CRÍTICA



  • Nudo mixteco, Flores blancas para la tiricia del olvido
    Por Javier Hurtado


    «En este pueblo siempre son las seis y cinco». Así recibe una antigua amiga a Lupe cuando esta regresa a su pueblo en busca de respuestas en La carta (2014), segundo cortometraje de Ángeles Cruz. Esta idea del regreso a la tierra patria y la imagen del reloj inmóvil como símbolo de un tiempo regido por otros compases son buenos elementos para introducirse en el universo creativo de la cineasta oaxaqueña (Villa Guadalupe Victoria, San Miguel el Grande, México). Lo que se ve y se oye, sobre todo en el caso de su primer largometraje Nudo mixteco (2020), se va entretejiendo a partir de pequeños relatos para formar un enorme tejido que se extiende por entre las raíces de esa pequeña comunidad indígena. Relatos que hasta ahora no habían sido contados y que, primero desde el guion y más tarde con la cámara, van a ir generando ese texto que falta en los manuales del conocimiento universal, aunque esta no sea la intención de Cruz. La cineasta afirma que escribe por necesidad. “Desde las tripas”. Aquella historia que la jala en lo más profundo necesita ser contada y el vehículo que encuentra no es otro que lo cinematográfico. Y así ha venido siendo en sus anteriores trabajos, resultado de una preocupación que se instala en el interior de la cineasta desde el momento en que alguien le transmite la información en un intercambio de boca a boca. Así, la filmografía de Cruz se va a componer a partir de un rasgo elemental y ancestral: lo oral. Como Fernanda Melchor, a pesar de que el suyo es un lenguaje más turbio y sucio, en los trabajos de Ángeles la oralidad se vuelve central tanto en el bosquejo del proyecto como en la articulación estructural del mismo a la hora de filmar.

    Si en su primer cortometraje Tiricia. Cómo curar la tristeza (2012) se servía de flashbacks para entrelazar relatos de distintas generaciones, en Nudo mixteco Ángeles Cruz idea otra forma de entretejer dichos relatos a través de la música -de Rubén Luengas– y la repetición de escenas centrales donde, sin haberlo presentido, convergían las protagonistas de la película. De esta forma, Nudo mixteco puede entenderse como un nudo o una trenza en tanto que los tres relatos -que bien podrían ser el mismo- suceden simultáneamente entrelazándose uno con otro hasta llegar a un punto concreto. La diferencia es que la trenza que Ángeles Cruz va moldeando con delicadeza no acaba nunca, es infinita. Los cabellos largos y fuertes de esas mujeres podrían seguir uniéndose para formar un tejido subterráneo y sustentador que sirva de apoyo para las demás. Porque el cine de Cruz es comunitario. No sólo porque muestre una comunidad concreta, la suya, sino porque el proceso creativo es colaborativo. Se trabaja con actores profesionales pero la gran mayoría de personas que aparecen en pantalla tienen sus raíces y modos de vida en esas tierras -es el caso de Patrocinia, la anciana de su tercer cortometraje Arcángel (2018)-. Es visible cómo se ha realizado un trabajo profundo antes de comenzar a filmar porque la película se respira de manera natural, sin artificios. A ello contribuye una fotografía que filma, pero ante todo respeta el paraje natural. No lo aborda con intenciones turísticas ni se pierde en las profundidades de una vegetación salvaje o desconocida. Simplemente muestra, respetando el color e iluminación del cielo, las montañas y la tierra, que en más de una ocasión van a servir de refugio para los personajes. Es casi un cine de los sentidos, en tanto que parecen llegar los olores y humos de las comidas que preparan esas mujeres en las cocinas. Todo se respira y percibe real.

    Nudo mixteco (Ángeles Cruz, 2020)

    Pero sería injusto entender el cine de Ángeles Cruz como un trabajo antropológico o etnográfico. Recogiendo el fruto del trabajo labrado, Nudo mixteco podría entenderse como la enunciación de una mujer indígena. La enunciación no sólo de la existencia de la cultura mixteca y, por tanto, la señalización en el mapa. Sino que, a la vez que Ángeles Cruz agranda las cartografías del mapamundi -como ya hizo Kivu Ruhorahoza en Things of the aimless wanderer (2015)-, expande los límites no sólo de lo narrado, sino de la voz narradora. Es el timbre -mirada- femenina el que vertebra esta suerte de reconstrucción de la historia de un pueblo. Porque Cruz filma por la necesidad de espejarse para entenderse y, sobre todo, reconocerse. Razón por la que la mayoría de sus protagonistas son mujeres, porque son estas quienes más necesitan el reflejo. Mujeres que han sufrido la tiricia -tristeza del alma- desde el principio de los tiempos. Mujeres que lidian con el sustrato patriarcal del lugar en el que viven. Mujeres que sufren las violencias propias y ajenas en unas pieles que poco a poco se agrietan, pero resisten. Mujeres que, aun yéndose, al volver siempre son escrutadas bajo preceptos sociales injustos. Mujeres a las que se les niega el deseo -en ese sentido aparece una escena que resuena a El despertar de las hormigas (2019) de Antonella Sudasassi-. Mujeres que sufren la condena de la memoria, de la herencia del dolor y el abuso. Y, a pesar de todo esto, la cineasta siempre se acerca a ellas dándoles la posibilidad de soñar. De mantenerse vivas, de nunca marchitarse. Nunca las aborda como víctimas, todo lo contrario. Aunque la pobreza y la necesidad de asegurar el plato de comida caliente y un techo bajo el que cobijarse les reste espacio para soñar, nos les quita la posibilidad de abrir horizontes. Porque su cine es el cine del abrazo, del compromiso y del despertar de la conciencia de esas mujeres como sujetos pensantes y deseantes. Un cine que nombra para hacer saber a otras que existen.

    Nudo mixteco es una película que expande los intereses de una mirada occidentalizada al contar el presente indígena de su comunidad mirando al pasado y, en esa acción, construyendo un futuro esperanzador desde el yo. Más cerca de El ombligo de Guie’dani (Xavi Sala, 2018) que de Roma (Alfonso Cuarón,2018) donde la mirada del otro siempre acaba por imponerse. Una película que lanza un grito amistoso sobre la existencia de otros modos de vivir -creando imágenes que casi parecen frescos como esos planos generales de las fiestas de San Mateo o el funeral- a la vez que reabre heridas -como en el resto de su filmografía- que no se han curado para, precisamente eso, limpiarlas bien y así puedan cerrarse. Y sanar. Y es en ese proceso de escritura, junto a la cámara, que Ángeles Cruz cuenta la historia de su comunidad y pone en sintonía los compases de un reloj estancado a la vez que ofrece las flores blancas que se necesitan para hacer desaparecer la tiricia.


    (Fuente: Revistamutaciones.com)


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