CRÍTICA



  • Radical nuevo cine argentino
    Por Carlos Reviriego


    El viernes 6 de junio se estrenó Encarnación, sobre una vieja estrella en decadencia. Su directora, Anahí Berneri forma parte de una nueva generación de cineastas argentinos como Pablo Trapero, Lucrecia Martel o Lisandro Alonso que han tenido gran presencia en el recién clausurado Festival de Cannes. El Cultural repasa los hitos de un movimiento que está colocando a Argentina a la vanguardia cinematográfica mundial.

    Algo pasa en el cine argentino cuando Cannes, el festival más importante del mundo, selecciona cinco largometrajes y dos cortometrajes para su última edición. Algo pasa en el cine argentino cuando, además, dos de sus mitos nacionales del siglo XX son el objeto de atención de cineastas internacionales como Steven Soderbergh (con el díptico Che) y Emir Kusturica (con el documental-retrato Maradona by Kusturica), películas también vistas (y premiadas) en Francia.

    Es como si la producción cinematográfica argentina comenzara ahora a recoger los frutos internacionales de la madurez de toda una generación de cineastas que, con sus sorprendentes propuestas realizadas en el corazón de la crisis nacional, configuraron en los años noventa el llamado “Nuevo Cine Argentino”. Aunque aquel modelo de exploración cinematográfica de la identidad nacional-generacional, de medios pobres pero ideas ricas, venía desinflándose en los últimos años –quizá porque las esperanzas puestas en él eran demasiado altas–, hoy sus efectos vuelven a resurgir con fuerza. No lo hacen sólo bajo el prestigioso foco del último y muy latinoamericano Cannes (el cine brasileño también tuvo una presencia importante), sino del inminente estreno de un filme con tanta personalidad como Encarnación, dirigido por Anahí Berneri, y de la participación española en dos producciones de sendos cineastas-símbolo del “Nuevo Cine Argentino”: Lisandro Alonso y Lucrecia Martel.

    Identidad y ficción. El pistoletazo de salida de una serie de trabajos que nos hablarán del buen estado de salud creativa de cierto cine argentino lo dará mañana el estreno de Encarnación. Premio Fipresci en el último Festival de San Sebastián, este segundo largometraje de Anahí Berneri parte de una premisa especialmente cautivadora: enfrentar a un símbolo sexual argentino de los años setenta, Silvia Pérez, al irremisible ataque que ha ejercido el tiempo contra su fama, su cuerpo y su respetabilidad social. Interpretándose a sí misma, o más bien a una “encarnación” ficticia de sí misma, Silvia Pérez toma el nombre artístico de Ernie Leveir para construir frente a la cámara el espejo convexo de su identidad, reflejo sobre todo de la mirada moral de los otros.

    Seductora nata, satisfecha con su solitaria vida de vieja gloria en la ciudad, un viaje semi-obligado a su casa familiar en el pueblo confronta a Silvia / Encarnación / Ernie con la mujer-mito que fue cuando sus fotos de calendario gobernaban los sueños eróticos de media nación. Ejercicio que tiene tanto de dignificación como de justicia poética, Encarnación pone finalmente al servicio de Silvia Pérez el único vehículo de la imagen que siempre le ha sido esquivo: éste es su primer papel protagonista en su primera película “seria”. La actriz que interpreta, como ella misma, también rueda grotescos spots publicitarios y planea cambiar el curso de su carrera con un papel que dignifique su imagen. Lo logra bajo un modelo de cine totalmente ajeno con la serie B que la identifica, un cine que huye del retrato cruel y arquetípico, cuyas imágenes retratan el cuerpo más como un objeto cinematográfico que como un objeto sexual. El efecto resultante, narrado con trazo fino, lenguaje sobrio y sin ceder a mecanismos psicodramáticos, es lo suficientemente seductor bajo la singular sensibilidad de Berneri, que encuentra un tono convincente para su propuesta.

    Personajes opacos, como el que finalmente resulta del retrato-palimpsesto de Silvia Pérez en Encarnación, son los que han poblado el “Nuevo Cine Argentino” en estos últimos años. La identidad, o su disolución, como motor fundamental de las ficciones. La recuperación de la confianza mediante el borrón y cuenta nueva. Cineastas que rompen con la tradición para reinventar el modo de contar historias desde una pantalla en blanco. En esta última década, a la exigua luz de 'campanellas', 'piñeiros', 'sorines' y 'darines', el público y la prensa española se han podido crear una distorsionada concepción de los vectores temáticos y los elementos formales que han definido ese movimiento generacional, capaz de producir en muy pocos años una ingente cantidad de estimulantes primeras obras.

