Uno de los cultores cubanos más constantes de la mirada documental que indaga más allá de las evidencias de lo fáctico ha sido Rigoberto Jiménez, representante de la primera generación de la Televisión Serrana, aquella comprometida con una suerte de antropología de las comunidades cubanas más distantes del frenesí urbano. La poetización a ultranza de la vida difícil, la aproximación humilde a gente simple y la comunión con lo natural fueron las marcas de estilo de este primer período del proyecto, que perseguía sacar del anonimato a amplios y complejos grupos humanos de nuestras serranías. Los realizadores encontraban en las historias que referían un remanso de otredad noble y serena, incontaminada por los apremios de la modernidad. Los conflictos eran tenues, cuando los había, pues una mirada benévola encontraba en esta gente transparente modelos a seguir, y en los hábitos presuntamente simples, el deseado retorno a unas formas primitivas de sociabilidad consideradas ideales (o casi). Fue Rigoberto quien otorgó a aquel panorama una complejidad inusitada.
En 1996, Cuatro hermanas significó un punto de inflexión para la mirada documental de la Televisión Serrana. La crónica de la vida de esas mujeres que constituyeron una comunidad natural prescindiendo de los hombres, edificando su propia utopía familiar y humana lejos de los cauces habituales para el sujeto femenino, promoviendo formas de relación y arraigo absolutamente válidos, si bien inhabituales, consiguió escapar del tratamiento anecdótico de la curiosidad para ahondar en la trama de relaciones que justificaba los apegos entre las protagonistas de la representación, dejándolas explicar sus razones y exponiendo la historicidad de esta clase de cohabitación. Cuatro hermanas, además, fue un momento singular para un tema recurrente sobre todo en la ficción durante esos años, y que daba cuenta de utopías comunales o de grupo, convenios interpersonales que daban lugar a nuevas formas de sociabilidad dentro de la sociedad cubana de los años 90, que así se reimaginaba tras la fractura del consenso absoluto y reedificaba la sintonía en torno a un proyecto de sociedad común.
Fue en esta obra donde por primera vez tomé en cuenta el trabajo de manipulación del sonido con efecto de resonancia para dar lugar a ecos en la obra de Rigoberto. Ya en Los ecos y la niebla (2004) el plano sonoro asume un papel protagónico, como recurso expresivo que hace parte de un universo metadiegético para ilustrar las resonancias del mundo natural y las presencias inmateriales que circundan la vida de un hombre que ha encontrado en la existencia distante, de ermitaño casi, su hogar ideal.
En Como aves del monte (2005) el eco es ya ubicuo. Desde el mismo inicio, bajo la pantalla en negro que reproduce los primeros créditos, sube el sonido de la noche en el campo: cric cric de grillos, quiquiqueos de sabandijas invisibles. Las primeras imágenes refieren animales, pájaros silvestres; el batir de alas de un aura tiñosa tratado con ese tegumento fantasmal del eco. Entonces, el primer ser humano: una anciana bebiendo acaso el buche de café del amanecer. Lo que sigue es una subjetiva en movimiento que atraviesa un camino apenas reconocible entre la yerba, el cual desemboca en un bohío igualmente a medio tragar por la maleza.
Hasta aquí, hay la intención de fomentar una analogía que justifique el título de la película, pues Como aves del monte refiere la existencia semianimal de dos ancianos, hermanos de sangre, mujer y hombre, a quienes las circunstancias de la vida y una extraña pero comprensible solidaridad filial los ha hecho quedarse a vivir en pleno abandono, rodeados por los azares del ambiente salvaje y en circunstancias toscas. Como en obras mencionadas antes, aquí no hay entrevista y, salvo unos comentarios por lo bajo, todo transcurre en silencio. El detalle es aún más radical, pues se trata del primer documental en que Rigoberto se acoge al mudo. Pese a su ánimo por dejar fluir los sentidos ocultos del universo que retrata, en sus obras anteriores el testimonio directo fue un elemento inevitable. Sin embargo, sobre todo hacia Los ecos y la niebla, la confianza hacia el que atestigua iba decreciendo, en favor de las evidencias, materiales o no, que circundan al testimonio. Ello adquiere una orientación mucho más terminante aquí, por cuanto las únicas palabras provenientes de los personajes se refieren mediante intertítulos, frases reconstruidas y propuestas en forma de declaraciones de cada uno acerca del otro.
Lo que pudiera considerarse un recurso de síntesis, comienza a funcionar como diálogo entre dos personas a quienes la soledad ha vuelto parcas, pero cuya intercomunicación es, además, muy poca. En ese sentido, Como aves del monte quiere abonar la vida de sus personajes con un canal de comunicación que se realiza en nosotros. Con ese propósito, la fotografía de Luis A. Guevara busca los detalles materiales de esa existencia difícil, sus vehículos y razones. Los signos materiales de este mundo rebosan de amenazas: un avispero prendido del techo de yarey, una zona de la techumbre a medio derruir, brechas en casi todo el resto. Un motivo que se repite, singularizado por la cercanía visual: una palma solitaria y un ramillete de espinas. Rigoberto parece luchar contra el desborde de su solidaridad: ¿qué hacen estos viejos tan solos y sin propósito? Y la música trae un redoble de platillos que es como un mal presagio. El silencio envuelve la existencia de otra vida: fotos de familia, las de ellos mismos en su juventud, una vitrina repleta de vajilla que no se usa, una mesa familiar que tampoco. Rigoberto potencia en el trabajo con el sonido esa búsqueda de un trasunto de la vida en su estado puro, en su transcurrir fuera de la apariencia diversionista del acontecimiento, lejos de la materialidad absorbente de la anécdota, para hacerla detenerse y posar ante nuestra mirada atónita. En vez de activar el contrapunto, y explotar el contraste resultante, Rigoberto aísla tiempo y materia, los hace coincidir, dotando a la segunda de una condición menos material, al tiempo que busca hacer figurar la temporalidad, dejarla manifestarse a través de esa atmósfera detenida, que avanza abstraída en las manecillas del reloj de la casa, pero en la vida de estos ancianos apenas da vueltas sobre un mismo eje. La suya es una temporalidad casi eterna, un mundo detenido, aislado; solo que aquí no son las evidencias materiales quienes expresan una historicidad fragmentada y apenas ligada a las necesidades del presente, sino dos vidas concretas las depositarias de un cúmulo de sentidos.