perfeccionen técnicamente con la periodicidad del aprendizaje cotidiano. La industria cinematográfica argentina ha alcanzado la técnica fotográfica y sonora casi perfecta. Las imperfecciones de fotografía y de sonido de Tire dié se deben a los medios no profesionales con los cuales se ha trabajado forzados por las circunstancias, las cuales al obligar a una acción y a una opción han hecho que se prefiriera un contenido a una técnica, un sentido imperfecto a una perfección sin sentido, y 3) utilizar el cine al servicio de la universidad y la universidad al servicio de la educación popular. Esta acepción más urgente, la educación popular, va entendida como toma de conciencia cada vez más responsable frente a los grandes temas y problemas nacionales hoy y aquí.

    Así que aquí está planteado en sus orígenes la problemática de un cine “imperfecto”.

    Originalmente, Tire dié dura más o menos una hora. Una vez terminada, la llevamos a las mismas personas que aparecen en ella, transformándolos en el primer público del film. Se la mostramos y la discutimos. La llevamos por las barriadas de Santa Fe. Los compañeros del Instituto hacen centenares de encuestas para averiguar qué es lo que funciona, qué es lo que no funciona, por qué no funciona. Recogen todos estos datos antes de hacer una versión definitiva de la película, dejando solamente aquellas cosas en las cuales todos coinciden en verse representados y eliminando algunas con las cuales no se identifican esta especie de “mayoría absoluta”. Esa versión, de treinta y tres minutos es la definitiva.

    El sonido de la banda original estaba estropeado en el acto de grabarlo. Dada la imperfección de los medios técnicos con los cuales esa banda fue registrada, ofrecía muchas dificultades para ser comprendida. Se captaba solo un tercio, un sexto, no sé, un noveno, de lo que realmente se decía. Siendo un film-encuesta, era fundamental que lo que los personajes dijeran se entendiera. Cuando hicimos la versión definitiva, decidimos también hacer una operación con el sonido. Hablamos con dos actores argentinos, María Rosa Gallo y Francisco Petrone. Les hicimos escuchar las narraciones originales y les dijimos: “Bueno, ahora esto mismo ustedes tienen que decirlo al público, no doblando a película sino funcionando como intermediarios entre los protagonistas y el público”. Dejamos la banda de sonido original por debajo, de manera que si tu haces casos puedes escuchar las voces originales por debajo de la segunda grabación. Solamente superpusimos en primer plano sonoro esta grabación donde la encuesta se entiende al cien por cien. Aunque a primera vista esta grabación “profesional” en off parezca contradictoria, era una necesidad imprescindible.

    Basándonos en mis ya lejanas experiencias con el teatrillo de títeres ambulante, continuamos la distribución popular de Tire dié (y los films que los siguieron) a través de un “cine móvil” que no era más que una camioneta con un proyector. Por lo que recuerdo, no se cobraba nada, aunque algunas veces se pudo haber pedido una pequeña entrada para pagar los gastos de la institución cultural que organizaba la proyección.

    Pensándolo bien, me atrevo a decir que la nuestra fue la primera experiencia de cine móvil en América Latina, inspirada, claro está, en una trayectoria anterior que se puede trazar hasta “La Barraca” de García Lorca. Años después, al hacer mi primer viaje a Cuba, lo primero que pedí fue ver una unidad móvil. Los compañeros del ICAIC me llevaron —fue un viaje inolvidable— a la Ciénaga de Zapata a una proyección de un film de Charlot para los campesinos. Me conmovió y me agradó enormemente encontrarme con que se había concretado una iniciativa como la que nosotros habíamos intentado sin medios a disposición, con los medios que un Estado socialista, en cambio, podía ofrecer para cumplir el mismo objetivo: llevar el cine a lugares donde la gente no hubiera ido nunca al cine si el cine no hubiera ido a la gente.

    En este Primer Festival del Nuevo Cine Latinoamericano me pasa algo paralelo. Pienso en todas las reuniones que hemos hecho durante estos largos años —el encuentro del SODRE en Uruguay en 1966, los encuentros posteriores en Viña del Mar, Chile en 1967 y 1969, el encuentro de Mérida, Venezuela en 1968. Son todas cosas que hemos hecho a ponchazos, mientras que este Primer Festival del Nuevo Cine Latinoamericano aquí en La Habana en 1979 es un festival que tiene una organización, una coordinación y una presentación realmente extraordinarias.

    Un paréntesis metodológico-filosófico
    Después de Tire dié, se hacen los siguientes documentales, entre otros: La inundación en Santa Fe; Retablillo de Perico, Quinto del avaro, El palanquero, López Claro, su pintura mural americana, Cincuenta años de la Escuela Industrial, Los ojos que oyen, Ferias francas, Tierra para niños, Brucelosis, El puente de papel, Cruz de barrio, La cancha, Los cuarenta cuartos. El fotodocumental continuó siendo un paso previo a la elaboración del documental filmado. Obviamente ya no se los hacía como los primeros, que tenían un valor autónomo, pero se seguía aplicando la metodología. Se partía del tema haciendo encuestas, con la diferencia de que ahora no estaban finalizadas en sí mismas, sino que estaban destinadas a servir como un elemento de análisis y de organización del documental.

    Me he enterado de otros cineastas que, años después en países relativamente distantes, han desarrollado procedimientos muy semejantes a los nuestros. Me preguntan, por ejemplo, si hay una relación directa entre la Escuela Documental de Santa Fe y el trabajo de los documentalistas colombianos Jorge Silva y Marta Rodríguez. Como no sé cuál ha sido el camino que ellos han seguido, solo puedo contestar que quizás la necesidad de ponerse frente a una realidad nacional por un lado, y por otro lado la escasez congénita de medios técnicos han hecho que de pronto coincidan dos experiencias.

