CRÍTICA



  • A la búsqueda del milagro
    Por Carlos Balbuena


    Recientemente se ha estrenado la última película del mexicano Carlos Reygadas, Luz silenciosa, una historia de amores prohibidos con toda la densidad de un Dreyer. Y a su cobijo ha conseguido colarse en nuestras timoratas salas su ópera prima, la inédita Japón, película de aridez despiadada y quietud casi desesperante que, allá por 2002, fue seleccionada en la Quincena de Realizadores de Cannes, consiguiendo la Cámara de Oro. Entre una y otra, Batalla en el cielo, hermosísima oda a la fealdad que se convirtió en una de las películas más controvertidas de 2005. Tres películas para la concreción de un estilo que, por pretencioso que resulte, se mueve conscientemente entre los ecos de Bresson, Tarkovski o Dreyer sin dejar por ello de alzarse como una voz propia, personal; un estilo que, evidentemente, ha ido depurándose, pero que desde el mismo momento en el que arranca Japón, su única finalidad es el despojamiento, la radicalidad de un cierto “vacío”, la búsqueda de “Lo esencial”. Seguramente en esa búsqueda seguirá con sus siguientes obras, pero qué duda cabe que el camino recorrido hasta llegar a Luz silenciosa ha sido fructífero en ese sentido.

    Empecemos, pues, por el principio. Comienza la carrera de Reygadas con su cámara emprendiendo un viaje de progresivo abandono en pos de la propia esencia, de un lenguaje propio como cineasta, de los caminos expresivos que le permitan ser honesto consigo mismo. En definitiva, un viaje de purificación, de redención, una suerte de penitencia autoimpuesta. Y es que el cine de Reygadas rebosa de religiosidad popular, ritual, supersticiosa, folclórica. Tal y como dice el personaje de Japón, al que la cámara sigue incesantemente durante los primeros minutos de película, el objetivo del viaje es matarse (y casi literalmente es así en el caso del cineasta, teniendo en cuenta cómo está el panorama cinematográfico).

    Tomemos esto como una declaración de intenciones en la que Reygadas, con valentía y honestidad, se replantea el sentido expresivo de lo que será su obra cinematográfica. Por el camino, Reygadas descubre personas, lugares, momentos y azares que va incorporando a la ficción, y descubre también una forma de observar la realidad. Es esa mirada curiosa, expectante y roselliniana la que le confiere a la obra de Reygadas una cierta sensación de “work in progress” que, por otro lado, contribuye a diluir aún más las fronteras entre la ficción y el documental, un aspecto éste esencial en el cine contemporáneo. Y es también esa mirada atenta y respetuosa la que hace que todo en la obra de Reygadas se de con extrema naturalidad: desde la inclusión de actores no profesionales que miran a cámara o incluso se dirigen a ella en acciones absolutamente espontáneas, hasta, por supuesto, el tratamiento sin complejos de un sexo explícito que en ocasiones roza lo grotesco, pero que Reygadas lo reivindica aplicándole un costumbrismo no apto para todas las sensibilidades.

    En definitiva, tomemos Japón no sólo como la primera película de Reygadas, sino, en un sentido mucho más profundo y coherente con su obra, como el inicio de una búsqueda estilística que se extiende mucho más allá de su portentoso y paradigmático plano final, que es de una esencialidad extrema y que debe servir de tránsito hacia lo que será su siguiente paso en esa búsqueda estilística y expresiva: Batalla en el cielo.

    Batalla en el cielo es, decíamos al principio, una hermosísima oda a la fealdad. Pero también un retablo barroco y grotesco, cercano a lo documental y a la crónica negra, sobre el Méjico más profundo y oscuro. Una película pretenciosa y excesiva, es cierto, pero que conjuga con maestría lo lírico y lo grotesco, lo sublime y lo patético, lo terrenal y lo místico, lo pagano y lo religioso, en esa búsqueda (pretenciosa, repito, pero admirable) de “lo esencial”, de lo sublime.

    Y hablando de lo sublime, de lo esencial, llegamos Luz silenciosa. En esta culminación momentánea de su itinerario purificador, Reygadas se topa de bruces con Dreyer. Lo cual no tiene nada que ver con que los personajes de la película sean una comunidad menonita danesa emigrada a México, y la religión protestante, con su férrea estructura fundamentalista, se sitúe en un primer término muy palpable. Al contrario, la aproximación a Dreyer tiene que ver con una cierta forma de extraer lo milagroso (literalmente) a partir de lo concreto, de lo cotidiano. No puede negarse que Luz silenciosa es una revisión nada disimulada del Ordet de Dreyer, y de ahí procede gran parte de su capacidad hipnótica, mística. Y sin embargo se trata de una película que habla por sí sola, que emociona con su propia intensidad, que sobrecoge con su inabarcable fuerza expresiva. Una película honda, intensa, emocional y emocionante que reconoce orgullosa su referente, pero que no se olvida nunca de ser lo que es: mucho más una historia de amor que de fe.

    Es cierto que Reygadas aún no es Dreyer, aunque lo busque. Pero sinceramente creo que hay que elogiar esa búsqueda, ese itinerario suicida que el cineasta mejicano ha emprendido a tumba abierta en busca de aquello que Schrader denominó “El estilo trascendental”. Esa suerte de viaje iniciático que empezó con Japón y que, de momento, ha concluido con Luz silenciosa. Por el camino, Reygadas ha sabido encontrar respuestas y plantearse nuevas preguntas, a costa, eso sí, de ganarse legiones de detractores que le consideran un farsante.

     


    (Fuente: contrapicado.net)


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