CRÍTICA



  • Casa de antigüedades, una inquietante y arriesgada fábula

    Elegido en principio para la selección oficial del malogrado Cannes 2020, el primer largometraje del brasileño João Paulo Miranda tuvo su estreno en el reciente Festival de Toronto y ahora llegó a San Sebastián con una propuesta alegórica, pero de indudable impronta política a la hora de trazar paralelismos con la situación actual de su país.

    El veterano Cristovam (Antonio Pitaluga) se ve forzado a abandonar su pueblo rural del norte y trasladarse hasta una antigua colonia austriaca del sur para trabajar en Kainz, una planta elaboradora de leche. Ese ámbito racista (fascista) no parece ser precisamente el mejor lugar para un negro y la hostilidad se hará sentir a cada minuto.

    Nuestro anithéroe descubre la casa llena de antiguedades a la que alude el título y se instalará allí con la idea de conectarse nuevamente con sus raíces, aunque deberá convivir con incómodos intrusos y niños que circulan por los alrededores disparándoles a los perros. La crueldad es otra de las constantes de un film (donde veremos también cómo matan a una vaca) que mezcla elementos del Cinema Novo, del western a la Bacurau, de Kleber Mendonça Filho; y hasta del surrealismo a la David Lynch.

    El resultado es más bien contradictorio. Por un lado, hay un retrato de la creciente derechización social sin apelar a los mecanismos más obvios y tradicionales de la denuncia; pero al mismo tiempo hay cierto regodeo con el sadismo y hasta cierto pintoresquismo folclórico. De todas formas, se trata de una inquietante y arriesgada fábula sobre un país que está lidiando con sus peores fantasmas y horrores.


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