    Creo que lo que justamente ha dado validez a todo este planteo que empieza en la Escuela Documental de Santa Fe y ha ido desarrollándose después a lo largo de la América Latina, es el hecho de que este proceso respondió a una necesidad real. Si este proceso hubiera sido una invención sobre la realidad, hubiera podido inclusive tener un buen resultado, pero se habría agotado en sí mismo. Para mí “la prueba del nueve” de la justificación histórica de esta forma de encarar el problema cinematográfico —y extracinematográfico— y resolverlo, es justamente todo lo que pasó después, con lo que es hoy el Nuevo Cine Latinoamericano. Es evidente que esta experiencia nuestra se ha transformado en una experiencia piloto que luego se desarrolló en dimensión latinoamericana. No se debe a la necesidad de un sólo hombre, de un solo creador; es en cambio la necesidad de una realidad histórica, social y política que encuentra múltiples portavoces.

    Es distinto el concepto de un creador que inventa una realidad, al concepto de un cineasta que se pone frente a la realidad y trata de sincronizarse con ella, que trata de entenderla, analizarla, enjuiciarla, criticarla, expresarla y traducirla en un hecho, en un film. En este segundo caso la vigencia de la obra va a ser corroborada solamente por el tiempo y el espacio, es decir, por la historia y la geografía. El Nuevo Cine Latinoamericano, justamente en este desarrollo que hemos visto durante los últimos veinte años, y en esta expansión que ha sufrido a través de toda la patria grande latinoamericana ha, de alguna manera, dado la razón a quienes en aquel momento nos situamos frente a la realidad tratando de ser portavoces de ella. No para inventarla, sino para reinventarla para interpretarla y transformarla.

    Los inundados: un largometraje documental-argumental
    Quizá haya llegado el momento de cerrar este ciclo hablando del último film, Los inundados. Durante la preparación de Tire dié y la filmación de los documentales siguientes, yo voy madurando un proyecto que ya traía desde Italia. En mis largas noches del primer exilio europeo, leí un libro de Mateo Booz, un escritor santafesino, que se llama Santa Fe, mi país. Dentro de ese libro hay un cuento llamado “Los inundados” que pertenece a la mejor tradición de la picaresca criolla, un género muy consustanciado no sólo con un cierto tipo de literatura latinoamericana, sino con una cierta filosofía de la vida latinoamericana, sobre todo, de ciertos sectores populares y lumpen.

    Esa picardía desciende en línea directa de la picardía española. Tiene sus antecedentes en El Buscón de Quevedo, en Rinconete y Cortadillo de Cervantes y en todo lo que representa esa vena popular de humor, de ironía, de colocarse con una actitud risueña frente a una situación que no lo es. Y con esta capacidad de recuperación, de rescate que tiene el pueblo como arma psicológica interna, transformar una situación trágica o dramática en risueña, irónica, corrosiva. Para mí, la picaresca es fundamentalmente la demostración de la vitalidad de un pueblo. Es mucho más que el humor burgués inglés, por ejemplo. Tiene otras connotaciones y características: la burla, la chacota, el ironizar sobre situaciones negativas en sí misma. Quienes participan de esta visión de la vida de alguna forma están rescatando los valores más profundos de la vida contra los valores más profundos de la negación de la vida, los valores más profundos del querer vivir e inclusive sobrevivir frente a situaciones que son de frustración, de muerte, de exterminio.

    Los inundados nace como una película argumental, pero de base documental. Trabajo el libro cinematográfico con un escritor argentino que también es de Santa Fe, Jorge Alberto Ferrando, basándonos en todo un trabajo previo de documentación. Elaboramos el guión eligiendo como método la identificación de cada uno de los personajes del libro con personajes que aparecen en Tire dié. No todos los personajes de Los inundados están en Tire dié, pero todos los personajes de Tire dié (o en primera persona o como personalidades secundarias) están en Los inundados. Por ejemplo, el personaje de Optima, la gorda protagonista del film, tiene su modelo en un personaje de Tire dié, una lavandera que se llamaba doña Francisca Martínez, a la cual y inclusive le hice una prueba para ver si podía hacer el papel. Pero así como ella funcionaba muy bien para el documental, en el film argumental donde tenía que interpretar un personaje, ya no funcionaba. Entonces tuve que recurrir a Lola Palombo, actriz que había actuado desde su infancia en circos criollos y compañías filodramáticas. En otros casos, como el de los viejitos traperos Arcel, por ejemplo, son los mismos personajes en las dos películas.

    La elección de estos personajes fue hecha con un criterio, digamos, “marginal”. Escogimos actores marginalizados —como el film, como todos nosotros, como toda esta fábula de humillados y ofendidos que estoy contando. Eran actores de circo, de variedad, de radio, de compañías filodramáticas. Pirucho Gómez, por ejemplo, que hace el papel del protagonista masculino Dolorcito Gaitán, era un payador, un hombre que recorre casamientos, velorios, bautismo con su guitarra cantando y ganándose unos centavos con los que canta, además de un vaso de vino. Los actores “profesionales” del film pertenecían a todo este sector de actores populares que el cine nacional generalmente rechazó sin darles cabida.

    Es importante subrayar esto, porque encuadra con una de las peculiaridades del film. Los inundados, que se presenta como un film sobre el marginalismo, es también un film hecho por marginales. Aparte de esta marginalización de los actores, hay otro proceso paralelo a nivel del modo de producción del film, pero para explicarlo tengo que hablar primero del financiamiento.

