Lo que más duele de la memoria del horror no es tanto la posibilidad de revivir lo terrible, que obviamente también, como la simple certeza del olvido. ¿Cómo es posible que se tarde tan poco en olvidar tanto? Un día de 1985, un fiscal argentino se atrevió a lo impensable, a lo simplemente inaudito: juzgar a los militares de una brutal (como todas) dictadura y hacerlo como se debe, dándoles a los acusados las garantías que ellos no dieron a sus víctimas. Cada sesión de ese juicio se convirtió en un dolorosísimo aquelarre al que se convocó lo peor de lo que somos. Fue la más vívida representación del dolor. Pero con todo lo que de verdad duele, mantiene Santiago Mitre, es que aquello se haya olvidado.
Básicamente, ésta es la razón de ser de "Argentina, 1985". Y a su motivación se pliega con un rigor desmedido. Quizá exagerado. Desde el primer segundo tiene claro que su destino no es otro que recordar, que aliviar el dolor de lo perdido reviviendo con una voluntad casi notarial lo que fue que -se quiera o no y como diría Faulkner- es lo que somos. El pasado no existe. El pasado es otra forma de llamar al presente. Digamos que es su carácter casi utilitario de herramienta para el bien común lo que hace que la película se mantenga en pie y, lo más importante, viva. Alguien podría decir que pertenece a ese género difuso y necesariamente torpe del cine necesario y, aunque sólo sea por una vez y sin que sirve de precedente, no queda otra que darle la razón.
"Argentina, 1985" es básicamente una película, decíamos, que duele. Hace daño por lo que se escucha a algunos de los 833 testigos que levantaron acta de la desventura de los más de 30.000 desaparecidos. Molesta por su apelación elemental a lo monstruoso. Irrita incluso por la claridad con la que deja delante del espectador el olvido compartido. Pero, sobre todo, duele de simple y puro dolor.
El guión escrito a cuatro manos entre el director y el cineasta desmedido Mariano Llinás simplemente se deja llevar. O esa es la idea. Lo acontecido es tan descomunal, tan hiriente, tan literal, que todo empeño de estilo queda laminado por la acritud de lo evidente. Los torturados suben a la tarima del juicio y cuentan sus torturas. Los familiares de los que se desvanecieron rememoran la noche en que la vida de los suyos y la suya propia fueron secuestradas. El juez lee lo que en su momento leyó ante el universo entero ("Nunca más", concluyó). Y los muertos atienden, aunque no necesariamente en silencio. Digamos que el único lujo que se permite la película fuera de su tozudo y seco guión es la deriva de algún que otro secundario memorable (el hijo adolescente del fiscal) y el crepitar de los diálogos a contracorriente en boca del siempre descomunal Ricardo Darín. Lo demás es lo esencial y lo esencial es todo aquello que en su momento, en 1985, fue lo demás.
No cabe duda de que a la película se le puede echar en cara tanto su exceso de convencionalismo melodramático como el redundante uso del cliché judicial 'hollywoodiense'. Mitre abandona (o deja de lado, mejor) buena parte de los hallazgos de su filmografía más política como el uso del silencio en "El estudiante" o la hondura del dilema moral en su remake de "La patota" o el gusto por los laberintos en "La cordillera". Ahora importa la frontalidad, la claridad y, más relevante, la inestabilidad de la memoria. Y en este altar se sacrifica quizá una mirada más elaborada, más particular, más Mitre. Sea como sea, queda la memoria. Queda el dolor. Queda el injusto olvido del dolor. Olvidar lo que ocurrió, mantiene con claridad "Argentina, 1985", es humillar de nuevo a las víctimas.