CRÍTICA



  • El cura que repartía fe a manos llenas
    Por Adolfo C. Martínez


    En la década del 20, y amenazada por una guerra que había comenzado en Europa y se extendía hacia otros países del mundo, la familia Pantaleo debe dejar su Italia natal y trasladarse a la Argentina. Mario, uno de los hijos del matrimonio, recaló como pupilo en un hogar salesiano de Córdoba, donde los suyos se habían instalado, y luego de unos años al cuidado de una tía, retornó a su tierra natal. Allí, siendo ya un adolescente, intentó reunirse con sus familiares, pero su esfuerzo fue vano. Atraído por su fe religiosa se ordenó sacerdote católico, comenzó un corto peregrinaje por Italia y en 1946 retornó a la Argentina decidido a sumarse a la tarea de la Iglesia en un país lejano ya conocido por él.

    El padre Pantaleo conoció aquí la miseria de miles de seres enfermos y empobrecidos. Desde alguna pequeña capilla o a cielo abierto logró rodearse de esas mujeres, hombres y niños que necesitaban no solo palabras de consuelo, sino también la inmensa fe que ese cura cordial les impartía con sus manos, con esas manos que guiadas por algún poder secreto podían diagnosticar y sanar a quienes, cada vez con más convicción, se acercaban a su figura humilde y siempre dispuesta a ayudar a sus semejantes.

    Perla, una mujer que ve en él a un ser ávido de hacer el bien, lo apoya en su obra benefactora, y ambos construyen una iglesia en González Catán, a la que llegan cada vez más los urgidos por enfermedades y pobreza. Frente a ellos, sin embargo, están los que dudan de sus poderes, y ambos enfrentarán el recelo de las altas autoridades de la Iglesia Católica, del gobierno de turno y de los responsables de la ley.

    Reconstruir estos trozos de vida del padre Mario, detenerse en su férrea voluntad para cobijar a los desposeídos y mostrar el amor y la humildad que lo convirtieron en un sacerdote alejado de oropeles, fue la labor que, como guionistas, se impusieron Alejandro Doria y Juan Bautista Stagnaro en Las manos, por medio de cálidos trazos en los que muestran a ese cura inmerso en su problematizada existencia. Como director, Doria se decidió por la sencillez de su puesta en escena y por el cálido ámbito que rodeó al protagonista y a quienes estuvieron a su lado en una ciclópea labor de caridad y de ternura.

    A fines de la década del 70, el padre Mario soñaba con una obra que le permitiera llegar a la mayor cantidad de personas, y así comienza a organizarse junto a sus colaboradores más cercanos para lograr su sueño. Todo ello está plasmado en este filme bello en su mensaje y humano sobre un fascinante sacerdote que hablaba el mismo lenguaje de quienes se le acercaban con el propósito de sanar sus males.

    El realizador supo, sin duda, que Las manos necesitaba de calidez y de bondad para resumir una vida inmaculada y por ello logró, a través de una impecable dirección de arte, de una excelente música y de una notable fotografía conformar esa existencia siempre dispuesta a la permanente ayuda a los demás. A ello debe sumarse la notable labor de Jorge Marrale, que compone con enorme exactitud a ese padre Mario de sonrisa bondadosa y de palabras simples, y el impecable trabajo de Graciela Borges, como Perla, la mujer que secundó al sacerdote en su largo peregrinaje dentro de un micromundo poblado de candor y de luchas cotidianas.


    (Fuente: La Nación)


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