    Una de las primeras conquistas cinematográficas que pudimos conseguir con la famosa “Revolución Libertadora” que en chiste se llamaba “Libertadura”, fue que se aprobara una ley de protección del cine argentino que establecía una serie de créditos para la producción nacional cinematográfica, a imitación del sistema que se utilizaba en Italia y posiblemente también en Francia. Entonces, había que pedir un crédito del Instituto Nacional de Cinematografía. Pero para conseguir este crédito, había que tener una productora y esta productora tenía que ser respaldada por avales concretos.

    La casa de mi padre fue la garantía para que se pudiera conseguir este crédito. Fue hipotecada, y en un momento determinado, inclusive, corrió el riesgo de que la remataran, porque, obviamente, habiéndonos cerrado la posibilidad de que la película se viera, se cerraron también las posibilidades de recaudación y por lo tanto también de pagar la deuda de este crédito establecido por el Instituto. (Instituto Nacional de cine de Buenos Aires).

    La productora que inventamos se llamaba PAN (Producciones América Nuestra). Había claramente un juego de palabras porque “pan” es lo que se come, pero es también la totalidad de un concepto, de manera que significaba la reafirmación de un sentido americanista que ha estado siempre presente en nuestra obra.

    Ahora bien. El hecho de haber logrado un crédito del Instituto Nacional de Cinematografía nos obligó a trabajar con SICA, el Sindicato de las Industria Cinematografía Argentina, quienes insistieron que pusiéramos uno de sus miembros en cada puesto técnico. Pero definieron los puestos como si Los inundados fuera a ser una típica película industrial. Yo peleé por un rato para no poner algunos miembros del sindicato, porque para una película de corte realista, un peinador, por ejemplo, no tenía nada que hacer. Pero el Sindicato insistió.

    Por fin acepté, pero con la siguiente condición: que por cada uno de sus miembros, el Sindicato aceptara tener a su lado, de contrapeso, a dos alumnos de la Escuela Documental. Y así fue que la película, efectivamente, tuvo un equipo de 75 personas, un equipo enorme. Aquí también se vuelve a demostrar en la práctica lo que yo entiendo por film-escuela. Porque cuando vino esa troupe de profesionales de Buenos Aires a filmar Los inundados en Santa Fe, y al lado de cada profesional —cámara, fotografía, sonido, etc.— se le puso dos alumnos, se le posibilitó a toda esa muchachada participar activamente en la elaboración del film. En ese sentido, el film —no obstante participar en una estructura industrial— se marginalizó con respecto a las formas tradicionales del trabajo de la industria para dejar de ser un simple film y transformarse en una “escuela de film”.

    Tuvimos muchos problemas durante la filmación. Para dar solo un pequeño ejemplo: una mañana tuvimos una filmación en el campamento de los inundados al lado del puerto. Nos fuimos en ferrocarril y había más de 120 personas reunidas para filmar. Uno de los protagonistas de la escena de ese día era el viejito Arcel, “don Aureliano” en la película. No aparecía y no aparecía. Lo mandamos a buscar a la isla de Alto Verde, frente a Santa Fe, donde vivía, pero no se encontraba en su casa. La filmación tenía que haber comenzado a las siete de la mañana y ya era casi mediodía. Al fin Edgardo Pailero, buscándolo, desesperado, se enteró de que el viejo se había ido esa mañana en su canoa a Pescar. Tuvimos que localizarlo por las islas del Paraná. Finalmente pudimos empezar la filmación en las primeras horas de la tarde. Terminar la película fue muy difícil. Se filmó en tres meses. Se compaginó en otros tres meses. Se hizo con sonido directo pero que por condiciones ambientales no funcionaba bien, de manera que hubo que doblarla. Tuvimos que inventar una cabina de doblaje en el piso más alto del correo central de Santa Fe, porque no queríamos tener que doblarla en Buenos Aires con actores porteños. Hubiera sido una deformación absoluta. Así que improvisamos una sala de doblaje, con un proyector en 16 mm y con todo un sistema muy primitivo de doblaje, y los personajes se doblaron a sí mismos. Aunque un poco como un comentario al margen, estos incidentes dan la medida de cuáles y cuántos fueron los problemas que tuvimos que enfrentar para poder resolver la película. Problemas de ese tipo, hubo muchos.

    Después de haber tenido problemas de producción, de organización, de filmación y dificultades económicas muy graves, (en la segunda semana de filmación prácticamente se terminaron los fondos y hubo que empezar a trabajar en base a préstamos y recursos familiares) logramos terminar la película. Pero inmediatamente nos tuvimos que enfrentar con una nueva lucha, la lucha para poder hacerla ver. Es una lucha que luego vamos a ver repetida muchísimas veces en muchos países.

    Todo esto lo cuento —y quiero que quede bien claro— no por su excepcionalidad, sino lamentablemente por ser común a la mayor parte de las películas independientes latinoamericanas. No obstante lo anómalo, difícil y duro de la historia que estoy contando, no es una condición exclusiva de este proceso nuestro, sino que es una condición común a la mayor parte de los procesos del Nuevo Cine Latinoamericano.

    Los inundados: Recepción local, nacional e internacional

    El primer estreno de la película fue en Santa Fe, en el Cine Mayo, conocido como “el templo del cine argentino”, el día 30 de noviembre de 1961. Así es como lo contó Manucho Giménez en un artículo recogido en el libro La escuela documental de Santa Fe:

    El estreno en Santa Fe fue una verdadera fiesta popular donde el público desbordó las instalaciones del cine y siguió con exclamaciones y aplausos el transcurso del film, habiendo improvisado entre los que no podían entrar por falta de lugar, grupos de músicos, cantores y recitadores. Concurrió a su estreno una calificada delegación de críticos e intelectuales y gente del oficio de Capital Federal. Como dato ilustrativo, puede señalarse que en la semana de su estreno, Los inundados superó en concurrencia y recaudación a Los diez mandamientos, estrenada en plena temporada.

