CRÍTICA



  • Distancias Cortas, un retrato para el deterioro
    Por Ingrid Pohlenz


    La vida de Fede (Luca Ortega), nuestro protagonista, se encuentra estancada en un desgaste pintoresco y constante que retrata una cotidianidad solitaria y obsoleta: él se está deteriorando silenciosamente; su aliento y su corazón le pesan mucho y, sin embargo, nuestro protagonista es demasiado encantador como para inspirar lástima, al contrario, es imposible no quererlo, su condición no es lo importante. “¿Será cierto que al abrazar un ahuehuete, podemos saber cuánto nos queda de vida y que conforme vamos creciendo, podemos empezar a abarcar su tronco con los brazos?”

    Esta premisa termina por delimitar el curso de la cinta dirigida por Alejandro Guzmán Álvarez, un recuerdo que la hermana del protagonista refuta con un refunfuño. Queda una brecha casi generacional entre Fede y el mundo de afuera, una brecha entre él y su hermana. Su casa está derruida y los peatones probablemente asumen que está abandonada; el protagonista, sin embargo, está enamorado de todos esos pequeños detalles que hacen de esa casa vieja y derruida su hogar. Su hermana lo visita cada semana con cierta condescendencia en compañía de su marido, Ramón (Mauricio Isaac); y es tras una de esas visitas en las que él redescubre la fotografía y se atreve a tomar la última foto del antiquísimo rollo de una cámara todavía más antigua. Esa foto detona una serie de eventos que habrán de erradicar la soledad que le rodea. Un muchacho que trabaja en una tienda de revelado-express llamado Paulo (Joel Figueroa) se encariña de él y se vuelve cómplice en la conquista de Fede por la fotografía.

    El guión de Itzel Lara goza de una cálida naturalidad, hay un cierto guiño en el lenguaje cinematográfico al cine documental; el flujo del tiempo es claro, íntimo y para nada tedioso, se define sin prisa gracias a la edición aterciopelada de Juan Manuel Figueroa, deteniéndose en los detalles importantes, porque se trata, a final de cuentas, de una película que se cuenta a través de sus detalles: el arte de Bárbara Horcasitas en la casa, por ejemplo, logra una cotidianidad que responde a la misma naturalidad del guión que además sirve como reflejo del personaje.

    Paulo es en parte responsable de que Fede se vea colmado de una nueva vitalidad; el muchacho gusta mucho de su papel ante el mostrador en la tienda de su padre, y también del manga, pasión que termina por contagiar a Fede y a Ramón (haciendo un guiño, también encantador a "Death Note"). Algo tan sencillo es una excusa para revisitar los confines de cada personaje y sus remordimientos.  Los objetos en la película son bien aprovechados como vehículos narrativos, espejos de sus dueños.

    El protagonista redescubre la fotografía como un niño que repara fascinado en recovecos triviales o incomprensibles para otros, y es a través de la cámara que aprende a ver otra vez y que despierta su anhelo por todo cuanto puede ofrecerle el exterior a su cámara y a sus ojos. Aprende a mirar y a compartir su mirada. Con este reconocimiento, también viene una conciencia de sí mismo: su condición, sus límites; lo perdido y lo que aún puede recuperar: atreverse a viajar, a cruzar las distancias.


    (Fuente: correcamara.com.mx)


Copyright © 2024 Fundación del Nuevo Cine Latinoamericano. Todos los derechos reservados.
©Bootstrap, Copyright 2013 Twitter, Inc under the Apache 2.0 license.