ENSAYO



  • El mandato oscuro
    Por Armando Gómez Carballo


    Violencia engendra violencia. Aún la humanidad sigue y seguirá pagando las consecuencias de este círculo vicioso, para el cual no se ha encontrado un verdadero remedio definitivo. Precisamente la violencia, en sus varios niveles y facetas, ha sido el hilo conductor de la parábola artística de un gran cineasta como Luis Buñuel (España, 1900-1983): desde el inicio de su emocionante viaje por el séptimo arte, seccionando el ojo de una joven con una navaja, en Un perro andaluz, hasta su culminación, con una mujer que cose el encaje, hecho trizas, de un ensangrentado vestido de novia, en su última película Ese oscuro objeto del deseo. Buñuel utiliza la crueldad, la violencia, como algo repulsivo, inaceptable. De ahí el profundo disgusto que el realizador sintió al constatar como, inesperadamente, Un perro andaluz se convirtió en un éxito de taquilla. No podía comprender de qué manera la gente podía encontrar belleza y poesía en lo que para él era “no más que una desesperada y apasionada llamada al asesinato” (como expresara en una declaración posterior al estreno del cortometraje).

    Diría Henry Miller en una ocasión, refiriéndose a Buñuel: “le obsesionan la crueldad, la tontería, la superstición que reinan entre los seres humanos”. Esto queda perfectamente reflejado en una cinta como El Río y la Muerte, drama rural realizado en México en 1954, posterior al mayormente reconocido Los olvidados, de 1950. Quizás aparezca considerada como una obra menor. Lo cierto es que mantiene esa fuerza en el significado de la historia, en las situaciones, en los diálogos, digna constante de todo el esfuerzo creativo buñueliano. Cuenta con la producción de Armando Orive Alba, la fotografía de Raúl Martínez Solares y la música de fondo original de Raúl Lavista. La adaptación cinematográfica y el guión son resultado de la cooperación entre Buñuel y el también guionista y realizador español Luis Alcoriza (1920-1992),  uno de sus principales y más fructíferos colaboradores, decisivo en lo que se conoce como el “período mexicano” (Los olvidados, El ángel exterminador, 1962, etc.). Lo sería a continuación, por ejemplo, Jean Claude Carriére durante veinte años (El diario de una camarera, 1963, El discreto encanto de la burguesía, 1972, El fantasma de la libertad, 1974, etc.). El argumento de El Río y la Muerte está basado en la novela Muro blanco sobre Roca negra de Miguel Álvarez Costa, no siendo la primera ni la última vez que una obra buñueliana escoge un texto literario como auténtica inspiración. Piénsese, por ejemplo, en el ya mencionado Un perro andaluz, que nació como libro de poemas del propio Buñuel (publicado en 1927), y después fue estructurado a partir de los sueños que este y Salvador Dalí se contaran en Figueras; o en Nazarín, basado en la novela de galdós; Bella de día, en la novela de Joseph Kessel y El diario de una camarera, sobre el libro de Octave Mirbeau.

    La violencia en El Río y la Muerte, a diferencia del cortometraje de Un perro andaluz o del sucesivo largometraje La edad de oro, no se alimenta directamente del tema surrealista del “amour fou”, consistente en la pasión provocada por el abismo insuperable que separa a la pulsión del deseo de su imposible meta. Tampoco se asistirá a atmósferas de una clara matriz onírica. En cambio, en lo que aparentemente puede percibirse como una película más realista, la violencia refleja, de manera acentuada, su carácter eminentemente irracional. La manifestación de esta llega a caer en un círculo tan complejo, que ya se hace imposible reconducirla a un origen determinado. Supuestamente es producto de la diatriba entre dos familias influyentes de un pequeño pueblo en México, Santa Viviana, donde la vida es presidida por la muerte. Las familias serían los Menchaca y los Anguiano.

    Es evidente que esta obra no deja de insertarse en la permanente intención de Buñuel de evitar cualquier fundamento identificable en lo absoluto. Así la violencia, profundamente enraizada, va más allá de una simple diatriba, de ser precisada en una determinada situación: llega a ser omnipresente, cada rincón del pueblo se hace responsable y la reproduce irremediablemente, convirtiéndose en funesto aliento de la existencia.