    La última etapa del proceso es la distribución y exhibición nacionales. Allí también chocamos una vez más contra un muro. A la película no se la quiere exhibir. Los pretextos van desde que no es un film comercial a que es un film que ofende, en fin, todo lo que ya sabemos de memoria que siempre se dice de una obra que de alguna manera se enraíza con la realidad social latinoamericana.

    Por fin conseguimos un distribuidor y un cine en la calle Lavalle, la calle de los cines en Buenos Aires. Montamos la película. Improvisamos en el hall del cine una escena como de ranchada. Cruzamos la calle con una especie de lienzo donde estaba escrito Los inundados, aunque la policía esa misma noche vino y nos lo hizo sacar porque “Eso no se puede poner”, “Afea la estética de la ciudad”, etc. Claro. Les habíamos llevado un poco del Bajo, del barro, de los piojos al corazón del asfalto, al centro de la ciudad. Les llevamos una jaula con una mona. El “corazón de la Ciudad” todo esto lo veía con mucha sospecha y con un gran rechazo. Pero el público vino.

    Se reprodujo en otra dimensión el fenómeno de Tire dié. Los inundados a su vez, cuatro años después del estreno de Tire dié, suscitó un público interclasista. En las colas de Los inundados se veía desde el estudiante a la señora de pantalones y pieles a los muchachos del Bajo que vinieron con sus “alpargatas” y sus camperas de cuero. Una vez más se rompió la homogenización y sectarización del público monolítico.

    Por eso yo pienso —y es una idea que hubiera seguido desarrollando de haberme quedado en América Latina— en un cine de clases. Creo que no hay un público sino muchos públicos, experiencia que otros compañeros latinoamericanos (Sanjinés, por ejemplo) han seguido llevando adelante. Por supuesto, hay distintas formas de colocarse con respecto a este problema, desde el hacer una película para una clase determinada, hasta intentar una clase de cine que en cambio permita la transfusión de humores entre públicos pertenecientes a clases diversas. Pero — y ¡ojo! porque esto tiene un gran riesgo si no se lo ve con claridad— sabiendo que esto no es un interclasismo, sino que se trata de un público formado por personas de extracción diversa que, frente al film, se encuentran identificadas con la clase popular a la cual el film está dirigida.

    Bueno, Los inundados se estrena y sigue poniéndose con éxito dos semanas. A la tercera semana, aunque el público continúa bien, empieza un sabotaje por parte del mismo dueño del cine. Se empieza a subir y bajar el sonido, de manera que el público de pronto no oye bien. Se ensucian los vidrios delante de la sala de proyección de manera que la película se ve mal. De pronto toda la gente que trabaja con nosotros tiene que repartirse para vigilar estos pequeños sabotajes. Carmen, mi compañera, vigila la proyección. Manucho Giménez controla la billetería. Edgardo Pailero está en la sala, viendo que el acomodador no haga “historias” con las personas que entran y salen. Establecimos esta especie de control sobre todos los aspectos de la exhibición, pero seguimos sin poder explicarnos qué interés podía tener el dueño de la sala en sabotear una película que iba bien.

    Una noche, a final de la tercera semana, después de haber cenado en un pequeño restaurante en la esquina del cine, salimos (serían las dos o las tres de la mañana) y vimos que estaban arrancando las letras de Los inundados de la marquesina del cine. En su lugar estaban poniendo una gran “y” mayúscula, una “i”, una “r”… Nos preguntamos, ¿Qué está pasando acá? ¡Aquí se sigue dando nuestra película y están cambiando las cosas.

    Efectivamente, estaban sacando toda la publicidad de Los inundad os y colocando la de Viridiana, el film de Buñuel. Resultó que el dueño de la sala era, además, distribuidor. En ese momento él quería terminar con la proyección de Los inundados, de la cual podía recaudar solamente como exhibidor, para pasar Viridiana, con la cual podría recaudar como exhibidor y como distribuidor.

    Llegamos a un acuerdo por el cual él nos dejaba pasar la película una semana más sin perturbar las proyecciones, y después nos cagarrábamos nuestras cosas y nos íbamos, dejándole la sala para que pudiera pasar Viridiana. Así terminó la proyección de Los inundados; así, también, casi terminó su historia.

    En 1962, la película fue invitada al Festival de Karlovy Vary, Checoslovaquia, donde ganó el Premio Especial para el Nuevo Cine de Asia, África y América Latina. Poco después, recibo una carta del director del Festival de Venecia pidiendo que le mande la película a Venecia, sin falta. Yo sabía que el Festival de Venecia tenía como condición que la película fuera inédita, pero cuando le expliqué que había ido ya a Karlovy Vary, me dijo, “no importa. Vamos a pasarla lo mismo en concurso”.

    Dadas las circunstancias económicas tan difíciles del film, ninguno de los colaboradores de la película pudimos viajar a Venecia para ver su presentación en el festival. Además, el Instituto Nacional de Cinematografía argentino no quería que la película se pasara en los festival es internacionales. Cuando había sido pedida oficialmente por Cristhiane Rocherfort y Favre Levrett para Cannes, se había reunido en la Argentina una comisión de nuestros “colegas” del cine industrial argentino que firmaron un acta por la cual se declaró que la película no tenía ni los valores artísticos, ni los valores morales como para representar al país en el extranjero. Prácticamente bloquearon la exportación del film. No me acuerdo quien dijo: “Será un acta, pero no es de defunción. Se la vamos a pelear”.

