Dos equívocos pesan sobre el estreno —actualmente en las principales salas capitalinas—, del largometraje de ficción Mañana: algunos colegas le han colgado la etiqueta de primer filme independiente cubano (son más o menos contemporáneas, o de producción anterior, Frutas en el café, de Humberto Padrón; Así de simple, de Carolina Nicola, y Personal Belongings, de Alejandro Brugués) además de que no han faltado los cronistas que arropen las calidades de la película con exageraciones como «impacto renovador en el audiovisual nacional», «cambio de lenguaje expresivo para el cine cubano», y otros espaldarazos verbales que mucho contribuyen a promocionar la obra, pero que pudieran entorpecer la apreciación de un filme precisado de mayores detenimientos analíticos, más allá de la frase laudatoria y apriorística.
Lo primero que agrada en Mañana es la estructura del relato, la agilidad y naturalidad del ritmo expositivo, y la habilidad del director-guionista Alejandro Moya para sugerir psicologías y definir caracteres. La historia de unas cuantas horas en la vida de este veinteañero gozador y frívolo, «jevoso» y narcisista, indolente e hijito de papá, se desarrolla a través de constantes adelantamientos y retrocesos de la acción, para así conferirle a determinados actos el peso dramático preciso, y también con el fin de reforzar la perspectiva múltiple que el filme quiso adoptar.
Así, luego de una primera parte introductoria, en la cual se presentan con muy rápidas pinceladas a los miembros de la familia, y se expone el perfil y el punto de vista de cada personaje, la trama se adentra sin sobresaltos en el nudo dramático, precedido y recalcado por las necesarias y bien colocadas notas de suspenso, de interrogación y expectativa respecto a lo que ocurrirá luego, a cuál será el destino y las actitudes de todos ellos, luego de que sobrevenga la tragedia.
El dinamismo del montaje (de filiación buenamente videoclipera o publicística) aunado con la fotografía de Ángel Alderete, muy atenta al plano detalle que distingue, y al encuadre sugestivo, favorecen la vivacidad de una trama resuelta con buen pulso y puesta en escena con garbo y agudeza, todo ello sostenido por la evidente intención del autor por mantener un talante equilibrado, no condenatorio, incluso ambiguo, respecto a los personajes y situaciones puestos en juego.
Por todas estas capacidades, debo apuntar que me resulta más superflua que funcional la división en segmentos (cuya nominación no siempre responde de manera natural al contenido del fragmento), y también me parece reiterativa, y a ratos contraproducente, la manipulación machacona de la canción de Pedro Luis Ferrer, y el recurso de la ralentización de los movimientos. Es cierto que puede ser bello, por ejemplo, hacer más lento el andar de una muchacha vestida de negro que se aleja de la cámara por una calleja, pero tal arbitrio también puede resultar gratuito, dramáticamente injustificado y digresivo, sobre todo, en una película como esta, que se consagra en cada milímetro a representar acciones, a relatar su trama, a exponer la acción significativa y, finalmente, a comprender mejor determinado contexto filial y social.
Otra de las bazas triunfales de Mañana proviene de la dirección de actores, que alcanza un rigor sorprendente, habida cuenta de que se trata del debut del realizador-guionista en el largometraje de ficción. Consagrados y noveles se integran sin obstaculizarse unos a otros, en un estilo naturalista y stanilaskiano, donde no abundan las notas falsas. Sería extensa incluso la lista que contenga la sola mención de los mejores desempeños. Destaca el grupo de actores que interpretan a la familia protagónica. Adria Santana entrega su mejor desempeño para el cine como la madre; el padre es interpretado con intensidad irreprochable por Enrique Molina (es asombroso como el superactor modela los matices distintivos de un personaje que podía ser malentendido como una réplica al calco de sus papeles en Hacerse el sueco o Video de familia); debe referirse la sinceridad, ternura y contención con que Violeta Rodríguez asume a Marina, la hermana, y también la gracia bajo presión que mantiene Hugo Reyes en su Rubén, el cuñado.
En el protagónico está el novel Rafael Ernesto Hernández, quien supo aprovechar la proximidad física (y tal vez vivencial) con Tony, su personaje, para entregar una de esas actuaciones que se valen de lo físico y exterior, para dibujar desde ahí un perfil conductual y psicológico. Tony es pura fachada, circunstancia física, impacto sensorial, y así lo encarna el joven actor, por tanto tampoco puede decirse que se trate de una interpretación deficiente, salvo en los pocos momentos en que le piden representar emociones extremas y desgarramientos.
Los actores, todos, cooperan no poco al ensanchamiento de las múltiples sugerencias entrecruzadas en el guión, y tales insinuaciones proveen material suficiente para cinco o seis películas más. Por ejemplo, está el personaje de la madre, machista y medio edípica, funcionaria cuya autosuficiencia económica es ganada gracias a la sujeción a sus designios de los demás miembros de la familia; el padre jubilado que traza la economía hogareña y tampoco le pone freno al favoritismo con el hijo varón; la hermana que no es bella ni tiene swing ni le interesan las fiestas mundanas, solo aspira a mantener el equilibrio hogareño y a un lugar propio para vivir con su esposo, un mulato ¿artista? a quien le han cogido la baja entre chantajes sentimentales, intereses creados y obligatorias convivencias. En esa cuerda, pudieran leerse otros personajes del filme (como las tres muchachas con quien Tony tiene relaciones en la película), pues además del papel específico que jueguen en el drama, los comportamientos de cada personaje sugieren, insinúan muchos otros conflictos soterrados de índole económica, social, racial, sexual y psicológica.
¿Qué más debemos pedirle a Mañana? Yo por lo menos no recomiendo que el público vaya a verla esperando la nueva Memorias del subdesarrollo. Sería injusto en todos los sentidos, además, puede ser que esperando el bosque no se repare en el árbol.