    Como en tantos filmes de este autor, no obstante estemos ante la simplicidad de los diálogos y de la puesta en escena (algo demostrado perfectamente en El Río y la Muerte), el misterio final que se desprende (no necesariamente surreal), no va a quedar nunca ausente. Esa interrogante sobre la posibilidad de que en la vida existan soluciones definitivas, es responsable de esa ambigüedad que anima toda la producción buñueliana, y El Río y la Muerte no es una excepción. En este sentido, después de un final aparentemente conclusivo, donde los últimos descendientes de las familias se reconcilian, abrazándose delante del pueblo, la película termina con la imagen del río, símbolo perfecto del cambio, de la inestabilidad. Una vez más Buñuel no renuncia a la simbología como contribución posible a su enunciado. El río nos resulta familiar como símbolo de muerte: la alusión a la tradición grecolatina es evidente. Recordemos la historia de Caronte, que, con su barca, transportaba las almas de los muertos por el río Éstige. De hecho, es costumbre en el pueblo que los muertos recorran el río en barca en su viaje final. Mas la ironía permanente del cineasta, savia de su pensamiento dialéctico, no se hace esperar: nos muestra como en Santa Viviana existe, simultáneamente, la tradición de que el asesino, ya pertenezca a uno u otro bando, tenga que huir y cruzar el río para salvarse.

    La visión universal de Buñuel, alejada de cualquier misticismo (era ateo) y contra todos los prejuicios sociales y morales, le permite adentrarse con profundidad en la idiosincrasia de una sociedad como la mexicana, donde la violencia ha alcanzado un nivel tal, que llega a superar los límites del machismo y del falso honor. Pienso en una anécdota que me contó mi padre hace ya algún tiempo, relacionada con uno de sus viajes a México. Mientras salía de un lugar, en el medio de una plaza, tuvo la desgracia de asistir a un ajuste de cuentas, donde un hombre apuñaló a otro, sin más, a plena luz del día. Esto es algo común. Así ocurre en el pueblo de Santa Viviana, donde los hombres se matan continuamente a pistoletazos, en nombre del falso honor. Esta realidad, desafortunadamente, no es privativa de México. Azota como un flagelo a las demás naciones latinoamericanas.

    La denuncia del “sordo aragonés”  es implacable. Capta la barbarie de un mal como el machismo, llevado a sus extremas consecuencias, presente, con igual medida, en cualquier clase social, fomentado tanto por los hombres, como por las mujeres. En este sentido resulta iluminante la transformación que protagoniza el personaje de Mercedes (interpretado por Silvia Derbez), prometida de uno de los Anguiano, Felipe (Miguel Torruco). Inicialmente, se muestra opuesta por completo a la violencia irracional. Mas al ser asesinado su amado por Polo Menchaca, se deja arrastrar por el odio visceral, que alimentará, a través de los años, su sed de venganza; la cual tratará de inculcar en su hijo, el doctor Gerardo Anguiano (Joaquín Cordero), otro de los protagonistas del filme.

    La metáfora de la fiesta es nuevamente utilizada por Buñuel como legítima expresión del ataque sin reservas a la burguesía, presente, de manera esencial, en toda su obra. La fiesta como síntoma de esa decadencia moral y falsedad de una clase, que a través de sus pugnas por el poder, ha arrastrado y sumido irremediablemente a la humanidad en la barbarie y el fracaso. No es casual que, durante la fiesta tradicional mexicana del filme, tenga lugar un apuñalamiento entre dos compadres.

    En cualquier cineasta que se respete, ninguna imagen, ningún plano resulta gratuito. La apertura del filme, con una panorámica de la iglesia y del mercado de Santa Viviana, posee una gran carga semántica. Es como si Buñuel profetizara, completamente consciente, como el mercado, con sus álgidos mecanismos, se iría transformando de manera intensa y extensa, en condicionante fundamental de la deshumanización, de esos proyectos de barbarie, de muerte, a los cuales en gran medida, asistimos constantemente en la actualidad. Por otro lado, la Iglesia, la religión, vista en su faceta más oscura, en su hipocresía condescendiente, indiferente, pasiva: si esto ocurre, es porque es el designio de Dios, nada podemos hacer. Tata Nemesio, abuelo materno del joven médico Gerardo Anguiano (fallece antes de que este nazca), único personaje que se opone radicalmente a la violencia, queda sorprendido al comprobar, durante uno de los acostumbrados juegos de cartas que él organiza en su casa, como hasta el cura del pueblo lleva pistola. La condescendencia, claro está, pertenece también a la “autoridad”. El comisario del pueblo expresa: “No hay crimen. Los hombres se matan por honor”. El problema es quedar como un hombre.