    Mandamos la película a Venecia, donde ganó la Medalla del premio más importante que ha ganado la Argentina en un certamen internacional: León de Oro León de San Marco, Premio “Opera Prima”. Se da la ironía, la paradoja de que, puesto que ninguno de nosotros pudo asistir, el individuo que subió a retirar la Medalla de Oro resultó ser un funcionario del mismo Instituto Nacional de Cinematografía de Argentina que había prohibido la exportación de la película por su inferioridad moral y artística…

    Cuando ese individuo volvió a la Argentina, nosotros, por supuesto, le pedimos que nos entregara ese premio. Inclusive en la Argentina, al otorgar tales premios generalmente se hace un pequeño acto, se le da una cierta resonancia a la ocasión. Es, al fin y al cabo, una confirmación oficial de que sabes hacer cine —dicho en palabras muy pobres— “a nivel internacional”.

    En este caso, sin embargo, demoraron varios meses hasta que una tarde, después de mucho insistir, me llamaron al Instituto Nacional de Cinematografía. Me dicen, “Ah, sí, sí. Espere un minuto”, y me tienen esperando tres cuartos de hora en un pasillo. Por fin un funcionario sale de su oficina, furtivamente, como un ratón, y arrinconándome contra
    la pared, se abre el saco, saca un bollo de papel y me lo pone en la mano. Por supuesto, ese bollo de papel llevaba dentro la medalla de oro del Premio “Opera Prima” de Venecia.

    Cuento esta situación absurda, para poner de relieve el hecho de que nuestras posibilidades para seguir haciendo cine en la Argentina estaban muy cerradas. Cuento este episodio tragicómico que, al suceder, fue más trágico que cómico, como un simple ejemplo para demostrar hasta qué punto las posibilidades oficiales —concretamente, por ejemplo créditos para hacer otra película— habían desaparecido del todo.

    Según el punto de vista oficial, la Escuela de Cine Documental, respaldada por el Instituto de Sociología de la Universidad Nacional del Litoral, se había transformado en un “centro subversivo”. Vamos a decir la verdad: de hecho lo era. ¿Qué subversión? La subversión en términos del arte, porque lo replanteábamos todo; la subversión en términos industriales, y también políticos, porque entrenábamos a gente
    que no era lo mismo que predominaba en todo el resto del cine argentino. Nuestras metas, nuestros temas, nuestra metodología, todo era diferente.

    Conclusión de una experiencia

    Habíamos hecho también otras tentativas, otras innovaciones, que solo mencionaré muy de paso. La famosa Ley de Cine que se promulgó después de la caída de Perón, había decretado que era obligatorio pasar un cortometraje con cada largometraje, pero de hecho la legislación no se implementó con tanto rigor. Aunque con la promesa de la nueva ley, había empezado un período muy rico, comparativamente, para los cortometrajes. Hubo inclusive un año en que se llegaron a hacer unos cien cortometrajes, una producción numérica muy importante.

    Un intento que inicié en aquellos tiempos, y que posteriormente se ha visto en otros países, fue el unir varios cortometrajes en un largo para conseguirles una distribución que, de otra manera, no hubieran tenido. Che, Buenos Aires fue compuesto de cuatro cortos: mi propio La primera fundación de Buenos Aires, con una técnica de cámara recorrida sobre los dibujos del humorista Oski; Buenos días, Buenos Aires, también mío; Los abandonados de Pedro Stoki; y Buenos Aires en camiseta, otro corto en técnica de cámara recorrida, basado en los dibujos Calé, otro humorista popular, realizado por Martín Schor.

    Otro documental importante fue La pampa gringa, hecha en 1962. Siempre tuvimos que aclarar que “gringo” se refería no a una denuncia de la colonización de la pampa por los norteamericanos, sino, al contrario, era un testimonio afectuoso de la colonización por los inmigrantes europeos, y sobre todo los italianos. La película era una vocación en base de viejas fotografías familiares de la experiencia de los primeros inmigrantes que venían a trabajar la tierra. Es la historia de la colonización de Esperanza (nombre increíble), una colonia que se funda cerca de Santa Fe a mediados del ochocientos, con el aporte de italianos y suizos que venían de los varios cantones de Suiza. Aunque en un principio la palabra “gringo” se refería solamente a los italianos, por extensión se dio a todos los extranjeros que poblaron la pampa. Inclusive hay una didascalía muy linda en el film, basada en poemas de José Pedroni y Carlos Carlino, que dice: “Cuando la tarde caía, la patria cantó su canto. Llamó al gringo, ciudadano”.

    Hay un episodio que es representativo de esta unificación de nacionalidades. Cuando los llaman a votar por primera vez, los inmigrantes piden la carta de ciudadanía en una manifestación donde los carteles que solicitan que se los consideren ciudadanos argentinos están escritos en cuatro idiomas: castellano, italiano, francés y alemán.

    Desde el punto de vista oficial, la prueba definitiva de la “subversividad” de la Escuela Documental fue la segunda encuesta social filmada, Los 40 cuartos, testimonio directo de las condiciones de vida de los habitantes de un conventillo de Santa Fe, dirigido por el alumno Juan F. Oliva como tesis final del curso. Después de su exhibición en la Muestra Anual de Cortometraje organizada por la Dirección Nacional de Cultura en 1962, fue secuestrado y prohibido. Mi último acto como Director de la Escuela Documental fue conseguir que el Rector de la Universidad Nacional del Litoral, Cortes Plá, mandara una solicitud para saber el destino de ese film. Esta carta fue recopilada en mi libro sobre la Escuela Documental. De hecho, el último renglón del libro dice, “A la impresión de estas páginas, la medida sigue sin revocar”.

