CRÍTICA



  • No voy en tren, no voy en avión
    Por Diego Batlle


    Cuarto y penúltimo de los ensayos-documentales de Pino Solanas, concretados después de la crisis de 2001, después de Memoria del saqueo, La dignidad de los nadies y Argentina latente, y antes del anunciado cierre con La tierra sublevada, La próxima estación es el más sólido y logrado de la saga.

    En una de sus tantas apariciones en pantalla, el director —de 72 años— se sube de un salto a un vagón abandonado con la agilidad y la soltura de un veinteañero. Este detalle —aparentemente insignificante— es una metáfora perfecta de la vitalidad de este incansable "fiscal" que, sin abandonar su esencia (la denuncia y la concientización social), se muestra aquí mucho más contundente y certero en su retrato del vergonzoso, escandaloso saqueo del ferrocarril nacional durante las últimas tres décadas (el "ferrocidio", según los típicos neologismos solanianos) y hasta se permite unos cuantos pasajes de muy logrado humor irónico a la Michael Moore, pero, claro, con mucha más altura y menos egocentrismo que su marketinero colega norteamericano.

    El realizador no deja títere con cabeza, pero esta vez no se queda en la simple declamación, sino que lo logra con pruebas, testimonios y datos inapelables. Solanas viajó por todo el país para mostrar pueblos hundidos por el cierre de los distintos ramales (como Patricios, que perdió el 90 por ciento de sus 6 000 habitantes) o inmensos talleres ferroviarios cerrados y en muchos casos arrasados por el vandalismo y el oportunismo. En esta penosa historia, que se inicia con el monopolio inglés y termina con el triste papel del kirchnerismo (con su promesa inclumplida de reabrir Tafí Viejo y el delirante proyecto del tren-bala Buenos Aires-Rosario-Córdoba), no solo quedan expuestos los negociados de Carlos Menem y la Unión Ferroviaria de José Pedraza sino también el triste papel de los Rodolfo Terragno, los Lorenzo Pepe y de cada uno de los fiscales y funcionarios que no investigaron las miles de denuncias sobre dilapidación del patrimonio nacional y que, por acción u omisión, terminaron avalándola.

    El viaje que propone Solanas es apasionante y aterrador al mismo tiempo. Por supuesto, hay una nostálgica exaltación de lo que alguna vez fue la orgullosa industria ferroviaria nacional, pero el cineasta tampoco se queda en el lamento (aunque hay aquí mucho de indignación) para proponer un regreso a un medio de transporte que sigue siendo el menos contaminante, el más barato, el más eficaz y el que mayor función social cumple.

    Solanas contrapone los monólogos de Bernardo Neustadt avalando en pleno menemismo el cierre de ramales de un sistema que perdía un millón de dólares por día a un ferrocarril que hoy, vía subsidios, pierde tres veces más, pero con el ¡80 por ciento menos! de servicios. Un despojo que, además, terminó con 60 000 inmuebles, 220 000 empleados, 3 000 locomotoras y 60 000 vagones.

    No hace falta compartir todos y cada uno de los postulados políticos de Solanas para comprender en su justo término la dimensión de su retrato. Si bien en su segunda mitad el retrato se vuelve un poco más obvio y tendencioso (con los habituales cartelones sesentistas del agit-prop), el director parece haber ganado mucho a la hora de describir un caso más acotado que en sus filmes anteriores. Que su objetivo, esta vez, haya sido más acotado no quiere decir que sea menor. El tren, el servicio público de transporte en su conjunto, no son cuestiones menores. Si no, que lo digan los cientos de miles de argentinos que viajan todos los días como sardinas enlatadas por culpa de la ignorancia, el desprecio, la inacción y la mala fe de tantos gobiernos que nos dejaron en la vía.


    (Fuente: www.otroscines.com)


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