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  • “He hecho esta película pensando que será la última”
    Por Matías G. Rebolledo


    Antes de empezar a explicarse con la facilidad léxica de un poeta y la claridad didáctica de un profesor, Arturo Ripstein (México, 1944) se queja de que en España se habla «demasiado rápido», como si tuviéramos siempre prisa por llegar al fondo del asunto y «seguir disfrutando de la vida». El prolífico director, responsable de obras maestras incontestables como «Cadena perpetua» (1979) o «Profundo carmesí» (1996), vuelve por sus derroteros más sensoriales en «El diablo entre las piernas», cuyo guion es obra de su colaboradora y esposa, Paz Garciadiego, y que explora en elegante blanco y negro el tabú de la sexualidad una vez manifestados los achaques mentales y físicos de la tercera edad. Después de ganar el premio a la Mejor Dirección en el pasado Festival de Málaga, el maestro Ripstein atiende a LA RAZÓN desde su domicilio de Ciudad de México, justo antes de que su película llegue este viernes a las carteleras españolas.

    –¿Cómo se hace una película, junto a su mujer, que trata sobre una pareja de ancianos que se odia?

    –Normalmente, trabajo mano a mano desde la concepción misma de la película con ella. Y sucede hace muchos años, además. Nos gusta discutir los proyectos. Este último guion ha sido completamente distinto, porque Paz se encerró en su estudio sin calendario ni planificación ninguna. Lo hizo por su cuenta y sin decirme nada. Cuando terminó, me sentó en un sillón y me dijo que lo leyera, pero que no quería hacer nada más con él.

    –¿Y no resultó invasivo que le propusiera rodarlo?

    –Fue concebido como un objeto privado, pero era espléndido. No ser escrito para rodarse lo hacía más singular todavía, porque no tiene los lastres que se calculan normalmente para la producción de cualquier película. Escribir en libertad y sin la maldita viabilidad en la cabeza hacía no tener estorbos.

    –¿Qué le pide a sus actores ante un guion tan exigente?

    –Primero, que recen, y después, que lean, para quitarse los sustos que se puedan encontrar. Con Silvia Pasquel y Alejandro Suárez me interesaba mucho trabajar en este registro porque, acostumbrados en México a verlos en comedias horrendas cinematográficamente hablando, quería que demostraran que son intérpretes de una calidad excelente.

    –¿Por qué la sexualidad en la vejez nos sigue chocando? ¿Cree usted que aún es tabú?

    –Hay un momento en el que uno se mira al espejo y se da cuenta de que es un pellejo. Me interesaba explorar mi propia experiencia, porque yo no me volví un viejo domesticado, dulce o encantador, No, a mí me importa mucho contar que la sangre sigue calentándose y sigue empujando a las pasiones propias de la juventud. Aunque ello a veces resulte en consecuencias feroces.

    –¿Qué significado tiene el sexo en su película?


    –El sexo, en la película y fuera, es una manera de liberar angustias, dolores, horrores y maledicencias.

    –¿Y cómo equilibra eso en pantalla? ¿Dónde está el límite entre lo sexual y lo soez?

    –Lo importante es no forzar el equilibrio. Uno no puede decidir mostrar un seno y el otro no, de manera arbitraria. No debe haber ambages. Yo quería huir de todo lo que pudiera percibirse como limpio e inocente.

    –¿Por eso un lenguaje tan cargado de insultos y coloquialismos?

    –El español es enormemente florido, incluso para lo feo. La maledicencia en español es formidable e inagotable. Mis lecturas de juventud, que incluían mucho del Siglo de Oro español, eran enormemente estimulantes en ese sentido y, curiosamente, leer a Quevedo o Calderón ahora nos podría indicar que son mucho más libres y audaces que lo que somos tantos siglos después.

    –¿Cree que hay fetichismo en la propia experiencia cinematográfica?

    –Sí, sin lugar a dudas. El cine fue, es y será fetiche. Hay uno más comercial, como producido en cadena, que quiere huir de ello, pero es imposible. Siempre nos apetecerá más lo mundano. O al menos, a mí. No estoy seguro de que el público sea sabio, pero sí confío en que no le gusta que le den todo hecho.

    –¿Y habrá salas cuando la mayoría vuelva a ellas?

    –Estamos condicionados por el cine de la hegemonía y los que estamos al margen tenemos que batallar cada vez más. Pero, probablemente, y eso es algo que me gustaría creer ya de corazón, perdurarán más las películas con espíritu por encima de las que son satisfacción instantánea.

    –En último término, ¿Cuál es el espíritu de su filme?

    –El de querer jugar con fuego y estar corroído por los celos. Quería, llegado a esta edad, pararme y hacer una película coherente. En última instancia, dejarme imbuir por el espíritu santo ese que toca a veces a los cineastas y hacer una buena película. Esa es mi única intención y la única que he perseguido en mi carrera. He hecho esta pensando que será la última.

    –¿No se ve rodando para una plataforma digital?

    –No es tanto que no me vea yo como que no me ven ellas a mí. Igual que es más divertido y estimulante ir a ver un deporte al estadio, es mucho mejor ver teatro o cine como experiencia compartida, en donde corresponde. Pero también soy de los que piensa que la digitalización no es tan terrible, porque hay muchos que están encontrando financiación donde antes solo había puertas cerradas. Oponerse a la evolución y al signo de los tiempos es de idiotas.

    Un apellido marcado a fuego en el séptimo arte
    Nacido en el corazón de una familia de judíos mexicanos, la vida de Ripstein (en la imagen) siempre ha estado ligada al cine. Lo hace desde mediados de la década de los 50, cuando México, en su época dorada, exportaba las películas que producía su padre para todo el mundo de habla hispana y el apellido Ripstein se codeaba de manera habitual con los Buñuel, Infante o Rabal. Esa tradición también la encarna ahora su hijo, Gabriel, quien en 2015 se hizo con el premio a la Mejor Ópera Prima en la Berlinale («600 millas») y es productor habitual de «popes» del cine latino como Michel Franco o Lorenzo Vigas.

    (Fuente: larazon.es)


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