    El libro fue la última cosa que hice antes de irme de Santa Fe. Lo terminé la noche antes del viaje. Lo comencé sabiendo no tanto que me iba, sino que “me iban”, que por presión oficial tendría que dejar la Escuela. Entonces pensé que sería útil documentar la experiencia de la Escuela en un libro, no un libro inventado o subjetivo, sino un montaje de documentos.

    Para uno, que vive una experiencia como esa, desde 1956 hasta 1963, en medio de una lucha sostenida por mucha gente pero combatida por muchas más, militando así de una manera total y decidida, realmente enardecidos en la lucha, hubiera sido humano y hasta fácil deformar las cosas subjetivamente. Por lo tanto, opté por el criterio contrario: decidí hacer una selección crítica de todos los materiales a lo largo de esos siete años. Tuve el buen cuidado de documentar todos los nombres de todas las personas que tuvieron que ver con el Instituto. Hay una lista, por ejemplo, de los primeros fotodocumentales —no solamente de sus títulos, sino de todas las personas que trabajaron en ellos—. Hay una lista completa de todos los documentales que se produjeron en el Instituto hasta que yo me fui, con la lista completa de todas las personas que intervinieron. La última sección se compone de “memorias” de cada año: “Memorias del 56”, “Memorias del 57”, etc. Porque yo sabía que la memoria humana era demasiado chica e insuficiente para contener toda esta cantidad de linfa vital que había alimentado al Instituto.

    Si fuéramos a buscar nombres entre los realizadores de estos documentales, encontraríamos los nombres de cineastas que después se dispersaron a lo largo y a lo ancho de todo el continente latinoamericano: Juan Fernando Oliva, Edgardo Pailero, Enrique Urteaga, Rodolfo Neder, Manuel Horacio Giménez, Juana Elena Basso, Hugo Gola, Ninfa Pajón, Selva Pajón, Alfredo Carrió, Adelqui Camusso, Diego Bonacina, Dolly Pussi, Gerardo Vallejo, Jorge Goldenberg, Edgar Morris, César Caprio, O. Taverna, Oscar Souto. Otros —y quizá Raymundo Gleyzer y Jorge Cedrón son los casos más importantes— tuvieron una relación de compañeros de ruta, digamos, pero hasta el momento en que yo me fui del Instituto no había una relación directa.

    El instituto siguió todavía por un período de años no indiferente y en ese período pasaron muchos otros compañeros que hoy también forman parte de esta diáspora latinoamericana. Inclusive después de la muerte del Instituto como tal, los que se quedaron formaron pequeños grupos de teoría y praxis cinematográficas que trabajaban anónima y clandestinamente, inclusive en oposición a las estructuras oficiales del
    Instituto.

    Los caminos del exilio
    En esa situación de cerrazón, entonces, decidí irme. Pero no solo. Decido irme con Carmen, mi compañera, con Edgardo Pallero, productor extraordinario, y su compañera Dolly Pussi, en ese momento la mejor mujer cineasta en América Latina, y con Manuel Horacio Giménez, quienes son mis colaboradores más inmediatos, más cercanos, formados todos en el instituto.

    Edgardo Pallero, por ejemplo, era un hombre ya maduro cuando se inscribió en el instituto. Un hombre que no sabía nada de cine y que, después de trabajar en Tire dié y en Los inundados, se convierte en el mejor productor ejecutivo que había en aquel momento en la Argentina, un productor a nivel no solo latinoamericano sino internacional.

    Nosotros en ese momento nos consideramos una especie de patrulla que sale a ver qué es lo que está pasando afuera para, eventualmente, crear posibilidades para los que se han quedado. Nos vamos poco tiempo después de que cae el gobierno de Frondizi, cuando ya la situación que se venía cerrando de una manera total por todas las razones antes mencionadas, termina de cerrarse ya con una sanción oficial, porque con la caída de Frondizi se instaura un régimen militar. Si antes uno podía todavía pensar en las posibilidades de intersticios o resquicios entre las cuales tratar de hacer algo, aún colocar la propia obra de uno, en ese momento nos damos cuenta de que era imposible hacer nada. Salimos por nosotros y por los que quedaron detrás de nosotros.

    Salimos a finales del año 1963, de manera cuasi clandestina, por el norte argentino, llevándonos nuestras películas. Por Buenos Aires eso hubiera sido absolutamente imposible en ese momento.

    Nos vamos buscando (y esto lo quiero subrayar) .la posibilidad de seguir trabajando en América Latina. Hicimos un recorrido por Río Grande do Sul en un trencito infernal que nos llevó por noches y por días hasta Sao Paulo, donde teníamos contactos con varios amigos, entre ellos dos compañeros que habían estado en el Instituto de Cinematografía: Viado Herzog (corresponsal y cineasta que fue encarcelado Y asesinado en 1975, provocando una gran protesta nacional e internacional) y Maurice Capovilla, que aún hoy día sigue haciendo cine en Brasil.

    Vlado, nuestro gran amigo y “hermano menor”, nos recibió y no dejó su pequeño departamento. Con una generosidad pareja solamente a su claridad ideológica y política, trataba de sostenemos, de ver qué posibilidades de trabajo había. Junto con Maurice Capovilla conocimos a otros amigos, entre ellos al futuro cineasta Segio Muniz y al futuro productor Thomaz Farkas. Un viejo amigo de mi época del Centro Sperimentale italiano, Rudá Andrade, era el Director de la Cinemateca del Museo de Arte Moderno. Por él conocimos a su gran colega Paulo Emilio Salles Gomes.

