El trabajo de Everardo González me generó sensaciones encontradas, por un lado, destaca la maestría del director para hacernos viajar a otro mundo, a otra Ciudad de México cuyos ladrones se regían por ciertos códigos de ética y se valían sólo de sus argucias para hacer su “trabajo”, a diferencia de nuestros tiempos en donde reina la violencia.
Destaca también el montaje, repleto de escenas de un México en blanco y negro, ése del cine de oro, y la fotografía de Gerardo Montiel Klint, Martin Boege y del mismo González, la cual es capaz de establecer cierto grado de intimidad entre los entrevistados y el espectador, y hacernos sentir que vemos a viejos conocidos.
Pero por otro lado, Ladrones viejos (México, 2007) flaquea al momento del contrapunteo entre el mundo criminal y el mundo de la ley, de tal forma que ambos, tanto policías como ladrones, parecen habitar en el “mismo lado de la cancha”.
La situación anterior no lleva a nada: la policía termina jugando el estereotipo de “corrupta”, mientras que los ladrones no alcanzan la redención como seres humanos.
El documental reconstruye el viejo mundo de estos ladrones a través de los testimonios de diversos personajes famosos, obviamente, todos ladrones, entre ellos el famoso Efraín Alcaraz Montes de Oca, El Carrizos, quien robara la casa de Luis Echeverría.
Aprendemos de sus mañas, de sus códigos de ética y de su sangre fría para el robo, pero curiosamente, el acto de lastimar a otro ser humano para quitarle sus pertenencias no es una posibilidad.
En ese sentido, estos personajes parecen una extraña figura de película antigua, con la diferencia de aquí no hay oportunidad de redención; al final, la realidad se impone y ellos terminan siendo una bola de rateros.
En el documental aparecen dos testimonios de agentes policiales: el teniente Mauro Morales y el sargento Marco Villarreal, pero no son suficientes para hacer un contrapeso con ese viejo mundo de la ley, que al final de cuentas, cuando la corrupción se deja ver, ese mundo parece más actual que nada.
Si González no quería romper con la imagen de policía corrupta que ha existido por mucho tiempo en nuestro país, es hasta cierto punto válido, es decir, los protagonistas son los “ladrones viejos” que terminaron tras las rejas y nadie más.
Pero en esa lógica, Gonzáles hubiera podido ir más allá de ese “ladrón inocentón”, un bicho raro y casi extinto en nuestra sociedad. Primero nos presenta a estos sujetos aparentemente buena onda, con habilidades excepcionales —la promesa de algo fascinante— y al final, parece decir, “saben qué, pues siempre no, finalmente son unos rateros medio raros y nada más”.