CRÍTICA



  • La teoría de los vidrios rotos, sugerir desde la incomodidad
    Por Ignacio Alcuri


    El segundo largometraje de Diego Parker Fernández destaca por sus actuaciones y su gran banda de sonido.

    Para muchos montevideanos, esa construcción llamada “el interior” no es más que una penillanura suavemente ondulada sobre la que se reproducen aquellas vacas que (dicen) mueven nuestra economía. Pero hay muchos otros “interiores”, incluyendo a esos pueblos o ciudades pequeñas, en donde se desarrollan los mismos vínculos que en la “gran ciudad” (perdonen tantas comillas), sólo que a una escala más pequeña y a un ritmo más lento. Casi podríamos decir “ochentero”.

    En ese interior se desarrolla la mayor parte de La teoría de los vidrios rotos, segundo largometraje después de Rincón de Darwin (2013) de Diego Parker Fernández, quien junto a Rodolfo Santullo escribió esta comedia costumbrista, por más que no sean las costumbres a las que algunos de nosotros estamos... bueno, acostumbrados.

    La historia gira alrededor de un corredor de seguros que hereda un importante cargo en un pueblo del interior y hacia allí se dirige, con la intención de pasar un par de días y regresar a la urbe. Sin embargo, una serie de incendios de automóviles y la posible consecuencia de que la empresa para la que trabaja deba desembolsar una gran cantidad de dinero lo harán prolongar su estadía.

    Su primera impresión de aquel rincón (y la nuestra) no es la mejor; su compañero de trabajo no está, la ventana de su habitación de hotel no abre. Lo que parecía ser un trámite (justamente) en su carrera hacia puestos gerenciales de mayor importancia, se convierte en un problema que podría costarle tanto el empleo como su relación de pareja.

    Todo el peso narrativo recae en Claudio Tapia, este white savior montevideano (ya volveré sobre esto) que interpreta Martín Slipak, y su actuación está a la altura de la tarea. Desde sus diálogos empáticos, en los que retoma la frase que acaban de decirle, como un Alejandro Fantino vernáculo, hasta sus numerosos momentos de lenguaje no verbal, nos irá revelando en qué etapa se encuentra del deterioro mental a causa del fuego. El mismo fuego que se manifestará en sus sueños, encarnado en una serie de enemigos que irá acumulando a lo largo de su aventura.

    El elenco del pueblo incluye representantes de los diferentes poderes, todos dispuestos a demostrarle a Tapia que es menos poderoso que ellos. César Troncoso es un jefe de Policía algo torpe, pero merecedor de respeto. Roberto Birindelli interpreta al poder político y económico, cuando no, reunidos en un solo lugar. Su Mendiçabal, terrateniente y candidato a diputado, tendrá aún menos paciencia con el recién llegado. La Justicia aparecerá recién en los últimos minutos, pero el cuarto poder sí estará presente, a cargo de un muy efectivo Christian Font.

    Hay mujeres empoderadas, aunque el guion no nos permite olvidar su género. La peluquera que interpreta Jenny Galván está envuelta en un escándalo de esos que los hombres superan con mayor facilidad, mientras que Verónica Perrotta interpreta a una encargada de hotel con un embarazo avanzado. No me quiero olvidar de Josefina Trías, que la mayor parte del tiempo actúa a la distancia, limitada por la pantalla de una tablet, y lo hace en buena forma.

    Pero como pocas veces, la película tiene a otro gran protagonista que dialoga (a veces directamente) con la acción, y es la música. La banda de sonido creada por Gonzalo Deniz comienza a llamarnos la atención, hasta que descubrimos que las canciones que suenan “de fondo” se están refiriendo en forma explícita a lo que estamos viendo. La voz crooner de Humberto de Vargas primero apoya la historia y luego termina interactuando con el mismísimo Tapia, quien no puede dejar de ver en ella a su rival en la empresa de seguros (un villanísimo Jorge Temponi).

    La forma de contar la historia es clásica, y evita que el espectador se distraiga de lo que se está contando, que es mitad “pez fuera del agua” y mitad misterio detectivesco, que incluye una femme fatale, un paseíto en camioneta y una persecución. De paso, conocemos un poco más de Aiguá, la ciudad fernandina en la que se desarrolló la mayoría del rodaje.

    Volviendo al misterio, el guion no dejará dudas acerca de lo sucedido. Quizás el final sea demasiado redondo y televisivo, con Tapia más cerca que nunca del cliché del salvador blanco (o montevideano) que pone orden entre los “salvajes”, pero la resolución no deja de estar mostrada con la simpática simpleza con la que nos fueron contando el resto de los acontecimientos. Todo cierra, porque todo tenía que cerrar. No es intención del filme que se desarrollen acalorados debates de interpretación a la salida del cine.

    Con un par de momentos oscuros y un humor que suele surgir desde la incomodidad —como la que provoca Robert Moré en cada una de sus deliciosas intervenciones—, La teoría de los vidrios rotos eleva una anécdota sencilla gracias a su elenco (del que podría seguir nombrando integrantes), al buen ritmo durante los 82 minutos que dura la película y a ese realismo que sabe en qué momentos hacerse a un lado para que el absurdo se manifieste en una canción, en un sueño o en el único satélite natural de nuestro planeta.

    Este segundo film de Fernández fue premiado en el reciente Festival de Cine de Gramado con el premio a mejor largometraje extranjero otorgado por el jurado y el primer premio en la misma categoría por votación del público.

    (Fuente: Ladiaria.com.uy)


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