    Lo primero que hicimos fue una conferencia conjunta de todo el grupo. Después Rudá Andrade organizó una especie de homenaje a nuestra obra en la Cinemateca del Museo de Arte Moderno. Se promovieron charlas, debates y se plantearon las posibilidades de una producción cinematográfica que va a ser después, con el tiempo, la importantísima producción documental de Thomaz Farkas.

    Comenzamos con cuatro cortos: Viramundo, de Geraldo Sarno; Memorias do cangaço de Paulo Gil Soares; Nossa escola do samba, de Manuel H. Giménez; y Suterráneos do futebol de Maurice Capovilla.

    Son cortos que tienen un modo de producción muy especial. En vez de ser hechos uno después de otro, según el procedimiento normal, fueron hechos en conjunto, simultáneamente, cosa que no hubiera sido posible sin la genialidad del productor Pallero y sin el respaldo financiero de Thómaz Farkas (Farkas, que sigue hasta hoy día respaldando la producción documental brasileña, es un húngaro que vive en Sao Paulo desde hace mucho años y tiene una cadena muy grande de casas de fotoóptica allí). Así que hubo una coincidencia afortunada entre las habilidades productivas, el respaldo financiero, la claridad temática y los objetivos de trabajo compartidos.

    La experiencia con el grupo de Sao Paulo lleva después a contactamos con el grupo de Río, donde, después de hacer una proyección de Los inundados, nos pusimos en contacto con varios productores y con un escritor, Ferreira Goulart, que tenía un libro estupendo llamado Jóao Boa Morte, sobre un personaje de la literatura de cordel, especie de literatura popular brasileña. Plantée el proyecto de hacer una película en Brasil en base a ese libro, pero justamente cuando estaba por cuajar la cosa, cayó Jango (Joao Goulart).

    Me acuerdo de haber estado en la plaza junto con los compañeros cineastas brasileños, la tarde que llegaron los camiones con los campesinos con sus machetes para presenciar el discurso de Jango (Goulart) donde declaró por primera vez la repartición de las tierras. Muy poco tiempo después, los coroneles, una vez más, como ya había sucedido en la Argentina con Frondizi, le “cortaron la cabeza” a Jango.

    Entonces yo vivo un segundo momento en el cual las circunstancias históricas terminan por cerrarme el panorama de mi trabajo cinematográfico. Un militante como yo, que he trabajado toda mi vida para no desvincular la historia personal de la historia de los demás, he tenido que pagar el precio de subordinar mi obra, mis posibilidades cinematográficas, a esas circunstancias. En ese momento entendí, nuevamente, que en Brasil, cuando aún para mis compañeros colaboradores quedaba una pequeña apertura, no había ninguna posibilidad para el tipo de cine de largometraje que yo quería hacer allí.

    Decidimos de común acuerdo que yo me tenía que desprender de nuestra pequeña patrulla y, mientras Pailero, Dolly y Manucho se quedarían en Brasil, yo debía irme para ver qué otras posibilidades había en otros territorios de América Latina. Hablamos entonces con la embajada cubana y surgió la posibilidad de que yo fuera a Cuba para ver qué posibilidades concretas de trabajo había.

    Viajé a Cuba vía México, donde también traté de averiguar qué posibilidades de trabajo se presentaban. Hablé con Emilio García Riera, crítico e historiador de primer rango, con Gabriel García Márquez, en esa época guionista de películas mexicanas. Supe que la situación allí estaba también muy difícil, muy cerrada. Ellos mismos, que habían intentado hacer algunas películas como parte del “nuevo cine mexicano” se encontraban muy asfixiados. Por lo tanto, había que descartar México también.

    Después de haber pasado no más de dos o tres semanas en México, llegué a Cuba a mediados del año 1964. Los compañeros cubanos me recibieron con todo su enorme cariño y solidaridad, pero la situación cubana en ese momento estaba muy difícil. Tenían que enfrentarse con problemas de maquinaria, de organización, y sobre todo de divisas. Era el momento de las coproducciones con otros países, estrategia que no funcionaba bien posiblemente porque las condiciones no habían sido suficientemente desarrolladas como, en cambio, parecen estar actualmente. Llegué en el momento del Otro Cristóbal de Armand Gatti, una película que había costado su precio pero que no había dado los resultados que se esperaban. Esto hace que, cuando les platee las posibilidades de algún trabajo de coproducción o de intentar formas de producción en el lugar, los compañeros cubanos se encontraron frente a una calidad y cantidad de problemas tales que les fue imposible resolver mi problema en ese momento. Creo que toda la energía del ICAIC se dirigía entonces a la consolidación de su estructura interna.

    Después de ese largo peregrinaje en busca de posibilidades de trabajo en la patria latinoamericana, donde ya no quedaba un nuevo lugar donde intentar proponer hacer cine, decidí irme a Italia, un regreso ni querido ni voluntario, sino desesperado. Es necesario corregir un viento equívoco: yo no vuelvo a Italia por lo que los italianos llaman il rechiamo del sangue. No es absolutamente eso. Vuelvo al único lugar donde había hecho cine previamente, donde me había formado cinematográficamente, y donde creía que quizá pudieran existir posibilidades para la prosecución de una obra que en Latinoamérica en ese momento no podía realizar.

    Me parece importante considerar la tesis de nuestro compañero Walter Achugar sobre la necesidad de reconocer hasta qué punto los practicantes del nuevo cine latinoamericano hemos estado dependientes de cierta “permisibilidad” de “los márgenes que nos abre un régimen democrático-burgués para desarrollar nuestro trabajo, no solo de producción, sino también de distribución y exhibición”. Cuando estos márgenes se cierran con la llegada de la noche negra del fascismo, son varias las opciones que enfrentamos: desde quedarnos para tratar de continuar nuestro trabajo en nuestro propio país o para esperar las condiciones de poder continuarlo, a emigrar de un país latinoamericano a otro, hasta exiliamos del continente. Todas estas alternativas pueden ser válidas.