    La ridiculización y la burla inteligente, propias de este realizador, no dejan de manifestarse. Así se ve en su crítica a la superstición, cuando muestra como el ataúd de Filogonio Menchaca (asesinado por Felipe Anguiano), es llevado por la gente de casa en casa, visitando los vivos. Es alcanzado el máximo del absurdo cuando llega a visitar la casa del propio enemigo. La sutileza de la ironía lograda puede ser identificada, por ejemplo, en la manera en que se hace énfasis en la rudeza de estos hombres: cuando se muestra a Felipe Anguiano usando un machete para abrir la carta de su amada. Una vez más el detalle se revela vital en la comprensión de la poética buñueliana, fuente inagotable de sugerencias, campo eterno de inspiración para la formación y desarrollo de lo que será el Nuevo Cine Latinoamericano.

    Finalmente, el personaje del joven Gerardo Anguiano, se erigirá como posible solución a esa cadena inevitable de violencia y muerte. Su formación como médico, fuera de este contexto, contribuye a la concretización de esta promesa. Cuando asistimos a los acontecimientos del pueblo, a la guerra entre familias, estamos ante el recuento que realiza el propio Gerardo. Es decir, la narración de Buñuel en este filme procede mediante la retrospectiva, lo cual contribuye ulteriormente a acentuar el carácter violento de toda la película: estamos ante un presente que no es capaz de liberarse de su pasado trágico, con el río como punto de encuentro de todo el drama.

    Gerardo debe sustraerse al enfrentamiento mortal con el último heredero de los Menchaca, el joven Rómulo. El médico identifica como posible madre de una violencia, que ya no tiene ni pies ni cabeza, a la ignorancia. Esto se hace explícito en uno de los diálogos de mayor espesor en la película, sostenido por Gerardo con una amiga enfermera, al encontrarse convaleciente en una silla de ruedas, producto de su enfermedad: “Yo vine a la Universidad y aprendí a respetar la vida….Tengo fe en que las puertas del saber se abrirán un día para todos. Mientras tanto el pueblo seguirá sumido en su mandato oscuro: cruzar el río”.

    Al final, Gerardo cruza el río, al igual que su rival Rómulo. Pero no hay muertes. Regresan al pueblo, lo mandan al diablo y se abrazan ante todos. Queda expuesta con maestría la vulnerabilidad real que existe detrás de una actitud de odio y machismo (Rómulo), y el coraje presente dentro de una aparente posición de cobardía frente a la violencia irracional (Gerardo). Como expresaría el personaje de la enfermera: “Hay que tener mucho valor para pasar por cobarde”.

    El paneo de la cámara ya no se vuelve sobre el río, sino hacia el pueblo, como señal de esperanza. Hasta ahora el cine, y el arte en general, han luchado en este sentido: alimentar la esperanza. Solo que esta promesa hace cada vez más débil su arreglo al contenido de verdad. Como dijera el propio Buñuel: “Ha dicho Octavio Paz: “basta que un hombre encadenado cierre sus ojos para que pueda estallarse el mundo”, y yo, parafraseando agrego: bastaría que el párpado blanco de la pantalla pudiera reflejar la luz que le es propia, para que hiciera saltar el universo.
    Mas, por el momento, podemos dormir tranquilos, pues la luz cinematográfica está convenientemente dosificada y encadenada”.

    Seguimos siendo víctimas del mandato oscuro, cruzando el río.

    Bibliografía

    Castillo, Luciano: “Con Buñuel por la vía láctea: el hombre antes que el
              cineasta”, en: Revista Unión, enero-junio, 2000, pp. 78-83.
    _____________: “El indiscreto encanto de Buñuel”, en: Revista Cine
              Cubano, octubre-diciembre, 1999, no. 146, pp. 34-41.
    Gubert, Román: “De la mutilación y la simbología”, en: Revista Cine
              Cubano, octubre-diciembre, 1999, no. 146, pp. 53-55.



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