    La penúltima que hemos visto, a pesar de sus fallidos resultados, es la estimable La antena (en cartel) en la que Esteban Sapir se propone reivindicar la fascinante gramática del cine mudo. Pero es evidente que nuestras pantallas se han perdido el núcleo duro del verdadero fenómeno argentino cuando los filmes de Lisandro Alonso o Martin Rejtman, por dar sólo dos nombres de peso, no han conocido ni siquiera una adecuada distribución en DVD en nuestro país. Filmes como Rapado (1992), Silvia Pietro (1999) y Los guantes mágicos (2003), todos de Rejtman, practican un rigor formal y desarrollan unas frescas vías narrativas que no se parecen a nada que se haya realizado aquí. Un cine que nos habla de una “argentina latente”, robando el título del documental de Pino Solanas, que todavía ignoran nuestras salas.

    Un acervo por descubrir. Con la intermediación del español Luis Miñarro, co-productor de la última película de Lisandro Alonso, se puede empezar a recuperar el tiempo perdido. Después de la hermosa, minimalista y rigurosa trilogía conformada por La libertad (2001), Los muertos (2004) y Fantasma (2006), Lisandro Alonso ha regresado a Cannes con Liverpool, donde sigue depurando su cine hecho de amplios silencios y misteriosas soledades. Más cercano a un tratamiento genérico de la narrativa, que lo acercaría a estructuras heredadas del western, el filme narra el regreso al hogar de un marino alcohólico. De una profunda fuerza paisajística, el relato semi-narrativo de Alonso da un vuelco de perspectiva en su último tercio para devolver su cine a la práctica observacional que lo caracteriza. No deja de ser irónico que Lisandro haya decidido rodar en la Patogonia que, por su fuerza metafórica, ha sido tan explotado en los últimos filmes argentinos, desde Carlos Sorín (Historias mínimas) a Luis Puenzo (La puta y la ballena). Tierra mítica de belleza arcaica, acaso como el sertao brasileño lo fue para el “Cinema Novo”, la Patagonia que retrata Alonso se aleja por completo de la dimensión exótica, no funciona como un decorado, sino como el estado del alma del personaje.

    También con participación española, vía El Deseo, La mujer sin cabeza (que por razones de copyright aquí se estrenará como La mujer rubia) representa otro paso de preclara madurez en la carrera de Lucrecia Martel. Concienzuda cronista de la transformación e inquietudes morales de la sociedad de su país, la autora de La ciénaga parte de una situación argumental muy similar a la que manejó Juan Antonio Bardem en Muerte de un ciclista (1955) para hurgar de nuevo el dedo en la llaga de la burguesía argentina.

    Con el propósito de introducir al espectador en la mente desenfocada y lánguida de una señora que vive ajena a toda responsabilidad más allá de su familia, La mujer rubia no sólo edifica una siniestra metáfora sobre el silencio y la complicidad con la dictadura, sino que propone una de los secuencias más inolvidables y mejor resueltas del cine reciente. Si en La ciénaga transmitía el tedio canicular que consumía a los personajes, y en La niña santa lograba contagiar un alto grado de extrañeza moral al espectador, con su tercer filme Martel ha desarrollado un extraordinario trabajo de sonido, destinado a remarcar el valor del fuera de campo y colocar al espectador en una posición aún más perturbadora: el abandono de una mujer sin cordura.

    Nuevos descubrimientos. No hay motivos para pensar que Leonera, el cuarto largometraje de Pablo Trapero, que también ha competido en Cannes, no se estrene en España. Hasta ahora, el cine de otro de los abanderados del “Nuevo Cine Argentino” ha tenido un fiel seguimiento en nuestras salas. Desde su indómito debut con Mundo grúa, es cierto que sus películas han ido domesticándose tanto formal como narrativamente, pero el carisma de sus propuestas sigue en pie. Filmes como El bonaerense (2002) o Nacido y criado (2006) –otro escenario patagónico– conservan un impulso de extravagancia que los convierte en objetos preciosos.

    Leonera, un crudo y eficaz relato carcelario, no ha despertado pasiones en el festival francés, pero la interpretación de Martina Gusman, sobre la que pivota todo el filme, está hecha del material que gana premios y arranca aplausos en el patio de butacas. Las creaciones de otros cineastas como Daniel Burman o Carlos Reygadas, aunque quizá no tan convincentes (el primero por sus excesos frívolos, el segundo por su impostura cinéfila), también nos lanzan mensajes desde la nación hermana, si bien otros muchos cineastas como Ezequiel Azcuña, Federico León, Diego Lerman o Juan Villegas esperan todavía ser descubiertos en las salas españolas. Cuestión de tiempo.

     


    (Fuente: elcultural.es)


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