    Hay que despejar posibles equívocos sectarios. En vez de preguntar “¿Por qué Fulano no está trabajando en tal lugar?” hay que ver la trayectoria de ese hombre, poniendo en la balanza lo que ha querido hacer y lo que ha podido hacer. De otra manera se enjuicia idealísticamente la vida y la integridad de una persona sin estar realmente en conocimiento de todos los datos históricos y materiales que corresponden a esa vida.

    Desde un cine “nacional, realista y popular” a un cine “cósmico, delirante y lumpen
    Mi experiencia parte de “Por un cine nacional, realista y popular” y llega a “Por un cine cósmico, delirante y lumpen”. En todo este arco no hay una negación sino una enorme expansión. Con mi actual manifiesto no creo negar, ni mucho menos renegar, todo lo que he hecho. Creo simplemente expandirlo, darle una dimensión que anteriormente no tenía porque mi vivencia actual no es, obviamente, la de un hombre de hace veinte años atrás. En términos metafóricos, la diferencia que hay entre “Por un cine nacional, realista y popular” “Por un cine cósmico, delirante y lumpen” es la diferencia y correspondencia que hay entre los paralelos y meridianos terrestres y los paralelos y meridianos celestes.

    Este último manifiesto es justamente la pauta de que no solamente no he vuelto a Italia por una especie de consanguinidad, sino que soy en este momento más que nunca un cuerpo extraño. Coherente con una de las actitudes vitales que ha caracterizado toda mi obra y toda mi vida, mi permanencia en Italia en este último período ha sido marcada por el no haberme integrado, el haber e le gi do (porque es una elección) el no integrarme. El haberme asumido, sin disfrazarme, por lo que soy, dolorosamente: un desarraigo, con todo lo que esto implica. Pero el haberme asumido también en este desarraigo la condición del latinoamericano que soy y que no puedo dejar de ser.

    Me parece muy importante que esto quede claro. Quizás se entienda mejor si uno piensa en la posibilidad contraria. Sería relativamente posible (no se si fácil o difícil) elegir (después, realizarlo es otra cosa) el integrarse con la realidad social, cultural, histórica, política después de estar viviendo durante largos años como ciudadano de otro país, de otra cultura.

    Obviamente participo de esa realidad. No es que estoy encerrado, como una ostra. Voy a una manifestación, participo en un debate, estoy en las cosas; pero no estoy en la realidad tratando de ser una persona diversa de lo que soy. En ese sentido, desde el punto de vista de la vivencia más profunda como latinoamericano mi elección ha sido la de una deliberada automarginalización.

    Acabo de terminar una película inusitada, la primera obra del “cosmunismo” o sea, el comunismo cósmico, construida sobre la consigna de “Por un cine cósmico, delirante y lumpen”. Durante mis quince años de vivencia en Italia, la película se iba segregando, como la babita plateada de un caracol. Una experiencia de vida y de cine donde no se sabe bien donde empieza una cosa y termina la otra.

    El título lo voy a explicar muy simplemente, porque es muy complejo. Org es una palabra inventada, igual que Fermaghorg, nombre con el cual firmo la película. Pero “org” es también la raíz de muchas palabras. Todas las palabras que uno pueda derivar de “org” para mí funcionan como títulos de este no-film. La gente que se equivocaba llamando WR: Misterios del organismo, del yugoslavo Dusan Makavejev, a Misterios del orgasmo, con mi título, en cambio, no tendrían necesidad de corregirse. Todo lo que digan está bien.

    En ese sentido el filmes como las manchas de Rorsharch. Es un film-poema. No un film de poesía, que se apoya en la literatura o en el teatro, sino un film-poema que hace uso de un lenguaje específicamente cinematográfico. Es imposible de contar. Hay que verla y escucharla. Es un film que quiere colocarse en relación con el espectador a nivel de experiencia, de búsqueda de lenguaje y de significado, no en un plano racional, sino en un plano Visceral, más allá de la razón. Se dirige al subconsciente del espectador, al Consciente individual y colectivo. Es un film vitalístico, energético, transmisor de estímulos. Está hecho para que en definitiva cada espectador se vea a sí mismo en él. Requiere una actitud creativa, no pasiva, de parte del espectador que tiene que ser capaz de sintetizarlo e interpretarlo. Yo quiero un espectador tan creativo como quien ha creado el film.

    Aunque sale de todo ese trasfondo del cine latinoamericano, creo que Org no entra en lo que yo llamo “mi ciclo latinoamericano” sino que es una película hecha por un latinoamericano en Italia. Aunque, si se me insiste, tendría que conceder que en cierto sentido participa (y hasta cierto punto anticipa) las dificultades y contradicciones enfrentada por muchos cineastas latinoamericanos que se han visto obligados, por los trágicos hechos históricos de nuestra gran patria durante los últimos años, a proseguir su trabajo cinematográfico en el exilio.

    Este Festival del Nuevo Cine Latinoamericano nos da la posibilidades apreciar y evaluar el trabajo de la última década. Nos coloca en una cima de donde también podemos registrar algunos contornos futuros. Creo que ha llegado el momento para que nos renovemos. Porque no hay revolución si no hay revolución permanente.

    * Entrevista conducida por Julianne Burton en el Primer Festival Internacional del Nuevo Cine Latinoamericano”, La Habana, Cuba, diciembre, 1979.

    Tomado de Revista del Nuevo Cine Latinoamericano, no. 1, La Habana, diciembre, 1985.


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